Sobrecoge el grado de destrucción de la que era una tranquila población de 13.000 habitantes a orillas del río Dniéper, a 50 kilómetros de Kiev. En la calle principal de Borodianka, se suceden los edificios en ruinas y otros ennegrecidos por el fuego, que impregnan el aire de olor a quemado. Y hay uno, situado frente a la plaza, que preside la estatua del gran poeta ucraniano Tarás Shevchenko, que ha desaparecido. No resistió los ataques y se vino abajo por completo. Los bomberos y rescatistas, ayudados por excavadoras, siguen buscando supervivientes y cadáveres entre montañas de escombros. Se estima que sean decenas o cientos los fallecidos.

“Sigo sin entender que los aviones rusos lanzaran sus bombas contra nuestras casas, aquí no había un solo soldado, solo algún que otro policía como en toda localidad, pero no eran cuarteles, nunca podrían ser un objetivo militar, solo vivíamos familias y había muchos niños”, exclama Serguéi, que ronda los 50. Compró su apartamento, ahora destrozado, cuando salió de Chernóbil, en 1986.

Ha vuelto, venciendo el sentimiento de dolor y rabia por los vecinos que murieron, para recoger lo que pueda aprovechar. Explica que cuatro de ellos, de los 26 fallecidos que lleva contabilizados hasta el momento, perdieron la vida al no poder salir del sótano donde se refugiaron. No sabe si los escombros los sepultaron vivos o si los mató algo pesado que les cayó encima. Al tratarse de construcciones modestas, no cuentan con búnkeres resistentes, solo espacios bajo tierra que no ofrecen garantías.

A escasas cuadras, me detengo a hablar con una mujer de unos 70 años y rostro bonachón, que se protege la cabeza del frío con un gorro rosa de lana. Recuerda que, al poco tiempo de la invasión, un día contó hasta 48 tanques rusos circulando por la calle que pasa bajo su ventana. En ese momento, Ielena no podía prever que su pueblo padecería una ocupación brutal, inhumana.

Con la salida de tropas de las ciudades de Ucrania, muchas atrocidades cometidas por el ejército ruso han salido a la luz.

Y cuando rememora el sonido estremecedor de los bombazos, se echa a llorar. Ahora vive sola porque, al poco del arribo de las tropas de Vladimir Putin, mandó a sus dos nietos adolescentes a casa de unos parientes en Polonia para ponerlos a salvo. Los acogió cuando su hija se suicidó hace un año, y al rememorar su pérdida, tampoco puede contener las lágrimas.

Pero enseguida vuelve a la guerra y al horror que ha sufrido Borodianka, la localidad que Volodímir Zelenski anticipó que podría resultar aún más afectada que Bucha, por la cantidad de muertos que hallarán bajo los escombros y las posibles fosas comunes de civiles asesinados por los rusos desde el 24 de febrero. Solo abandonaron la localidad el domingo 3 de abril, al decidir el Kremlin reagrupar sus tropas en el este y sur del país.

“Ha sido espantoso, bombas todo el tiempo. Y estamos sin agua ni luz”, detalla la mujer, que se santigua a cada momento y se siente afortunada porque los bombardeos que alcanzaron los edificios cercanos no tocaron el suyo.

El alcalde, Georgiy Yerko, también acusa a los rusos de disparar a sus paisanos indiscriminadamente con rifles, cañones y francotiradores. “Abrieron fuego contra civiles desarmados”, denuncia. También les reprocha que no los dejaran rescatar sobrevivientes en las casas derribadas y que tan solo en contadas ocasiones, y por un corto espacio de tiempo, les permitieran abrir corredores humanitarios para evacuar a mujeres y niños.

En Borodianka, las tropas rusas arrasaron con conjuntos residenciales y asesinaron civiles. A la derecha, un adolescente espera que pase el cortejo fúnebre de un soldado. Son cientos los campesinos que perdieron sus casas bajo el bombardeo ruso. 

