“Este es un anuncio para todas las cucarachas que nos escuchan. Ruanda les pertenece a los que la defienden de verdad y ustedes no son ruandeses. Todos se han levantado para combatirlas: nuestros militares, la juventud, los viejos e incluso las mujeres. No tienen escapatoria”. Esas eran las palabras que emitía el 19 de junio de 1994 desde su búnker en Kigali la emisora Radio Télévision Libre des Mille Collines (RTLM). Las “cucarachas” eran los tutsi, una de las etnias de ese país centroafricano, y quienes se habían “levantado para combatirlas” eran los hutus radicales que emprendieron su exterminio, en venganza por la muerte del presidente, el hutu Juvenal Habyarimana.
En un territorio similar en extensión y en población al de Cundinamarca, en apenas 100 días centenares de milicianos embriagados de odio, miedo y sangre persiguieron y asesinaron con machetes, garrotes y armas de fuego a cerca de un millón de sus compatriotas, sin importar su edad, su sexo o su grado de indefensión: solo que en su documento de identidad apareciera la etnia ‘equivocada’. Con ese pretexto segaron la vida de uno de cada siete ruandeses y destrozaron la de muchos más. Tres meses después del inicio de las masacres, la guerrilla tutsi del Frente Patriótico Ruandés (FPR) tomó el poder y formó un gobierno que detuvo el genocidio, bajo el mando, paradójicamente, de Pasteur Bizimungu, un hutu moderado que desde el inicio se desmarcó de la matanza. En principio, sin embargo, muchos identificaron como el verdadero poder en la sombra a su vicepresidente, Paul Kagame, un líder militar del FPR que en 2000 asumió la Presidencia tras la renuncia de Bizimungu. Desde entonces, sus políticas han marcado los espectaculares avances de su país en materia económica y social, pero también sus fracasos y estancamientos, lo mismo que el lamentable regreso de algunos fantasmas del pasado. Una estrella ascendente El primer logro de la Ruanda de Kagame es haber detenido las amenazas extremas que pesaban sobre la vida de de sus compatriotas, y no solo en términos de violencia homicida mortal. Según cifras de la FAO y del Banco Mundial (BM) desde que asumió el gobierno la esperanza de vida al nacer aumentó de 28 a 60 años, la desnutrición bajó del 47 al 29 por ciento y la tasa de pobreza, del 60 al 45 por ciento. A su vez, dos de cada tres miembros de la Asamblea Nacional son mujeres –un avance espectacular en términos de igualdad de género–, se ha garantizado la educación hasta el último año de bachillerato y existe un sistema universal, aunque precario, de seguridad social. En el ámbito macroeconómico los resultados son asimismo admirables. La inflación se ha mantenido controlada por debajo del 6 por ciento, el PIB nacional ha crecido por encima del 7 por ciento –lo cual es incluso más impresionante en un país esencialmente agrícola y sin salida al mar– y sus niveles de corrupción son bajos, pues ocupa el puesto 49 (de 177 países) en el índice de Transparencia Internacional, por encima de Colombia (puesto 94) e incluso de miembros de la Unión Europea como Grecia o Italia. Aunque en una cuestión tan compleja como la reconciliación los éxitos solo se pueden evaluar a largo plazo, el gobierno de Kigali ha cumplido con el desafío de lograr que las víctimas y los victimarios compartan el mismo país sin regresar a la violencia. El recurso a las cortes de Justicia tradicional llamadas gacaca permitió descongestionar las atestadas prisiones ruandesas, que al comienzo de la primera década del siglo alcanzaron a albergar 120.000 acusados de genocidio. “Pese a las múltiples críticas que han formulado las ONG internacionales, estos tribunales han permitido que se libere la palabra en el ámbito local y han sido una etapa esencial en el objetivo de la reconciliación”, le dijo a SEMANA Étienne Smith, autor del libro África: historias y desafíos y profesor del Instituto de Estudios Políticos de París. Un PRI a la africana A pesar de esos registros, la experiencia ruandesa no está exenta de lunares notables. Tras llegar a la Presidencia en 