La palabra “cumbre” debería ser tomada más en serio cuando se habla del evento que tendrá lugar este fin de semana en Panamá. Porque significa que se van a encontrar las autoridades de más alto nivel: los presidentes, que son la cumbre del poder. La perogrullada tiene relevancia porque con frecuencia se hacen pronósticos sobre lo que va a ocurrir que no tienen que ver con la verdadera naturaleza del encuentro, sino con reuniones –del llano y no de la cumbre- que se convocan para el mismo momento y se hacen en forma paralela. Tienen encuentros, por ejemplo, un grupo de expresidentes que quiere promover la democracia en Venezuela; otro de empresarios que buscan mejores condiciones para los negocios; una más, “social”, en la que se pide hasta lo imposible; y así: académicos, periodistas, esposas de presos políticos, delegaciones de congresistas, organizaciones de todo tipo… actores relevantes, con intereses legítimos y con argumentos que se deberían escuchar con atención pero que, sin embargo, no tendrán el control –ni el poder- en Panamá porque en una cumbre, por definición, mandan los presidentes. Si se quiere prever con realismo qué puede pasar en Panamá, hay que pensar en las visiones de los mandatarios y no en las otras. Por eso, por ejemplo, la situación de los derechos humanos, de presos políticos, de limitaciones a la libertad de expresión y de creciente autoritarismo en Venezuela (o en Nicaragua, Bolivia, Ecuador) no será un punto importante de la cumbre. Habrá ruido, sí: declaraciones –por fuera del recinto- a los medios, protestas, manifestaciones. Hasta se podrían generar disturbios. Pero los cuestionamientos entre colegas no son de buen recibo. Es casi seguro que ningún tema de política interna será tratado –la agenda oficial versa sobre “Prosperidad con equidad: el desafío de cooperación en las Américas”- y que ni siquiera llegarán a la mesa asuntos contenciosos que forman parte de agendas bilaterales entre parejas de países que han sufrido tensiones en las últimas semanas. El anfitrión, Panamá, hará todo lo posible por conseguir aliados que ayuden a evitar los conflictos, controlar la reunión y mantener el debate, en lo posible, en los temas trascendentales –pero exentos de grandes riesgos- que las cancillerías vienen trabajando desde hace meses. El grupo de mandatarios latinoamericanos del momento –los dueños de la cumbre- es muy diferente al que gobernaba a comienzos de los años 90, cuando –bajo el liderazgo de Bill Clinton- se llevó a cabo la primera reunión, en Miami. Difieren en cuanto a la concepción sobre la conveniencia de la intervención colectiva para asegurar que los Estados miembros cumplan parámetros sobre democracia, elecciones, libertad de expresión y derechos humanos. En el 2015, y en los últimos diez años, estos temas no unen sino que dividen. Hoy es más popular el discurso contra la intervención que el de la cooperación en favor de la democracia. En la calle, no. En la mesa oficial, sí. No es una coincidencia que la participación del presidente Raúl Castro y su posible encuentro con Barack Obama –después de la normalización de relaciones entre Cuba y Estados Unidos- se pueda convertir en el plato fuerte del encuentro. Lo será, al menos, desde el punto de vista mediático –porque las negociaciones de fondo entre Washington y La Habana están en otra mesa-, pero no hay que olvidar que la ausencia de Fidel Castro en Cartagena, hace tres años en la VI Cumbre, impidió el diálogo, motivó la ausencia de Ecuador y Nicaragua y aceleró el retiro, antes de lo que indicaba el protocolo, de Cristina Kirchner. El cambio de política de Washington hacia Cuba fue bien recibido en la región y será aplaudido en Panamá, pero no garantiza el consenso sobre otros temas. A diferencia de la reunión de Miami en 1994 –en el contexto de la euforia por el fin de la guerra fría- al continente lo caracteriza la división sobre temas esenciales. No se debería esperar la aprobación de una gran declaración: tampoco la hubo hace tres años. Por mucho, algunos mandatos para la OEA y para otros organismos del sistema interamericano. Y en la cumbre, por supuesto, está Barack Obama. Será su tercera y su última presencia en este tipo de eventos. Fue muy bienvenido cuando llegó a Trinidad y Tobago hace seis años -en el 2009- cuando planteó entonces “una nueva relación” entre iguales, y una “alianza”. Después, a Cartagena, llegó con las manos vacías en los tres asuntos que más le interesan a la región: inmigración, drogas y Cuba. Ahora llega a Panamá, a una despedida anticipada, con avances parciales en los tres campos pero con medidas contra funcionarios chavistas que –por justificarse legalmente con la declaración de que Venezuela es una amenaza para la seguridad nacional estadounidense- en la mesa en la que se sientan los presidentes de la cumbre (en la calle es diferente) se ve como uno de esos casos en los que se borra con el codo lo hecho con la mano. Obama, en todo caso, con ese balance tratará de consolidar su legado como un presidente de Estados Unidos que cambió su visión sobre el continente. ¿Cómo se recodará la VII Cumbre? Hagan sus apuestas. Pero si se produce el apretón de manos entre Obama y Castro, es difícil que haya otra noticia que se recuerde más que esa imagen histórica.