Es fácil desestimar la relevancia de lo que está haciendo Rodrigo Duterte. Después de todo, el presidente de Filipinas, con sus insultos ridículos y sus comentarios descabellados, parece más el loco del pueblo que el primer mandatario de la nación. Y es que parece una bufonada que se haya comparado con Hitler, al sugerir que mataría drogadictos como el Führer alemán mató judíos, y que hubiera invitado a Estados Unidos, su principal aliado internacional, a “irse al infierno”.En realidad los insultos de Duterte no son nada nuevo. En septiembre llamó “hijo de puta” al presidente Barack Obama días antes de una cita con el mandatario norteamericano, (quien la canceló) el mismo calificativo que usó contra el papa Francisco por el simple hecho de complicar el tráfico en Manila con su visita el año pasado. Con Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, fue más generoso: lo tildó de “diablo”, de “estúpida” a su organización, y amenazó con salirse de la misma.“Es que ese es su estilo”, lo defiende el presidente del Senado, Aquino Pimentel, quien como la mayoría de los filipinos ha aprendido a ser indiferente a sus arrebatos. Por extraño que parezca, lo eligieron precisamente por sus comentarios salidos de tono. “Su modo franco y directo es lo que necesitamos, no unas palabras adornadas. Necesitamos resultados”, decía Clarita Carlos, analista política de la Universidad de Filipinas, a The Philippine Star el 29 de junio, un día antes de la posesión de Duterte en el palacio de Malacañang.La muestra perfecta de la extraña aceptación del presidente llegó cuando, en plena campaña política, Duterte se burló de la violación de una misionera australiana. “Qué desperdicio, era tan bonita”, dijo el entonces alcalde de Davao. “Yo debí haber ido primero”, dijo, y la gente estalló en risas. La gente se acostumbró a su humor negro y lo toma a la ligera, como expresó un artículo del medio digital filipino Politiko: “El atrevimiento de sus frases memorables, dadas en un estilo frío, son tan refrescantes que no puedes evitar reírte y esperar que no esté hablando en serio”.Sin embargo, el presidente habla tan en serio, que algunos comienzan a considerarlo un criminal. Cuando asumió el cargo, declaró ue ordenaría a la Policía matar a todos los narcotraficantes. Y en solo tres meses, más de 3.000 personas han caído a manos de la Policía o de escuadrones de la muerte. No es más que la continuación de la doctrina que aplicó en Davao donde, según declaró Edgar Matobato, un antiguo asesino a sueldo, el exalcalde pagó personalmente por asesinar a los criminales y hasta fusiló a algunos.A pesar de eso, la aprobación del ‘Castigador’, como lo llaman en su tierra, sigue siendo de un 76 por ciento según la encuesta que realizó Social Weather Stations en septiembre, un fenómeno difícil de explicar. Para la mayoría de sus compatriotas, Duterte representa todo lo contrario de la clase política corrupta y allegada a Estados Unidos. Mientras tanto, la clase alta está contenta con un presidente que admitió no entender nada de economía y nombró unos asesores experimentados que se encargan del tema y acogen las peticiones de las empresas. Además, la política contra las drogas goza de una alta popularidad en la cultura política filipina desde hace décadas.Por estas razones muchos han comparado al presidente filipino con Donald Trump. Ambos hicieron sus campañas en una plataforma ajena a la política tradicional enfocada en el odio, la indignación y la falta de respeto por los protocolos normales. Además, como le sucedió al candidato republicano, hay una tendencia a no tomarlos muy en serio, a subestimar la importancia de sus actos y, guardadas proporciones, eso ha probado ser una mezcla catastrófica en Filipinas. Más allá de los asesinatos, los insultos y las bromas pesadas, quizás lo más peligroso de Duterte es que su pueblo se haya acostumbrado sus declaraciones incendiarias y a su política genocida.