2000, Kagame organizó tres años más tarde un referendo constitucional aprobado por una abrumadora mayoría de votantes, quienes ese año lo eligieron presidente de la III República ruandesa, y lo volvieron a hacer en 2010. Si bien la Carta política permite la reelección, dicha reforma permitió al gobierno concentrar los poderes y reprimir tanto a la disidencia como a los medios de comunicación. Según explica Smith, para la oposición política exterior al régimen (básicamente los hutus victimarios) “la reconciliación oficial no condujo a una apertura en el ámbito político sino a una monopolización del poder por parte del FPR, e incluso a la satisfacción de un deseo de venganza”. En junio de 2000, por ejemplo, más tardó el expresidente Bizimungu en organizar un nuevo partido que el gobierno en encarcelarlo y privarlo de sus derechos como antiguo jefe de Estado, culpándolo de ‘divisionista’, un cargo particularmente grave ya que señala la promoción del odio racial entre los hutus y los tutsis. La ONG Human Rights Watch recoge en su informe Ruanda: Represión Sin Fronteras un repertorio de notables opositores y críticos del gobierno que han sido amenazados, desaparecidos o asesinados, señalando explícitamente que “el gobierno dominado por el RPF no tolera la oposición, las objeciones o las críticas”. A su vez, la vaguedad con la que se definen las leyes de ‘ideología genocida’ y el ‘divisionismo’ “se ha usado para criminalizar el disenso legítimo y las críticas al gobierno”, según el Informe Anual de Amnistía Internacional sobre Ruanda de 2013. La prensa no ha sido ajena a esa dinámica, pues desde 2010 varios periodistas han ido a la cárcel y el editor del diario Umuvugizi fue asesinado. En su Índice de Libertad de Prensa, la ONG Reporteros Sin Fronteras ubicó consecuentemente a Ruanda en la posición 162 –entre 180 países–, por debajo de lugares donde los ataques a los medios de comunicación son ampliamente conocidos, como Rusia, Iraq o Egipto. Las lecciones de Ruanda El caso ruandés representa una de las páginas más lamentables del siglo XX, con niveles de horror solo comparables con los infligidos por los nazis en Alemania o de los jemeres rojos en Camboya. Al sufrimiento que vivieron sus víctimas y al enorme número de ciudadanos que oficiaron de victimarios se sumó en el país africano la dificultad de reconstruir un grupo humano cuyo contrato social estaba hecho añicos. ¿Qué enseñanzas se pueden sacar de esa experiencia? El coordinador de Naciones Unidas en Colombia, Fabrizio Hochschild, le dijo a SEMANA que –teniendo en cuenta esas especificidades del caso ruandés– las dos décadas de posconflicto en ese país le pueden dejar cuatro lecciones preliminares al proceso que vive actualmente el país. La primera es el uso de las palabras para describir al adversario. Las armas, explica Hochschild, son apenas un vehículo de la muerte, pero su principal combustible son el odio, la violencia y la insensibilización. “Entre las palabras que deshumanizan y el acto de matar hay un paso muy pequeño”. La segunda lección es el desempeño económico de Ruanda en los últimos años. “En Colombia”, dijo, “se subestima los grandes beneficios en términos de crecimiento y de reducción de la equidad que puede traer el fin del conflicto”. La tercera apunta a que justamente por la magnitud de los hechos –por tratarse de un “fracaso y una quiebra morales”– el genocidio de 1994 puso de manifiesto que hay conflictos que le competen a toda la especie humana. Cuando se trata de graves violaciones de los derechos humanos, el argumento según el cual cada país debe resolver sus problemas no tiene hoy la misma vigencia ni aceptación que hace 30 años. Por último, a pesar de haber pasado por una situación de extremo dolor y desesperanza, en Ruanda se han venido reconociendo y aceptando los hechos mediante mecanismos eficaces en el ámbito local –como las cortes gacaca– que se sumaron a los tribunales internacionales y que, no obstante sus imperfecciones, permitieron cimentar las bases para la construcción de un nuevo modelo mental.