Cuando cierra los ojos, a Vitaly Zivotovski se le aparecen prisioneros con bolsas blancas en la cabeza como los que llevaron a su casa las tropas rusas a punta de pistola y con las manos atadas.
Su casa en la ciudad de Bucha, ahora sinónimo de las atrocidades de las cuales Ucrania acusa a las fuerzas rusas que ocuparon la región en marzo, se convirtió en base de algunos soldados de Moscú y en una prisión infernal para él, su hija y su vecina, cuyo marido fue asesinado.
“Temblábamos no por el frío, sino por el miedo, porque podíamos escuchar lo que los rusos hacían a los prisioneros”, explica Zivotovski delante de su casa ahora calcinada. “No teníamos esperanza”, admite.
La ciudad al noroeste de Kiev captó la atención internacional por el hallazgo de al menos 20 cadáveres con ropas de civiles en un tramo de la calle Yablunska (manzano, en ucraniano).
Para los lugareños que lo presenciaron y sobrevivieron, el recuerdo los perseguirá para siempre.
“¿Qué puedes sentir? Solo horror”, afirma Viktor Shatilo, de 60 años, que documentó con fotografías la violencia desde la ventana de su garaje. “Es una pesadilla, simplemente una pesadilla”, agrega.
Antes de que las tropas rusas capturaran Bucha, apenas días después del inicio de la invasión, esta era una ciudad pequeña pero en constante expansión en la periferia de Kiev. Luego se convirtió en un trofeo clave camino a la capital.
Apenas comenzada la guerra, un vehículo blindado ruso irrumpió en el jardín de Zivotovski el 27 de febrero y empezó a disparar contra un bloque de apartamentos vecinos, provocando un incendio en las plantas superiores.
Pero no fue hasta una semana después que las tropas tomaron control de su casa y encerraron en el sótano a él y a su hija Natalia de 20 años, advirtiéndoles que los matarían si intentaban salir sin su permiso.
“Que salga o lanzo una granada”
Los soldados comían, dormían y gestionaban un hospital de campaña y un centro de operaciones en la casa construida por la familia de Zivotovski, a apenas un minuto a pie de la calle Yablunska.
Su único objetivo era salvar su vida y la de su hija, por lo que el hombre de 50 años se dirigía en ruso a los soldados y les hablaba de su familia y su fe en Dios para humanizarse.
No pasó mucho tiempo hasta que vio a los soldados conduciendo a un detenido encapuchado a su casa, una escena que escuchó o vio en al menos otras siete ocasiones, todas ellas seguidas por interrogatorios, palizas y gritos.
Las huellas de la ocupación están en todos los rincones de su casa destruida: paquetes de racionamiento rusos, un manual para combatir camuflado y un bate de madera con la palabra “MORAL” garabateada a mano en ruso.
A la mitad de su calvario, el trauma de los Zivotovski se cruzó con el de su vecina del otro lado de la calle, Liudmila Kizilova.
Las tropas rusas asesinaron a tiros a su marido el 4 de marzo y la mujer de 67 años se quedó sola en su casa, explica a la agencia AFP. Entonces, permaneció varios días en el sótano de sus vecinos después de que Vitaly pidiera a los rusos que le garantizaran cruzar la calle de forma segura, todavía aturdida por el asesinato que escuchó cometer.
Sucedió cuando su marido, Valery Kizilov, salió del sótano donde se habían refugiado. La mujer escuchó disparos, después silencio, y después la orden: “Si hay alguien más ahí abajo, que salga o lanzo una granada”, recuerda la viuda.
Buscando a su marido
Ella salió, pero las tropas rusas se negaron a explicarle qué había pasado con su marido y la mandaron de vuelta al sótano con instrucciones estrictas de permanecer allí, aunque eso era imposible mientras no supiera qué había pasado con su esposo.
Kizilova esperó hasta que cayó la noche, se arrastró por su casa con una linterna hasta localizar el cuerpo de su marido. “Estaba tumbado allí, con un disparo a la cabeza, había mucha sangre. Pero lo encontré”, explica.
Soldados rusos enterraron el cuerpo en el jardín el 9 de marzo. Al terminar, sirvieron algo de whisky que habían sacado de su casa en un vaso y se lo ofrecieron, pero ella no aceptó. Al día siguiente, la mujer pudo huir hacia una nueva vida sin su marido. “No sé si me recuperaré sin él, todo empieza ahora de cero”, confiesa. “Si fuera joven, todavía habría esperanza de reconstruir algo”, añade.
Zivotovski y su hija escaparon ese mismo día, después de mentir a los soldados diciéndoles que iban a visitar la casa de un familiar pero que volverían.
Cuando el hombre subió del sótano para conseguir la autorización, se encontró una escena escabrosa en su cocina: tres prisioneros arrodillados, con bolsas en la cabeza y maniatados a la espalda.
“Vivos solo por casualidad”
Cuando permitió a AFP visitar su casa, gravemente dañada por un incendio que se tuvo que haber encendido tras su marcha, había una mancha que parecía sangre seca en el mismo lugar del suelo donde vio a los presos arrodillados.
Por alguna razón, las tropas rusas les permitieron a él y a su hija irse junto con la promesa de que volverían y la amenaza de hacer estallar la casa si no cumplían con su palabra.
“Que Dios prohíba a cualquiera pasar por algo así”, dice Zivotovski. “Estamos vivos solo por casualidad”. Para muchos supervivientes como ellos en Ucrania, el trauma de la guerra se manifestará para cada uno a su manera y no siempre inmediatamente.
“Alguna gente ya tiene síndrome de estrés postraumático y algunos todavía están en la fase en que lo sentirán después”, dice Aliona Krivuliak, coordinadora en la rama ucraniana de La Strada, una organización de derechos de las mujeres.
“Pero cada uno de nosotros estará traumatizado por la guerra a su manera”, añade. Aun así, para Shatilo, el vecino de la calle Yablunska que documentó la violencia, recordar lo ocurrido puede que sea lo más importante. Arriesgó su vida para tomar fotografías para que “los hijos y los nietos puedan ver qué pasaba, que no lo sepan por la televisión, sino por la vida real”.
“Pero muchos ya lo han visto y creo que lo recordarán por cientos de años”, concluye Shatilo.
*Con información de AFP. Artículo original de Joshua Melvin.
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