“Hazte tan fuerte como el hielo, tan fluido como el agua, tan unido como la colmena a su reina y tan escurridizo como la niebla. Aprende estas técnicas de defensa y te harás invencible como el río cuando se sale de su cauce”. El excéntrico Bruce Lee tal vez nunca supuso que sus enseñanzas se convertirían en consignas de las protestas del siglo XXI. Sin embargo, por las calles de Hong Kong los manifestantes gritan: “Somos agua, somos fuerza, tan unidos como la colmena”. Y así, de forma sofisticada y rápida, los ciudadanos han logrado esquivar los ataques de la policía y resistir durante cinco meses a la intención del Gobierno chino de acabar con su semiautonomía. Así como se agrupan con total facilidad, se escapan y escabullen en el anonimato.

Pero esto no aplica solo a Hong Kong. Desde La Paz, Quito, Puerto Príncipe, Santiago, Barcelona, París, Londres hasta Beirut, Bagdad, Argel y Jartum, por nombrar solo algunas, los ciudadanos han marchado incansablemente contra sus Gobiernos. Algunos protestan por los ajustes económicos; otros, por la corrupción y el desempleo. Pero otros, como el estudiante francés que se inmoló en Lyon, aquejado por las deudas universitarias y el desempleo, protestan por la rabia profunda y la indignación que les produce un sistema al que no logran adaptarse.

Como en la Primavera Árabe, los egipcios volvieron a convocarse por redes sociales para exigir la renuncia del presidente Abdelfatah al Sisi, al que acusan de corrupción.  Visionarios historiadores como Yuval Noah Harari, o economistas tan reconocidos como Joseph Stiglitz, explican que las razones de fondo son mucho más profundas que los aparentes hechos aislados que aquejan a cada país. El descontento generalizado, señala Harari en su libro 21 lecciones para el siglo XXI, tiene que ver con que “la humanidad está perdiendo la fe en el relato liberal que ha dominado la política global en las últimas décadas, exactamente cuando la fusión de la biotecnología y la infotecnología nos enfrenta a los mayores desafíos que la humanidad ha conocido”. Y es que este gran estallido social proviene precisamente de esa desconfianza en los relatos tradicionales, tanto políticos como económicos; sumada a la capacidad de las redes sociales de convocar personas en instantes, de hacer sentir acompañados a los desencantados y de asegurar anonimato y, por lo tanto, una cierta protección.

No es que la gente antes no sintiera rabia o supiera que sus Gobiernos eran corruptos, opresores o negligentes. Solo que no tenían cómo enterarse de que los demás pensaban lo mismo. Las redes sociales crean ese “efecto colmena” del que hablaba Lee y, de alguna manera, sirven como megáfono del pesimismo y la desinformación, tan propios de los comentarios rápidos y cortos de Facebook, Twitter, Instagram, entre otros. Curiosamente, a medida que los movimientos de protesta crecen en el mundo, sus índices de éxito se desploman, como señala Erica Chenoweth, politóloga de la Universidad de Harvard. Hace 20 años, 70 por ciento de las protestas que exigían un cambio político tenía éxito. No obstante, en la primera década del año 2000 todo cambió. Chenoweth encontró que desde entonces, solo un 30 por ciento de las protestas logra un resultado satisfactorio para la gente. Todo esto encierra una gran paradoja: “A medida que las manifestaciones se hacen más frecuentes, pero más propensas a fracasar, se extienden aún más, y tienden a regresar a las calles al no ver cumplidas sus demandas”, insistió en una entrevista con The New York Times. Al final, el resultado puede ser un mundo donde las revueltas pierden su importancia, y se vuelven parte del paisaje, como ya sucede en lugares como Nicaragua, Haití o Venezuela, donde los levantamientos son tan frecuentes que dejaron de ser mediáticamente visibles.

