Primero fueron unos pocos cientos. Luego algunos miles. El 22 de diciembre sorprendieron a Europa. Esa noche, unas 17.000 personas se reunieron en el centro de la ciudad de Dresde, al oriente de Alemania, donde marcharon bajo el eslogan del movimiento Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (Pegida, por su sigla en alemán). Según sus organizadores, se trataba de un simple ‘paseo’ de un grupo de ciudadanos que se reúne todos los lunes, y que en esa ocasión se había congregado para cantar villancicos en la víspera de Navidad. Pero la profusión de banderas alemanas, la amplia participación de hooligans y de conocidos grupos de extrema derecha, así como las apenas veladas alusiones racistas de algunas pancartas —“Alí Baba y los cuarenta narcos ¡Depórtenlos ya!”— hicieron sonar las alarmas de las autoridades locales y federales. La canciller, Angela Merkel, expresó su rechazo a las “campañas de difamación y calumnias contra los que vienen de otros países” y el presidente de la República, Joachim Gauck, se refirió a los manifestantes como “extremistas”. El obispo de la Iglesia de Sajonia, Jochen Bohl, fue por su parte enfático al deslindar a su institución de los objetivos de sus manifestantes y afirmó que “se están usando símbolos y tradiciones cristianas con propósitos políticos”. Esa afirmación coincide con el sentimiento de una buena parte de la sociedad alemana y de los medios de comunicación internacionales, que han llamado a los participantes ‘nazis de traje fino’ (pinstriped nazis) y han puesto en evidencia su relación con otros grupos de derecha radical, como el partido Alternativa para Alemania (AfD), que con un discurso eurófobo logró cuatro escaños en las pasadas elecciones al Parlamento Europeo. Lutz Bachmann, el organizador de Pegida, ha rechazado el mote de nazi y ha declarado que él y sus seguidores buscan “preservar su libertad de pensamiento y su estilo de vida libre y abierto para todas las personas que viven en Europa”. Y, con tal fin, proponen revisar a fondo la política de acogida a los desplazados de las guerras del mundo, que en 2014 permitió la entrada de 200.000 personas a la nación teutona, superando a Estados Unidos como el principal destino de los desplazados por las guerras del mundo. Pero lo cierto es que todo lo que huela a xenofobia en el país que cometió el Holocausto le pone los pelos de punta al resto del planeta. Y Pegida no ha sido la excepción. Sin embargo, el rechazo a la inmigración en general y a los refugiados musulmanes en particular no es exclusivo de la zona oriental de Alemania, y ni siquiera del continente europeo. Tan solo en diciembre, se registraron múltiples ataques contra instituciones y personas de confesión musulmana en una decena de países de Occidente. Algunos fueron particularmente ofensivos y simbólicos, como las esvásticas y eslóganes racistas —“¡Váyanse a los campos de concentración!”— que aparecieron en una mezquita en construcción en Dormagen, cerca de la frontera con Holanda, o las cabezas y tripas de cerdo que encontró frente a su templo un imam de Viena el día de Navidad. Otras agresiones han tenido, sin embargo, un corte criminal, pues en mezquitas de Reino Unido, Suecia y Holanda se produjeron incendios y destrozos físicos que las autoridades han atribuido a extremistas islamófobos. A su vez, grupos locales han atacado a individuos y centros musulmanes en Australia, donde los sentimientos antimusulmanes se dispararon tras la crisis del 16 de diciembre en Sídney, que dejó dos rehenes muertos. En Reino Unido, según informó la ONG Tackling Anti-Muslim Prejudice & Hate (Tell Mama, por su sigla en inglés), el número de musulmanas agredidas aumentó en un 10 por ciento desde mediados de 2013, y el de aquellas que usan velos y otras prendas para cubrirse el rostro se multiplicó por dos en los últimos 24 meses. Y en Francia, donde la crispación antimusulmana data de mucho antes de los atentados de 2001 y de las actuales guerras que se libran en Oriente Medio, un sondeo publicado en 2013 reveló que dos de tres