Járkov se ha convertido en una obsesión para Vladimir Putin. La ciudad ha sido atacada por Rusia 76 veces con misiles, bombas guiadas y drones con explosivos. Hasta allá llegó la periodista Salud Hernández-Mora. Pero no encontró desolación y miedo, sino todo lo contrario: la más admirable de las resistencias.
En un reportaje en video, Hernández-Mora muestra de primera mano lo que se vive en esa ciudad de Ucrania, situada apenas a 30 kilómetros de la frontera con Rusia. Es la segunda más importante del país. “El Ejército de Putin la ha bombardeado de manera inclemente desde hace dos años”, relata la periodista. En esa ciudad señorial, llena de parques preciosos y universidades de antaño, es cotidiano que se escuchen las alarmas que avisan que viene un ataque y también se ven los estragos de esas explosiones en casi cualquier lugar.
Sin embargo, cuenta que después de recorrerla de lado a lado, la conclusión es abrumadora y dan ganas de gritarle a Putin: “Muérete de la ira, de la frustración”, a los ucranianos no los va a someter como él pretende”.
“Lo que verdaderamente estalla en Járkov es la vida. Ucrania tiene una capacidad admirable de resistir la invasión rusa”, asegura.
Narra, por ejemplo, cómo Putin arrasó con un centro comercial. Las imágenes son impactantes. Apenas quedan escombros. El ataque fue un sábado, cuando había decenas de familias comprando. 19 personas murieron. Muchas más quedaron heridas.
Gregory Shcherban corrió al lugar para ayudar a las víctimas. Intentó sacar adelante a quienes más pudo. Luego, otra bomba destruyó el edificio donde vivía. Del ataque salió ileso, pues había salido minutos antes. “Todos los días pagamos mucho por nuestra victoria, por nuestra independencia. Muchos de nuestros amigos han muerto en la guerra”, dice.
El cementerio de la ciudad estremece. Está lleno de flores y de imágenes de jóvenes que han perdido la vida por defender a Ucrania. También impacta un enorme monumento lleno de peluches, en honor a los niños que han perdido la vida en esa agresión. “Las bombas son como una lotería que nadie piensa que le caerá, pero cae”, cuenta Hernández-Mora.
La ciudad tenía un millón y medio de personas antes de que comenzara la guerra. Más de la mitad huyó, pero ha comenzado a regresar. “Sentí que debía regresar. Es algo que no puedo explicar. Estoy bien porque puedo servirle a la gente”, cuenta Iryna Cheana, una joven que se refugió meses en España, a la periodista.
Los niños y adolescentes quisieran vivir como si la guerra no existiera. Pero colegios y universidades han optado por dar clases virtuales. El Palacio de la Ópera también hizo algo sin antecedentes. Cerró su sala principal y ahora utiliza una más pequeña en el sótano.
“La libertad es como una droga. Una vez la pruebas, nunca puedes renunciar a ella”, explica Natalia Kurdiukova, otra joven ucraniana en el reportaje.
“Los ucranianos se resisten a que los sometan. Van a luchar hasta el final para defender a su país y su libertad”, concluye Hernández-Mora.
La periodista envió un reportaje escrito para la pasada edición de la revista SEMANA. Léalo completo:
Salud Hernández-Mora recorrió la ciudad que Putin se quiere tomar en Ucrania. La ha atacado 76 veces
Es hora pico y decenas de ciudadanos, la mayoría mujeres, suben los escalones del metro de la estación Universidad, en el corazón de Járkov, mientras suena la sirena que advierte de un posible bombardeo. Ninguno hace el menor amago de devolverse para refugiarse en el subterráneo. Todos ignoran el sonido, como si no fuese con ellos. Están tan acostumbrados a escuchar las señales de alarma varias veces al día que ya no surte efecto. Pareciera una lotería que todos confían en que no les toque.
La segunda urbe de Ucrania, de cerca de 2 millones de habitantes, se encuentra a tan solo 30 kilómetros de la frontera rusa y ha sufrido la furia de Vladímir Putin desde el comienzo de la invasión. La fustigó con tal sevicia que más de la mitad de su población huyó hacia el oeste del país, fronterizo con la pacífica Polonia, y al exterior. Vivían aterrorizados por la intensa lluvia de bombas y misiles, además de los avances terrestres de las tropas del antiguo espía soviético.
Pero casi todos han retornado, según su alcalde, Igor Terejov, y la ciudad de preciosos parques y edificios señoriales, famosa en esta región del mundo por sus universidades, da muestras de una aparente normalidad.
“Volví porque es mi hogar, llevo a Járkov en el corazón, aquí está mi vida y aquí puedo ser útil”, me dice Iryna Chesna, madre de dos hijas, de 11 y 9 años. Residió varios meses en España, pero sentía que debía regresar y ayudar a su país desde su labor en una importante imprenta. Al tomar la decisión asumió los riesgos que entrañaba, aunque no sospechaba que la guerra tocaría tan pronto a su puerta.
Putin, con un cinismo insultante, advirtió en mayo que sus tropas tomarían Járkov a fin de establecer una suerte de corredor fronterizo que salvaguardara a su nación de las agresiones ucranianas.