El caso de Nicaragua es similar al de Venezuela. No responde a un evento, sino a una seguidilla de represiones y fraudes a la democracia. La censura, la persecución política y el apego de Daniel Ortega al poder generaron la tremenda crisis social.  Mientras Harari se enfoca en el efecto sociológico de las redes sociales sobre la inestabilidad política, el heterodoxo Joseph Stiglitz, nobel de economía 2001, analiza a fondo lo que él llama “el declive del neoliberalismo y la transformación de las democracias”. Tanto para Stiglitz como para la mayoría de economistas, el paso de la pobreza a la clase media de millones de personas a finales del siglo XX generó ciudadanos mucho más conscientes de sus derechos y, sobre todo, más críticos con las élites políticas tradicionales, de la desigualdad y de la corrupción. Por muchos años los economistas se enfocaron en el crecimiento, como si inherentemente redujera la desigualdad. No obstante, eso no pasó. En el caso latinoamericano, el boom de los commodities de 2002 a 2014 hizo que 56 millones de personas salieran de la pobreza. Los Gobiernos de ese entonces fueron generosos en subsidios, pues los recursos sobraban. Pero no hay bonanzas infinitas.

Muchos de los Estados no ahorraron para las vacas flacas, y ahora chocan contra una población que hará hasta lo imposible por no volver al pasado. Es decir, la realidad resultó menos prometedora de lo que la gente esperaba. Como Stiglitz escribió en The New York Times, esto tiene que ver con que “las élites prometieron que el neoliberalismo conduciría a un crecimiento económico más rápido. Para lograrlo, nos pidieron aceptar salarios bajos y asumir recortes en el Estado de bienestar. Cuarenta años después, el crecimiento se ralentizó, la desigualdad en casi todos lados aumentó y los frutos del esfuerzo recayeron en pocos. Entendimos que los políticos no pueden responder a nuestros problemas porque están presionados por los financieros. Si el político no hace las reformas que las élites económicas le piden, lo amenazan con irse del país y generar una debacle económica. El capitalismo les dio demasiado poder a los bancos”. Otros, como el estudiante francés que se inmoló en Lyon, aquejado por las deudas universitarias y el desempleo, protestan por la rabia profunda, por la indignación Por eso, en todas las orillas de Latinoamérica se escucha a la gente gritar “Afuera el FMI”. Pero también en Estados Unidos dicen “No más Wall Street”; en Líbano, “Asfixia económica=desigualdad”, y así sucesivamente, parecería que las democracias empiezan a sentir que los políticos no gobiernan para ellas, sino para los financistas; que mantienen el sartén por el mango. Ese círculo vicioso en el que los Gobiernos despilfarran y se endeudan y luego piden ayuda a los bancos, que ponen condiciones incómodas para la gente, se mantiene.

En cualquier caso, la bomba de tiempo comenzó a explotar. En mayor o menor medida, esos factores contribuyen al estallido social actual, sumados al efecto redes sociales: el estancamiento de la economía; una clase media que podría regresar a la pobreza; Gobiernos corruptos que responden al descontento militarizando las calles; la demagogia y el autoritarismo; nuevas generaciones que desconfían del poder, las jerarquías y la tradición. Los conejos de Evo

El caso de Bolivia es paradójico, pues lleva una década creciendo a un promedio anual de 5 por ciento, y aún así, los militares le ‘sugirieron’ a Evo Morales renunciar por el bien del país después de 14 años en el Gobierno. Tras álgidas semanas de manifestaciones contra los dudosos escrutinios con los que resultó victorioso por cuarta vez, al fin la gente obtuvo lo que quiso. Evo pidió asilo en México, según él porque su vida corría peligro y porque las Fuerzas Armadas le habían dado un golpe de Estado. La vicepresidenta del Senado, Jeanine Áñez, asumió como presidenta interina del país. Lo peor de la crisis, sin embargo, es que los bolivianos le cobraron caro al aymara sus constantes trampas a la democracia; pero podrían repetir el ciclo con la extrema derecha conservadora y católica que tomó las riendas de la transición y lideró las movilizaciones contra Morales, solo al final con el apoyo de las Fuerzas Armadas.