encuestados pensaban que “hay demasiados extranjeros en su país”, más de la mitad dijo que los inmigrantes “no estaban haciendo lo suficiente por integrarse” y casi tres de cuatro consideran que el islam es intolerante e incompatible con la sociedad francesa. Consecuentemente, en 2014 el xenófobo Frente Nacional pasó a ser la primera fuerza política del país tras barrer a los partidos tradicionales en las elecciones al Parlamento Europeo. Y en el colmo de la ironía, su líder, Marine Le Pen, podría convertirse en la primera presidenta del país de los derechos humanos. Aunque el racismo, la intolerancia y el fanatismo han sido constantes en la historia de la humanidad, los hechos recientes muestran un cambio de tendencia en Europa y Australia. Como le dijo a SEMANA Imran Awan, director del Centro de Criminología aplicada de la Universidad de Birmingham, “Occidente se dirige hacia una forma de discriminación contra los musulmanes más profunda y generalizada, un fenómeno que se debe al crecimiento en diferentes países de la extrema derecha. Todo comienza con campañas contra la inmigración y cosas por el estilo que, sin embargo, se pueden tornar violentas y poner en la mira a todo un grupo social”. Islam vs. Isis Además de la sevicia y del maltrato psicológico a los que someten a las poblaciones que controlan, los terroristas de Isis son temidos en Occidente por haber expresado en varias ocasiones su deseo de expandir su influencia por los cinco continentes. También, por las amenazas que sus líderes y portavoces han proferido contra los occidentales en general. “Con el permiso de Alá vamos a emprender esta última y definitiva cruzada. Pronto, Estado Islámico (...) comenzará a matar a su gente en sus calles”, dijo el asesino del periodista James Foley, quien se convirtió en una de las 2.000 personas ejecutadas por ese grupo en la segunda mitad de 2014, según informó la semana pasada la ONG Observatorio Sirio para los Derechos Humanos. A lo cual hay que agregar que en las filas de aquel grupo terrorista militan miles de combatientes extranjeros, que podrían regresar a sus países y perpetuar allí la guerra santa que están librando en Siria e Irak. Esa serie de amenazas ha suscitado preocupaciones en el ciudadano de a pie, que se ha sentido concernido por una amenaza que se ha concretado en atentados terroristas como el del Museo Judío de Bruselas en mayo, el del Parlamento de Canadá en octubre o la toma de rehenes en Sídney en diciembre. Sin embargo, una cosa son los terroristas que se basan en la religión para hacer avanzar sus ideologías de odio y de destrucción, y otra las personas que practican ese credo. En el pasado, extremistas cristianos, judíos e incluso budistas instrumentalizaron sus propias religiones para cometer crímenes repugnantes en nombre de la pureza, entre los cuales se destaca la Inquisición, que sirvió para ejecutar en tierras americanas uno de los mayores genocidios de la historia. Como le dijo a esta revista Nathan Lean, autor de libro The Islamophobia Industry, “los extremistas de la ultraderecha han sacado provecho del ‘enemigo del día’, Isis, y lo han utilizado para congregar a los nacionalistas y extremistas contras los musulmanes y el islam. No cabe duda de que todo el mundo debe sentirse concernido por la amenaza terrorista que ese grupo representa. Pero esa preocupación, e incluso el comprensible miedo que ese grupo puede producir, no debe llevar a discursos o acciones indiscriminados e irresponsables que pongan en la picota a las comunidades musulmanas en su conjunto”. Si bien Occidente sufrió en la década pasada atentados de gran magnitud como los de las Torres Gemelas, la estación de Atocha en Madrid o los atentados de 2005 en Londres, es necesario tener en cuenta que las principales víctimas del terrorismo de corte religioso son de lejos los mismos musulmanes. Y al equiparar el islam con el islamismo radical se pueden confundir a los victimarios con las víctimas, que además de perderlo todo tienen que afrontar el odio que surge de la incomprensión.