De cuando en cuando salta a la palestra la noticia de un terremoto devastador que afecta una región del planeta provocando muchas víctimas, heridos, e infinidad de edificaciones destruidas. Siempre que ocurre, la prensa aborda el tema con celeridad. Periódicos, cadenas de televisión, radio y plataformas digitales nos inundan con un tsunami informativo que va de lo menos a lo más contrastado científicamente, pero que hace especial hincapié en la desgracia y las imágenes más impactantes de la destrucción provocada.
Como cualquier ola, incluidas las de un tsunami, la atención informativa retrocede en tres o cuatro días. Y entonces, el “terremoto devastador” queda aletargado en las estanterías de las redacciones de los informativos, esperando su próximo despertar en otra parte del mundo.
La peligrosidad sísmica no cambia
Recientemente hemos tenido varios terremotos con magnitud por encima de 6,5 Mw (magnitud momento), por ejemplo en Indonesia (2004), L’Aquila (2009), Haití (2010), Chile (2010), Japón (2011), Ecuador (2016), Amatrice (2017) y Nepal (2018), algunos incluso por encima de 8,5 Mw. La atención mediática sobre estos grandes eventos sísmicos se ha multiplicado exponencialmente. De hecho, el terremoto-tsunami de Japón de 2011 (9,2 Mw) fue prácticamente televisado en directo.
No obstante, la peligrosidad sísmica presente y futura de las zonas afectadas es la misma todo el tiempo, cuando sale en los medios y cuando no. Los que estudiamos los terremotos nos dedicamos, precisamente, a establecer los márgenes de probabilidad de que suceda un terremoto de determinado tamaño. Para ello, nos basamos en la historia sísmica de una zona, ya que a día de hoy la predicción sísmica continúa siendo una auténtica quimera.
Esta vez, la zona castigada ha sido el límite entre Turquía y Siria. Desde la madrugada del 6 de febrero de 2023 se ha visto sometida a una auténtica tormenta sísmica, con un enjambre de más de 500 terremotos alineados en dirección noreste-suroeste a lo largo de una línea de algo más de 180 kilómetros, que va desde la costa mediterránea hacia el interior de Turquía.
Dentro de este enjambre sísmico sobresalen, de momento, dos sismos de magnitud 7,9 Mw y 7,5 Mw. Estos son los que han causado la mayor destrucción. Las últimas informaciones hablan, por el momento, de alrededor de 11.000 víctimas, miles de edificaciones destruidas y al menos 20 poblaciones seriamente afectadas con daños de intensidad mayor o igual a grado VIII. Sí, no es un error: ahora hablamos de intensidad (y no de magnitud, Mw), un parámetro de tamaño que se cuantifica con números romanos.
No es lo mismo intensidad que magnitud
La magnitud se mide en escalas como la de Richter (ML) o la del momento sísmico (Mw), escalas logarítmicas basadas en la máxima amplitud de las ondas sísmicas registradas en los sismogramas. Son escalas cuantitativas que se refieren a la energía liberada por un terremoto. Cada salto unitario en estas escalas equivale a un desplazamiento del suelo 10 veces mayor, y a una liberación de energía unas 33 veces mayor.
Así, por ejemplo, un inocente incremento en una de estas magnitudes (ML o Mw) de 5 a 7 implica que el suelo se mueve con una amplitud cien veces mayor y la energía que se libera es aproximadamente mil veces mayor. Esto explica por qué los grandes terremotos son mucho más devastadores que los pequeños: esa diferencia de energía es la que hace el daño.
Claro que los datos instrumentales aportados por los sismógrafos no están disponibles para terremotos anteriores al siglo XX, y en muchos países incluso hasta mediados o finales de ese siglo. Por eso, para los terremotos históricos, el único parámetro que permite calcular su tamaño es la intensidad, una escala que mide la fuerza con la que se siente un terremoto en una determinada localidad.
La intensidad es una estimación semicuantitativa del poder destructivo de un terremoto basada en sus efectos sobre las personas, las edificaciones y el terreno o la naturaleza. Por ello, esta condicionado por los estándares y calidad de las construcciones: un gran terremoto no azota de la misma manera a Japón que a Haití o Irán. Para evitar ambigüedades, desde mediados del siglo XIX se elaboraron escalas de intensidades que a día de hoy se dividen en doce grados (I-XII). La del geofísico italiano Mercalli fue una de las primeras, y en ella se basan prácticamente la mayoría de las escalas macrosísmicas actuales.
Como dato curioso, hay que indicar que Mercalli fue parte de la Misión Científica Internacional que acudió al estudio del terremoto de Arenas del Rey (Granada) del 25 de diciembre de 1884. Este es el último terremoto fuerte (6,9 Mw) que se ha producido en el interior de la península Ibérica, destruyendo casi por completo cinco localidades (tres de ellas tuvieron que ser reedificadas en otro lugar) y causando 899 víctimas mortales, además de 1.500 heridos. Por eso se le asigna una intensidad máxima de X.
En suma, para terremotos recientes medimos el tamaño de un sismo con la magnitud (medida instrumental) y la intensidad (basada en los daños). Es esta última la que está ligada a la aceleración del terreno y es la que se utiliza para diseñar los mapas de peligrosidad sísmica en países desarrollados.
Una magnitud pero varias intensidades
Un terremoto debería tener un único valor de magnitud, pero puede sentirse con distinta intensidad (fuerza) en diferentes localidades según el tipo de suelo, construcciones, etc. Lo normal es que la intensidad disminuya a medida que nos alejamos del foco sísmico, aunque complejos efectos de amplificación geológica o topográfica pueden dar intensidades importantes incluso en zonas alejadas cientos de kilómetros del epicentro.
En cuanto a la magnitud, se trata de una escala sin límite matemático, aunque la Tierra tiene un límite físico relacionado con la composición y tamaño de la misma: 10.6 Mw.
El terremoto más grande registrado instrumentalmente es el de Chile de 1960, 9.5 Mw. Sin embargo, diferentes relaciones empíricas indican que el impacto meteorítico que acabó con los dinosaurios hace 65 Ma liberó una energía equivalente a un megaterremoto de magnitud superior a 10, causando un desastre sísmico, volcánico, atmosférico y climático y un gigantesco tsunami de escala global. Un 12.1 Mw equivaldría a la ruptura del planeta por la mitad y no quedaría nadie para registrarlo, por lo que ni siquiera sería noticia.
Aclaradas las diferencias entre magnitud e intensidad, esperemos que cuando se produzca el próximo “terremoto devastador” todos seamos capaces de diferenciar entre su magnitud (energía) y su intensidad (daños).
Por:
Pablo Gabriel Silva Barroso
Catedrático de universidad, Universidad de Salamanca
María Puy Ayarza Arribas
Catedrática de universidad, Departamento de Geología, Universidad de Salamanca
Artículo publicado originalmente en The Conversation