Lo único que buscaba el doctor Michael Gottlieb era un paciente que le sirviera de ejemplo. Una mañana, en enero de 1981, el profesor del Centro Médico de la Universidad de California, UCLA, le pidió a uno de los practicantes en el área de inmunología buscar a una persona para visitar con sus estudiantes como parte de su entrenamiento.
El joven lo dirigió hasta la cama de un enfermo al que simplemente describió como “interesante”. Se llamaba Michael, un hombre de 31 años, homosexual, cuyos exámenes indicaban daño a su sistema inmunológico. La mejor descripción que encontró Gottlieb es que parecía un paciente de cáncer recién salido de quimioterapia. Sin embargo, “el problema es que no tenía cáncer, no había sido sometido a quimio y días antes era un hombre sano”.
Su diagnóstico se convirtió para Gottlieb en una obsesión, quien recuerda con dolor una frase de Michael mientras lo examinaba: “El doctor cree que hay algo muy malo con esta reina”. El médico pensó, “sí hay algo muy malo, y va a golpear a la comunidad gay más que a ninguna otra”. Ya dimensionaba el grado de la tragedia debido a una misteriosa llamada. Joel Weisman, un doctor con una práctica dedicada a tratar a hombres homosexuales en Los Ángeles, lo buscaba para contarle sobre dos pacientes con síntomas que, esperaba, el experto en inmunología pudiera descifrar. Sus dolencias parecían de cáncer, sin serlo; las glándulas de su sistema inmunológico estaban inflamadas y tenían manchas tipo herpes por todo el cuerpo.
Weisman recordaba que, en su cita con Gottlieb, coincidieron en que estaban ante una nueva enfermedad, como el momento en que vio la punta de iceberg de una epidemia que se llevó inclusive a su pareja sentimental. El día que el doctor Gottlieb llamó a Wayne X. Shandera, un funcionario del Centro de Control de Enfermedades, este acababa de recibir un reporte de una persona con síntomas similares a aquellos por los que el médico indagaba. Estaba en el hospital de Santa Mónica y se le había diagnosticado con un tipo de neumonía, aunque los especialistas sabían que era algo más. “Sentí escalofrío”, recuerda Gottlieb, “con muy pocos datos, fue muy fácil encontrar otro caso”.
Días más tarde apareció el quinto paciente en su despacho, y eso bastó para que supiera lo que tenía que hacer. Gottlieb fue al apartamento de Sherman, y junto con Weisman redactaron el primer reporte para el Centro de Control de Enfermedades sobre la existencia de una dolencia que describían como una rara neumonía (Pneumocystis carinii) en hombres homosexuales. Fue así como el 5 de junio de 1981 se dio a conocer al mundo sobre un misterioso mal que hoy se denomina VIH/sida. Cuarenta años más tarde ha cobrado 34,7 millones de vidas y, actualmente, hay 37,6 millones de personas infectadas.
El año pasado fallecieron en el mundo 690.000 enfermos por esta afección, y si bien aún no existe una cura, sí están disponibles tratamientos para poder vivir con la enfermedad. De acuerdo con la revista médica The Lancet, el sida se propaga hoy por injusticia, inequidad e ignorancia.
Setenta y seis países criminalizan las relaciones homosexuales, lo cual impide enseñar sobre prevención, y a las naciones más pobres no llega información, medicina, condones ni agujas, pues los consumidores de droga forman parte de las poblaciones vulnerables. Elizabeth Taylor, actriz, activista contra el sida y amiga de Gottlieb, lo dijo bien: “Es suficientemente doloroso que la gente muera por sida, pero nadie tiene que morir por ignorancia”.