Para demostrar que iba en serio, Rusia atacó el mes pasado 76 veces la ciudad con misiles, bombas guiadas y drones con explosivos. Derruyeron o dañaron más de 100 escuelas, tres centrales eléctricas y numerosas edificaciones civiles tales como un concurrido centro comercial, un sábado por la mañana, asesinando a 19 civiles, o la imprenta donde trabaja Iryna, una de las principales del país, que exportaba a Italia, Francia y Luxemburgo, entre otras naciones.
Le arrojaron tres bombas y dos dieron en el blanco. Mataron a siete operarios, cinco mujeres entre ellos, además de decenas de heridos y destrozos colosales. Aunque perdieron buena parte de la maquinaria, siguen operando a medio gas, con lo que quedó en pie. Entretanto, buscan recursos para reconstruir lo afectado.
Cuando observo entre la montaña de hierros retorcidos innumerables páginas de cuentos infantiles que estaban a punto de imprimir, pregunto a Iryna por sus hijas. “Toman clases virtuales, el colegio está cerrado y ellas quieren hacer sus vidas normales, ver a sus compañeros, ir al parque. No piensan en la guerra”. Teme salir con ellas a la calle, pero no le queda más remedio que tragarse el miedo. “Una bomba, un misil, es impredecible dónde puede caer. Comprendo que son niñas que necesitan salir, por eso las dejo ir con sus amigas”.
Y a ella le gustaría ir al teatro alguna vez. “Los actores ya no actúan en la sala de la Ópera, sino en el sótano”, explica. De los 900 asientos del clásico escenario, debieron pasar a un lugar minúsculo y adaptar la programación al nuevo espacio, con obras como Suicidio y soledad, de la autora local Neda Nezhdana.
Antes de la invasión, Járkov presumía de ser un centro de intelectuales y de estudiantes extranjeros atraídos por su calidad educativa, oferta cultural y buen ambiente para la juventud. Ahora, al igual que los colegiales, los universitarios estudian desde sus casas y los foráneos se fueron de Ucrania en cuanto estalló la guerra y los rusos intentaran conquistar Járkov.
Pero los jóvenes nativos se resisten a llevar una vida monacal, se rebelan contra las restricciones y van a bares, parques, cafeterías y pubs como si los bombarderos rusos no existieran.
Che Champagne, un elegante bar a escasos metros del imponente edificio de la Gobernación, cerrado por el bombazo de marzo de 2022, es uno de los lugares más concurridos desde mediodía y hasta el toque de queda nocturno.
“Libre Ucrania”, grita una rubia atractiva, con una amplia sonrisa, vaso de vino blanco en la mano, cuando le pido una foto. “¿Dónde están los hombres?”, pregunta riendo. En otra mesa, un grupo de soldados aprovecha el día libre para comer y tomarse un trago. De aspecto relajado, solo visten camiseta y pantalón camuflado, y no llevan armas a la vista.
La presencia de militares y policías por las calles es mínima y nunca con fusil, chaleco antibalas ni casco, salvo en los retenes de las salidas de la ciudad.
“Ni antes de la guerra había mucha policía. En Járkov nunca ha sido un problema la delincuencia, si vemos un ladrón, la gente lo persigue”, señala Artem, un ucraniano treintañero. “En ese aspecto es una ciudad muy tranquila”.
Y, en la actualidad, el verdadero peligro llega por aire y en el momento más inesperado. Olha Sokolenko, la administradora del lujoso Kharkiv Palace Hotel, preparaba el 30 de diciembre la fiesta de fin de año cuando un misil impactó el piso 11 y arrasó con parte de las instalaciones. Pero confía en abrir de nuevo las puertas, aunque demorará un tiempo recobrar el turismo, la actividad industrial y empresarial al ritmo de antes, así como las visitas extranjeras.
A unos minutos del hotel, en el imponente e impecable parque Shevchenko, frente a Che Champagne, hay decenas de peluches a los pies de un bonito monumento dedicado a los niños. “Los mataron los rusos”, dice una placa.
Por eso, aunque intenten hacer como que el conflicto ya no existiera, es imposible ignorarlo y no solo por esos signos, las constantes alertas aéreas y las bombas. El domingo una destruyó una casa de una zona residencial modesta. Cuando llegué, los equipos de rescate ya habían evacuado a los afectados y un grupo de vecinos ayudaban a recoger escombros con los rostros abatidos por el hastío. No entienden que sean objetivo de los rusos.
También los cruentos combates que libran los dos ejércitos en los caseríos más cercanos a la frontera, a solo unos 15 kilómetros de Járkov, recuerdan que el conflicto bélico está muy lejos de acabarse. Son frecuentes las evacuaciones de lugareños que ven cómo sus hogares son arrasados por la artillería enemiga.
“Al principio, en febrero de 2022, teníamos esperanza de que Ucrania vencería y que la guerra duraría pocos meses. Y ahora somos realistas y somos conscientes de que puede durar años”, me dice Natalia Kurdiukova, natural de Járkov. “Pero seguimos soñando con la victoria, con un futuro mejor. Estamos seguros de que vamos a ganar”.