“Hace poco publicaron que había tratado de suicidarme, que estaba traumatizadísima”, dijo la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, en una entrevista a principios de julio con el diario Folha de São Paulo, cuando le preguntaron por las dificultades por las que atraviesa su gobierno. “No voy a caer. No, no”, insistió la mandataria, algo enflaquecida y ojerosa, mientras trataba de borrar con una sonrisa la amargura de sus respuestas. En efecto, la mujer más poderosa de la región tiene por qué preocuparse. Según una encuesta divulgada el martes, su popularidad es de apenas el 7 por ciento y el rechazo a su gestión supera el 70 por ciento. De hecho, la gigantesca crisis por la que atraviesa su país se ha concentrado en su figura y hoy la mandataria es el punto focal del descontento social, político y económico del gigante de América Latina. Y en su caída, Rousseff no está sola. Con contadas excepciones, la popularidad de los mandatarios latinoamericanos ha sufrido fuertes descalabros en los últimos 12 meses. Con menos del 25 por ciento de aprobación se encuentran los presidentes de Perú, Ollanta Humala (19 por ciento); de Costa Rica, Luis Guillermo Solís (20 por ciento); y de Paraguay, Horacio Cartes (22 por ciento). A su vez, por debajo del 33 por ciento están Nicolás Maduro de Venezuela (26 por ciento); Juan Manuel Santos de Colombia (28 por ciento); Michelle Bachelet de Chile (29 por ciento); y Otto Pérez de Guatemala (30 por ciento). Y a ellos se suman los líderes de Argentina y México, Cristina Fernández y Enrique Peña Nieto, ambos con menos del 51 por ciento de aprobación. Según la consultora mexicana Mitofsky, que publica mensualmente informes sobre la popularidad de los mandatarios americanos, julio de 2015 ha sido el mes con el peor promedio en 12 años, ya que a escala continental solo el 42 por ciento de los ciudadanos apoya a sus mandatarios. Y aunque la propia Mitofsky advierte que se trata de encuestas con metodologías distintas, la tendencia es incontrovertible. Por un lado, esos mandatarios tienen un nivel de aprobación inferior al de julio de 2014, cuando apenas un puñado tenía menos de 40 puntos de aprobación. Por el otro, esos malos resultados son aun más llamativos si se los compara con los de sus antecesores. De hecho, a mediados de 2005, el expresidente Álvaro Uribe tenía un 80 por ciento de favorabilidad; el argentino Néstor Kirchner, el 77 por ciento; el venezolano Hugo Chávez, el 71,8 por ciento; el brasileño Lula da Silva, el 60 por ciento; el chileno Ricardo Lagos, el 60 por ciento; y el mexicano Vicente Fox, el 55 por ciento. “Es la economía...” Aunque factores locales explican que en unos casos las caídas sean más marcadas que en otros, lo cierto es que la desaceleración económica por la que atraviesa el continente ha dejado su huella a diestra y siniestra. Las cifras son elocuentes. Si de 2003 a 2012 la región vivió un crecimiento promedio del 5 por ciento según el Banco Mundial (BM), a partir de 2010 entró en una etapa de desaceleración. Y el futuro no pinta mejor, pues el Fondo Monetario Internacional (FMI) prevé que este año América Latina solo crecerá un 0,9 por ciento, y advierte que Brasil, Argentina y Venezuela entrarán en recesión. Y a ese panorama se suman los pronósticos pesimistas de muchos economistas, que consideran que durante el próximo lustro la región crecerá a un ritmo del 2 por ciento. Ese mal momento económico se debe a una mezcla de factores que comienzan por la desaceleración de la economía de China, que descolgó los precios de muchas materias primas, claves para las economías latinoamericanas. En particular, del petróleo, que a finales de 2014 perdió casi la mitad de su valor. Comparado con los precios de 2005, cuando el crudo superó los 130 dólares por barril, el valor actual de 45 dólares significa un gran revés para los gobiernos cuyo presupuesto depende de ese recurso, como Venezuela, Brasil y en menor medida Colombia. A su vez, la mala coyuntura ha hecho que la gente del común sea menos tolerante con los manejos irresponsables de los dineros públicos. Como le dijo a SEMANA José del Tronco Paganelli, profesor universitario y uno de los autores del libro Voces latinoamericanas sobre gobernabilidad democrática, “la corrupción, de por sí intolerable, es inaguantable cuando la economía no crece, el desempleo se estanca y la confianza en el paso de la economía declina”. Y en efecto, muchos gobernantes atraviesan por escándalos de corrupción que los tocan de cerca, y que incluyen conflictos de interés, malversación de fondos y tráfico de influencias. El caso más notorio es el de Brasil, donde el caso Petrobras y el ajuste fiscal al que Rousseff sometió su gobierno explican su bajísima popularidad, a pesar de que en octubre del año pasado logró que casi 55 millones de compatriotas votaran por reelegirla. A su vez, el énfasis que tuvo la exportación de materias primas afectó negativamente los niveles de productividad de sectores, como el manufacturero, que perdió competitividad, en particular en los artículos con un alto valor agregado destinados a los mercados extranjeros. Por su parte, el boom de los últimos años tampoco se aprovechó para mejorar la educación ni para fomentar la innovación tecnológica, no obstante desde hace décadas sea claro que esos son graves cuellos de botella para el desarrollo. Y pese a la insistencia en la integración regional –que llevó al nacimiento de organismos como Mercosur o la Alianza del Pacífico– lo cierto es que en comparación con otros países emergentes, en particular de Asia del Sudeste, América Latina sigue siendo un continente muy proteccionista. Todo lo cual constituye una traba de marca mayor para sus países, que –con pocas excepciones– tienen mercados nacionales muy pequeños, que por separado son incapaces de competir en los mercados internacionales. Sin embargo, sería incorrecto afirmar que la región malgastó la bonanza. Con excepción de Venezuela, que ha sufrido un dramático retroceso, la región registró mejorías de marca mayor. Como le dijo a esta revista Adrián Bonilla, secretario general de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), “la caída de la miseria, la casi erradicación del hambre, la reducción de la pobreza, el aumento del empleo, el control del endeudamiento y cierto mejoramiento de los índices de equidad son resultados importantes, que no se habían visto desde hace 50 años”. En efecto, el BM ha comenzado a catalogar a la mayoría de los países de la región como economías de ingresos medio-altos. Paradójicamente, muchas de esas mejoras podrían haber agudizado el desencanto de los ciudadanos con el gobierno. De hecho, tras una historia de desesperanza, el surgimiento de una clase media bien informada y con ganas de seguir prosperando ha aumentado la presión por mantener y mejorar el nivel de vida alcanzado. Pero se trata de un logro que aún no está consolidado, que además es muy frágil y potencialmente volátil a mediano y largo plazo. Toda una novedad para un continente en el que el descontento social se concentraba en las clases bajas.