Es difícil pronosticar las transformaciones geopolíticas que se derivarán de la invasión rusa de Ucrania. Por el momento, parece haber fortalecido a la Unión Europea, tanto en su compromiso con los principios democráticos como en la convergencia de políticas y la capacidad de toma de decisiones. El modo en que afectará a las relaciones de los europeos con sus vecinos del sur es, sin embargo, menos evidente.
¿Hasta dónde puede esperarse que se modifiquen las líneas que definen las políticas de la Unión y sus miembros hacia África? ¿En qué medida el compromiso con “nuestros valores compartidos de libertad y democracia”, referido a la población ucraniana, constituirá también un componente central en las futuras relaciones con los africanos?
Tan solo una semana antes del ataque lanzado por Vladimir Putin sobre Ucrania, se celebró la sexta Cumbre entre la Unión Europea y la Unión Africana. En su declaración final, “Una visión común para 2030″, ambas partes se comprometen a establecer una “nueva alianza” que asegure tanto “nuestros intereses” como ciertos “bienes públicos comunes”. Entre estos se citan la seguridad y la prosperidad de los ciudadanos, la protección de los derechos humanos, la igualdad de género, el respeto de los principios democráticos, la preservación del clima y el medioambiente, el crecimiento económico sostenible o la lucha contra las desigualdades.
Lo que define las alianzas de África con otras potencias
El énfasis en estos valores es lo que diferencia esta alianza de las que los países africanos mantienen con otras potencias. En el caso del Foro sobre Cooperación China-África, que ya va por su octava edición, el énfasis discursivo es en la cooperación sur-sur, la solidaridad y amistad entre gobiernos y el respeto a la soberanía. La declaración final de la Cumbre Rusia-África de octubre de 2019 enfatizaba igualmente en los principios de respeto a la soberanía, integridad territorial, no injerencia y la preservación de la identidad nacional.
Es notable la capacidad de los gobernantes africanos de mantener esta pluralidad de relaciones bilaterales y multilaterales, basadas en principios tan variados. Pero la estrategia de extraversión con la que buscan apoyos externos no es nueva en el continente. Con ella tratan de superar la debilidad de sus bases políticas y económicas internas. Y frente a lo que ocurrió durante el periodo colonial o la Guerra Fría, buscan evitar una total dependencia de alguna de las grandes potencias.
En cuanto a los europeos, hay quien denuncia (como el mismo Putin) que el empeño por expandir “sus” valores constituye una forma de injerencia inaceptable en un mundo de Estados-nación soberanos. Otros analistas apuntan a lo escaso de los recursos previstos para asegurar el éxito de objetivos tan ambiciosos. Lo que aquí señalamos es la contradicción entre la búsqueda del desarrollo equitativo y democrático en África, y el grueso de las políticas europeas hacia el continente.
Las políticas económicas, en concreto, no difieren de las impulsadas por el resto de potencias, y se basan en el comercio y las inversiones en ciertos sectores clave. Ciertamente el comercio internacional puede proporcionar prosperidad para todas las partes implicadas, como demuestra la propia historia de la Unión Europea. Sin embargo no siempre es así.
Hace casi 60 años desde la firma de la primera convención sobre intercambio comercial y cooperación entre la Comunidad Económica Europea y las antiguas colonias en África, el Caribe y el Pacífico. Estos acuerdos preferenciales se han renovado periódicamente. Pero los países africanos siguen estando en los niveles más bajos de los Informes de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo.
Los pocos beneficios de las exportaciones africanas
La realidad es que el tipo de mercados y de productos que África exporta tiene muy poco potencial para promover la prosperidad de la mayoría de sus habitantes. El 65 % de las importaciones de la Unión Europea son de materias primas y más del 40 % solo de fuentes de energía. La extracción de minerales, hidrocarburos y otros recursos tiende a requerir importantes inversiones de grupos extranjeros que operan en enclaves productivos. Estos enclaves proporcionan pocos beneficios para la población local en forma de puestos de trabajo o de impulso de otros sectores económicos.
La excepción son países con diversificación económica o estructuras estatales capaces de una buena gestión de los recursos, como Botswana, Sudáfrica, Sao Tomé y Príncipe o Ghana. Pero en la mayoría de los países ricos en recursos naturales, las rentas generadas por la actividad extractiva no financian políticas de redistribución e inversión productiva en beneficio de la mayoría de la población. Más bien al contrario, lo que provocan es una intensa competencia de las élites políticas por el control del estado, que puede derivar en inestabilidad política y hasta conflictos armados.
Como explica toda una literatura sobre el estado rentista y la maldición de los recursos, los efectos de este tipo de economía política son profundos, aunque están condicionados por las historias y las estructuras particulares de cada país o región.
Pero, en términos generales, las relaciones de ciudadanía entre gobernantes y gobernados son socavadas por la dependencia mutua entre los gobiernos africanos y las multinacionales extranjeras. Estas acaban sustituyendo a los contribuyentes nacionales como principal fuente de financiación del estado, minando así el contrato social que está en la base de las políticas más democráticas.
En este contexto, las diferencias entre los distintos actores externos en África son de matiz. Ciertamente, la Unión Europea y sus países miembros son los grandes donantes de ayuda al desarrollo. China constituye el principal financiador de infraestructuras. Rusia se ha convertido en el mayor proveedor de armas. Estados Unidos destaca en todos esos campos. Y los gobiernos y grupos económicos de Turquía, Arabia Saudí, Japón o Israel se han especializado en distintas áreas de cooperación. Sin embargo, la contribución de todos ellos a los órdenes poco democráticos en África se basa en unas relaciones económicas y políticas de naturaleza muy similar.
Riesgos y oportunidades de la crisis en Ucrania
La guerra en Ucrania ha intensificado la atención europea hacia África por varios motivos. Durante la votación de la resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas condenando la invasión de Ucrania, solo 28 de los 54 países africanos, poco más de la mitad, votaron a favor. Esto ha puesto de manifiesto que la renovada alianza con los europeos no implica un alineamiento automático con estos en situaciones de crisis.
Por otro lado, la necesidad de asegurar el flujo de gas natural de Argelia o de petróleo del Golfo de Guinea, ahora que el abastecimiento de Rusia está en peligro, sugiere que en el futuro inmediato las relaciones entre europeos y africanos se basarán en las mismas lógicas que hasta el momento. Por último, tampoco se les ha escapado a muchos la contradicción entre la política de brazos abiertos hacia los refugiados ucranianos y la actitud mucho más cicatera recibida por los africanos.
La actual crisis internacional puede constituir una ocasión para reconfigurar las relaciones entre Europa y África sobre otras bases. Pero existe el riesgo de seguir reforzando las dinámicas de apartheid global en las que la protección de las libertades políticas y los derechos sociales se circunscribe a los estados europeos a costa de ponerlos en riesgo en otros lugares.
Los dilemas que enfrentan los gobiernos europeos, necesitados con urgencia de recursos naturales en competición con otros consumidores mundiales, son complejos. Pero la comprensión y el reconocimiento de las profundas implicaciones que tienen sus políticas para otras poblaciones deberían ser un componente fundamental de esa renovada alianza con África.
Por: Alicia Campos Serrano
Profesora Titular de Estudios Africanos y Antropología de las Relaciones Internacionales, Universidad Autónoma de Madrid
Artículo publicado originalmente en The Conversation
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