Unos kilómetros más adelante, camino de Kiev, encuentro un caserío arrasado. Junto con la devastación, conmocionan los relatos de los que soportaron en Andriivka semanas de terror bajo la bota rusa, de personas sacadas de sus hogares a la fuerza y luego asesinadas, de vecinos escondidos durante días en huecos oscuros, ateridos de frío y sin nada caliente que llevarse a la boca.

Y hay detalles, que pude ver yo misma en Borodianka, que parecerían intrascendentes al lado de los asesinatos, pero que reflejan su grado de perversidad: los rusos defecaron en las almohadas, en el suelo de las habitaciones de los niños. “¿Por qué hacen eso, además de bombardearlo todo?”, preguntaba con ira uno de los vecinos.

Los episodios de barbarie que el mundo va descubriendo a medida que se retiran las tropas invasoras de algunos territorios se espera que los reproduzcan en el este de Ucrania. Por eso, las autoridades regionales de las áreas que Putin ha declarado como sus nuevos objetivos suplican a las mujeres que salgan con sus niños de la región, ahora que todavía están a tiempo, y se desplacen, bien hacia el oeste, donde la situación está tranquila, o al exterior del país.

Pero también en la huida deben vencer el miedo a la demencia rusa. En la guerra de Putin no hay tiempo para el luto, y tan solo 48 horas después de sufrir un ataque despiadado contra ciudadanos que pretendían abordar un tren en Kramatorsk, la misma estación donde quedaron tendidos en el piso 52 cadáveres, cuatro de ellos niños, volvía a ser punto de evacuación y desde entonces ha recibido crecientes flujos de refugiados de la parte oriental del Donbás, el próximo teatro de operaciones.

Con el fin de cambiar el rumbo de la guerra, el Kremlin designó al general Alexander Dvornikov, de 60 años y con fama de carnicero, para reorganizar un Ejército que no ha conseguido ninguno de sus objetivos clave. Se tuvo que replegar de Kiev, no derribó al Gobierno que tildaba de nazi ni asesinaron a Zelenski y a su familia, y más bien lo convirtieron en héroe nacional y mundial, toda una proeza en tiempos de generalizado descrédito político.

La destrucción en las ciudades ha sido masiva, y pasará mucho tiempo antes de que puedan recuperarse.

“Yo creo que el mundo ha sobreestimado el poderío bélico de Rusia”, me dice Ígor Vietrynskyi, investigador jefe del Instituto de Historia Mundial NAS de Ucrania. “Tiene 140 millones de habitantes; Ucrania, unos 45 millones. Nosotros tenemos 250.000 integrantes de las Fuerzas Armadas, además de Policía y Guardia Nacional, y unos 200.000 ucranianos que han tenido experiencia militar porque participaron en la guerra de ocho años del Donbás. Y ese número es aún mayor porque medio millón de hombres están preparados para luchar si los llaman”. Sin olvidar lo que reiteran por todos los rincones de Ucrania: tenemos la moral que a ellos les falta, no saben por lo que pelean y “les vamos a ganar”.

No solo ellos siguen convencidos de la victoria. En una plaza de Kiev o Kyiv, como quieren los ucranianos que renombremos su capital, encuentro a un entusiasta y fornido soldado estadounidense de Minneapolis. “No podía seguir viendo lo que estaba haciendo Rusia en Ucrania, los niños y las mujeres muertas, la destrucción, y no hacer nada. No me lo habría perdonado el resto de mi vida”, me dice, emocionado. Debió superar muchos filtros y pruebas para que lo aceptaran en el cuerpo de extranjeros, cuenta. Y agrega que, si bien no puede dar su nombre ni revelar su destino inmediato, admite que lo pueden enviar al temido este.

Lo mismo me dice en otro punto de la capital un joven músico ucraniano, que tocaba el corno francés en una orquesta y ahora viste el camuflado y muestra con orgullo el rifle que hace nada aprendió a usar. Y, al igual que el estadounidense, prefiere no desvelar su nombre. “Es un cambio total, de músico a soldado. Pero es por mi país y vamos a ganar la guerra. ¡Gloria a Ucrania!”.

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