Chile y los fantasmas del pasado

Después de semanas de protestas, al fin el viernes la oposición y el presidente Sebastián Piñera llegaron a un acuerdo. El próximo año convocarán a un referendo para que los chilenos puedan decidir si quieren una nueva constitución para superar los fantasmas de la dictadura. Cuando Sebastián Piñera anunció el aumento en el precio del pasaje del metro, las protestas se salieron de control. Curiosamente, Michelle Bachelet hizo lo mismo tres veces, pero nunca hubo manifestaciones. Para muchos analistas, el caso chileno tiene que ver justamente con el planteamiento de Harari cuando dice que no basta con el crecimiento económico si las cuestiones sociales no están resueltas. Para parte de la sociedad, Piñera representa una continuidad, en democracia, de la dictadura de Augusto Pinochet. Por supuesto, eso genera terror y desconcierto. Desde 1990 Chile sacó a 4 millones de personas de la pobreza, pero no supo sanar las cicatrices de la dictadura y su legado, por ejemplo, en el régimen de pensiones y en la Carta Magna del país. De ahí que los manifestantes hablen ahora de una constituyente y de modificaciones sustanciales al sistema privado de pensiones. Ecuador y la fuerza indígena

Lenín Moreno tuvo que echarse para atrás en sus polémicas reformas económicas, que incluían quitar el subsidio de la gasolina y disminuir las vacaciones de los funcionarios. Las presiones ciudadanas fueron tan grandes que Moreno prefirió rechazar la ayuda del FMI, antes que ignorar la furia civil. Con palos, antorchas y machetes, la Confederación de Nacionalidades Indígenas y ciudadanos en general le exigieron al presidente Lenín Moreno acabar con el paquetazo, un grupo de reformas económicas que el FMI le pidió al Gobierno para otorgarle un crédito por 4.209 millones de dólares. Con él, Moreno buscaba subsanar el déficit fiscal de 3,7 por ciento del PIB, que le dejó el Gobierno anterior, en una economía que solo creció 0,3 por ciento este año. No obstante, la presión popular contra “las medidas de austeridad”, como la de quitarle el subsidio a la gasolina, fue tan grande que Moreno tuvo que ceder. Lo que por supuesto apaciguó la crisis social, pero no la económica, que hará insostenible a Ecuador en el largo plazo.

Haití, la unión de todos los males

El país más pobre del continente marchó contra su presidente, Jovenel Moïse, casi todo el año. Moïse no solo está acusado de corrupción, sino de negligencia: la gente se muere de hambre y enfermedades. La violencia está desbordada.  Hablar de protestas en Haití parece una redundancia. Miles de personas llevan meses manifestándose contra el presidente Jovenel Moïse, acusado de corrupción. Moïse se aferra al poder y responde a las críticas con militares que reprimen las protestas. Más de 20 personas han muerto en los enfrentamientos con la fuerza pública y una centena más resultaron heridos. En el país más pobre de América, la debacle humanitaria y constitucional no tiene precedentes. Desde 1990, Haití ha tenido más de 14 presidentes. Ninguno ha sabido solucionar los problemas de hambre, salud y desempleo que enfrentan los haitianos. Entre los más jóvenes abundan el pesimismo y los suicidios por la desesperanza que les produce el futuro. Hong Kong, miedo al comunismo

Los hongkoneses han peleado a capa y espada contra el Gobierno de Xi Jinping por atropellar la semiautonomía de la isla. Los manifestantes temen perder las bases con las que crecieron: democracia y capitalismo. Los ciudadanos de la excolonia británica están en las calles desde hace cinco meses. Superada la causa inicial de la rabia –la polémica ley de extradición–, la protesta se convirtió en un movimiento contra el autoritarismo del Gobierno comunista chino y a favor de la democracia en Hong Kong. Las manifestaciones comenzaron de forma pacífica, pero degeneraron en enfrentamientos violentos con la policía por los ataques con gas pimienta, las barricadas, las balas de caucho e incluso los casos de tortura, como se vio la semana pasada en un video en el que un policía prende fuego a un ciudadano. Hasta ahora no es claro cuál será el desenlace de la situación, pero las cosas no pintan bien. Analistas aseguran que se podría repetir una masacre como la de Tiananmén y que el Gobierno de Xi Jinping no respetará la semiautonomía de la isla hasta 2047, como estaba previsto.

