Venezuela no ha dejado de estar en la mira de Donald Trump. La cada vez más preocupante pandemia del coronavirus y la inminente caída de su economía no han impedido que el Gobierno estadounidense siga la crisis del país vecino con obsesión y cálculos electorales.
Una cosa está clara: que el presidente de Estados Unidos quiere llegar a la campaña reeleccionista con la carta de presentación, ante el electorado latino, de haber tumbado o por lo menos arrinconado a Maduro. Para lograr esto, en materia jurídica ha mordido y en materia militar ha ladrado. El Departamento de Justicia estadounidense presentó una acusación formal de tráfico de drogas contra el presidente Nicolás Maduro y contra la cúpula militar y la del Gobierno. En la misma declaración le puso precio a la cabeza del mandatario: 15 millones de dólares por información que conduzca a su detención.
En Washington, el secretario de Estado, Mike Pompeo, presentó un plan para Venezuela en el que tanto Maduro como Guaidó se harían a un lado durante la etapa de transición. Se dejaría el Consejo de Estado como único órgano ejecutivo durante un periodo de un año y se convocaría luego a elecciones. La propuesta tiene una combinación de arrogancia y contradicciones. Cuando le preguntaron a Pompeo si Guaidó podría participar en la contienda presidencial, su respuesta fue: “Definitely ¡yes!”. Y cuando le preguntaron por Maduro, sus palabras fueron: “Ese hombre nunca volverá a gobernar Venezuela”.
Sin embargo, Elliott Abrams, el hombre de Trump para América Latina, aclaró que Maduro puede ser parte del consejo de transición e incluso presentarse a las elecciones, y que Washington respetaría el resultado si gana, desde que las elecciones fueran limpias. A esto le agrega que, si bien están dispuestos a levantar las sanciones económicas contra Venezuela si Maduro deja la presidencia, en ningún caso se suspendería el indictment de narcotráfico contra él. Como era de esperarse, la reacción del mandatario venezolano fue de indignación. Ridiculizó el esquema propuesto por el secretario de Estado y enfatizó que las decisiones que tenían que ver con su país se toman en Caracas y no en Washington. A la ofensiva jurídica se le sumó la sacada de dientes. Desde la Casa Blanca, el presidente Trump anunció el despliegue en el Caribe de buques de guerra, aviones y fuerzas especiales para intensificar la política de persecución al narcotráfico. Esa sacada de pecho, obviamente, no era para disminuir el envío de cocaína, sino para notificarle a Maduro que le están respirando en la nuca. No es probable que Trump pueda sacar a Maduro en el corto plazo. Las movidas del magnate serían una estrategia más electoral que militar. Esa amenaza de garrote vino acompañada de la propuesta de un diálogo nacional con la oposición con miras a buscar posibles acuerdos sobre cómo facilitar una transición política. En otros frentes también hubo movimientos. La Fiscalía –que como todas las instituciones está bajo el control del oficialismo– citó a Guaidó para que responda por acusaciones sobre la organización de un golpe de Estado. ¿Qué tan significativos son estos cambios? ¿Hasta qué punto las movidas de los últimos días son más de lo mismo? ¿Hay algo novedoso en el planteamiento de Pompeo como para que Maduro –con el evidente desprecio que siente frente a Trump y frente a todo lo que venga del imperio– adopte una actitud constructiva y se ponga fin a este enfrentamiento entre Caracas y Washington? Las posibilidades son muy pocas. El indictment de Maduro, como jefe del Cartel de los Soles, hace imposible su participación política en cualquier fórmula presentada por el Tío Sam. Con la espada de Damocles de una acusación por narcotráfico, como la que tuvo Noriega en Panamá, las únicas alternativas que le quedan al presidente venezolano son atornillarse a la brava al Palacio de Miraflores, morir en el intento como Salvador Allende en Chile o 30 años de cárcel en Estados Unidos.
Es torpe del Gobierno de Trump no haberle dejado una salida aceptable a Maduro. El mandatario venezolano no es un santo, ha incurrido en múltiples violaciones de los derechos humanos y seguramente es corrupto, pero poner su foto en un cartel de película de Hollywood con la palabra “se busca” y una recompensa de 15 millones de dólares, como si fuera Pablo Escobar, tiene un efecto más teatral que efectivo. Todo el mundo sabe dónde vive, y las recompensas se ofrecen por los prófugos y no por los presidentes en ejercicio. Este tratamiento de vaquero del viejo Oeste que está aplicando Trump se parece al de George W. Bush cuando se inventó las armas de destrucción masiva para invadir Irak y capturar a Sadam Huseín. Pero invadir Venezuela y capturar a Maduro es mucho más difícil. Para comenzar, tiene implicaciones geopolíticas de peso. Las potencias que lo apoyan –Rusia y China–, y con quien el vecino país tiene deudas billonarias enormes, no van a dejar que se pierda esa plata así como así. Además, habría un baño de sangre para el que el mundo no está preparado, y menos en medio de la crisis del coronavirus.
Por lo anterior, no se ven a corto plazo muchas posibilidades de que Trump pueda sacar a Maduro. Eso hace pensar que las movidas de la última semana son una estrategia más electoral que militar. Como la prosperidad económica era la bandera de Trump para reelegirse y se le vino abajo, necesita enarbolar otras. La de Venezuela le sirve para conquistar un electorado esquivo y clave que es el de Florida. Sin los delegados de este estado, es prácticamente imposible que vuelva a la Casa Blanca. Como ese voto latino se identifica con la causa venezolana, la sacada de dientes tiene lógica.
Queda por ver si el discurso del gran garrote le producirá a Trump los resultados esperados. Hasta ahora, sus actitudes no convencionales le han funcionado. Todo lo que la comunidad internacional considera barbaridades, su electorado de base en la América profunda lo considera acertado. Los asesores de la Casa Blanca han llegado a la conclusión de que la estrategia que mejores resultados ha dado hasta ahora es la de “Let Trump, be Trump”. En otras palabras, dejar correr a este caballo desbocado que ha desafiado todas las reglas del juego tradicional y que hasta ahora siempre ha ganado.