Desde el final de las guerras napoleónicas se ha ido denominando el enfermo de Europa a diferentes potencias. El Imperio otomano inauguró el uso de este epíteto pero le han ido siguiendo otros hasta la actualidad. Reino Unido, Irlanda, España, Portugal o la Rusia postsoviética han sido algunos de los enfermos de Europa desde entonces.
En el siglo XIX el enfermo por antonomasia fue el Imperio otomano. Aunque incapaz de mantener el control sobre todos los territorios bajo su soberanía, era visto, a su vez, como el tapón necesario para frenar el expansionismo ruso desde las costas del mar Negro hacia el Mediterráneo. De ahí el apoyo brindado por Francia, Reino Unido y Cerdeña al sultán Abdülmecit I durante el conflicto de Crimea (1853-1856) entre los imperios otomano y ruso.
Rusia aspiraba a tener una salida al mar Mediterráneo para comunicar sus puertos del mar Negro, pues su flota debía pasar por los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, bajo control otomano. Esto hacía la comunicación entre Rusia y el Mediterráneo prácticamente imposible en caso de conflicto entre los imperios.
La Turquía moderna y el control de los estrechos
Después de la I Guerra Mundial y hasta 1936 esta zona quedó bajo soberanía británica. El enfermo Imperio otomano desapareció después de la guerra y su sucesora, la república turca fundada por Mustafá Kemal Atatürk, fue desprovista del control sobre los estrechos que controlaban el acceso al mar Negro desde el Egeo.
En 1936, a las puertas del segundo conflicto mundial y como resultado de la Convención de Montreux (Suiza), Reino Unido le transfirió la soberanía sobre esos territorios a la Turquía moderna.
El acuerdo fue producto de una ardua negociación a varias bandas entre Australia, Bulgaria, Francia, Grecia, Japón, Rumania, la URSS, el III Reich, Reino Unido y Yugoslavia. Quedaron al margen de las conversaciones EE UU, de acuerdo con su aislacionismo de entreguerras, y la Italia fascista, aún doliente por no haber conseguido hacer valer sus pretensiones territoriales sobre la península de Anatolia. El III Reich se negó a firmar el acuerdo final mientras que Japón mostró grandes reservas. Los bandos de la inminente guerra estaban ya configurándose.
La convención de Montreux pretendió garantizar el tránsito por los estrechos de las flotas militares y mercantes de todos los Estados ribereños del mar Negro y estableció algunas limitaciones importantes para el paso por los estrechos de los buques de guerra de Estados no ribereños.
Con la firma de 1936, Turquía quedó en posición de hacer valer sus intereses en caso de un hipotético conflicto dentro del mar Negro. Este tratado no ha sido sustituido desde entonces.
No a los buques de guerra
Dentro de las dinámicas que ha puesto en marcha la invasión rusa a Ucrania iniciada el 24 de febrero de 2022, el Gobierno de Reino Unido ha planteado en las últimas semanas la posibilidad de enviar uno de sus dos nuevos portaaviones junto con su grupo de combate hacia el mar Negro. Dentro de la nueva estrategia para un Reino Unido global en el escenario pos-Brexit, la nostalgia imperial británica le ha jugado una mala pasada al primer ministro. Esa propuesta no es posible.
La convención de Montreux impide por varios motivos que un Estado no ribereño pueda desplazar una fuerza de tareas de ese tipo más allá de los estrechos turcos. Además, hay dos miembros de la Otan entre los Estados ribereños: Rumanía y Turquía. La presencia naval de la Alianza Atlántica en el mar Negro debe estar capitaneada por ellos, si es que existe una posición común y unánime al respecto.
Ankara ha constatado que existe un estado de guerra de facto entre Rusia y Ucrania. Por tanto, ha hecho valer la convención de Montreux y su posición geopolítica como llave del tránsito entre el mar Negro y el Mediterráneo, por supuesto de acuerdo con sus propios intereses.
Aplicando lo estipulado en 1936, ha tomado la decisión de cerrar el paso de sus estrechos a cualquier barco de guerra extranjero. Esto dificultará una posible escalada de la situación. Los barcos de la Otan desplegados en el mar Negro deben abandonarlo en un plazo máximo de veintiún días desde que entraron en él y no podrán volver hasta que Turquía lo permita.
Rusia busca una vía hacia el Mediterráneo
Por su parte, Rusia no podrá reforzar desde el Báltico su flota en el mar Negro, aunque podrá mover algunas de sus unidades desde el Caspio a través del canal Volga-Don. Por otra parte, su base naval de Tartús (Siria) también queda aislada de los puertos del mar Negro. La conexión entre el conflicto sirio y el conflicto ucraniano tenderá a ser mayor durante las próximas semanas. Parece confirmarse que Rusia va a promover la participación de sirios en el conflicto ucraniano como fuerza de choque.
Esto evitará el coste político de reclutas rusos muertos o heridos, pero también aumentará la brutalidad de los combates en Ucrania y extenderá a este teatro algunas de las terribles formas de lucha ensayadas en la guerra siria.
Una decisión geoestratégica
Con su decisión, Turquía ha defendido sus intereses inmediatos en el conflicto, evitando que ante sus costas se concentren buques de la Otan y rusos con el consabido riesgo de escalada, pero también ha dificultado algunas formas de presión que podrían haber tomado sus aliados.
Las relaciones de Rusia con Turquía a lo largo de la última década no han sido fáciles ni han estado exentas de tensiones, pero actualmente ambos actores se necesitan aunque sus intereses choquen en algunos escenarios. A fin de cuentas, los drones turcos que utilizan las fuerzas ucranianas intentan ser derribados por los mismos sistemas antiaéreos rusos que Ankara compró a Moscú.
El área de influencia rusa se extiende más allá del este de Europa, y en la zona del mar Negro, el Cáucaso y Oriente Medio se encuentra con otro actor regional de primer orden. Turquía hoy no puede ser considerado el enfermo de Europa.
Por Luis Velasco
Profesor de Historia Contemporánea - Universidad de Vigo, coordinador del programa de máster en Seguridad, Paz y Conflictos Internacionales de la Universidad de Santiago de Compostela y el Instituto Español de Estudios Estratégicos, Universidade de Vigo.
Artículo publicado originalmente en The Conversation.