España y la eterna sedición

Miles de personas marcharon en Cataluña para separarse de España, gobernada por Pedro Sánchez. Los sociólogos creen que el problema de identificación cultural y política de los cinco reinos hispánicos aún no se ha resuelto.  Las condenas de hasta 13 años de cárcel a 9 líderes independentistas de Cataluña desencadenaron el caos en Barcelona. A pesar de que muchos coinciden en que la intención de separarse de España es inconstitucional y, por lo tanto, ilegal, miles más alegan que no se sienten representadas históricamente por la cultura, el idioma o la política nacional. El fantasma de las sediciones ha recorrido España a lo largo de su historia y el independentismo catalán se ha reavivado bajo líderes –algunos de extrema derecha– que exacerbaron los discursos nacionalistas y capitalizaron el descontento a su favor. Líbano y los impuestos

El primer ministro de Líbano, Saad Hariri, renunció el 31 de octubre, tras tres semanas de protestas por su intención de ponerle impuestos a WhatsApp. En el fondo, la gente estaba contra las cargas tributarias que asfixiaron a los más pobres desde mucho antes.  El detonante fue la intención del Gobierno de aprobar un impuesto de 20 centavos de dólar a las llamadas de voz por redes sociales como WhatsApp, Facebook o Viber. Pero, como en los otros casos, esa solo fue la gota que rebasó el vaso. “Lo de WhatsApp es la chispa, el desencadenante de todo. Odiamos el sistema basado en la corrupción, el sectarismo, en el estado policial. Literalmente, piensan que somos estúpidos. Todos los impuestos que nos ponen, y no recibimos ningún servicio”, le dijo un joven de 23 años al diario El Comercio. Ante las multitudinarias marchas, el Gobierno no tuvo más opción que efectuar un paquete de reformas para salir de la crisis y terminar el descontento popular, que insistía en la renuncia del primer ministro, Saad Hariri. Aunque la situación se calmó un poco, los libaneses siguen molestos con la falta de libertad política y la corrupción, que los llevó a ser una de las naciones más endeudados del mundo.

Irak, un país rico con muchos pobres

En las últimas seis semanas, 264 personas murieron y 2.000 más resultaron heridas en Irak por los enfrentamientos con la policía. La gente pide servicios básicos dignos y mayor empleo al Gobierno de Adil Abdul Mahdi. Van más de 200 muertos y 6.000 heridos en las protestas en Irak. Desde octubre de este año, la gente marcha en Bagdad para exigir mejores servicios públicos, más trabajo y el fin de la corrupción. Los jóvenes, desempleados y servidores públicos han liderado las manifestaciones. Aseguran que un país que es el quinto productor de petróleo no tendría por qué ofrecerle tan “poca calidad de vida a sus ciudadanos”. En Irak no es frecuente que la gente proteste, pues la falta de garantías a los derechos humanos, las restricciones civiles y la represión policial generan temor. Sin embargo, las últimas semanas han demostrado que el cansancio de la gente ya no da para más y que, incluso cuando protestar implica poner su vida en peligro, lo seguirán haciendo. De hecho, el jefe de Estado Barham Salih ordenó disparar a todo aquel que “la fuerza pública considere que lo merece”. 

___________________________________________________________________________________________________________________________ Un fenómeno global Según Amnistía Internacional y otras entidades, las recientes protestas responden a ataques sistemáticos contra los derechos humanos. La rabia está desbordada en el mundo. 1. Corrupción. Las acusaciones de este tipo han desencadenado protestas en Bolivia, Chile, Ecuador, Haití, Egipto y Líbano. Las personas están cansadas de pagar por el despilfarro y robo de sus gobernantes, con “medidas de austeridad”. 2. Costo de vida. En Chile, la ciudadanía se alzó por el aumento en el precio del pasaje del metro. Pero la gente ya no protesta por eso, sino por las reformas económicas que han vuelto a Santiago una ciudad costosa. Alegan que el salario no alcanza y que la clase media podría volver a la pobreza. 3. Libertad política. Hong Kong es el caso más reciente de protestas que abogan por la libertad política. La situación es compleja, pues no solo apela a la libertad política, sino a la económica. 4. Desigualdad. En América Latina, la desigualdad está en su punto más bajo desde el siglo XX. Sin embargo, como apunta Stiglitz, “el crecimiento se ralentizó”. Esto genera resentimiento en la clase media, que siente que debe trabajar mucho para mantenerse y que ya no cree en que el capitalismo sea justo.