Es común el vínculo entre música y cosmos, que pareció nacer con el hombre y con su mirada al cielo. Ya lo decía Hermes Trismegisto en La Tabla de Esmeralda: “lo que está abajo es como lo que está arriba; y lo que está arriba es como lo que está abajo, para realizar los milagros de lo único”. Esta es la doctrina de las correspondencias. Y según ella cada ser posee y refleja en su estructura y simbolismo las capas y estratos que están por encima y por debajo de él. Así se observa desde la antigüedad que nuestra armonía musical refleja la armonía cósmica, siendo la música uno de los pilares del pensamiento científico y humanístico. Si la idea fraguada ya provenía de Oriente, el primer pensador de Occidente en reconocer tales “armonías de las esferas”, como números que se tornaban audibles, fue Pitágoras. Con el fin de calcular el movimiento de estrellas y planetas, los antiguos astrónomos combinaron criterios musicales y matemáticos. Es decir, en procura de expresar la disposición, las distancias, órbitas y períodos de los siete planetas caldeos o visibles, usaron la analogía con los sonidos y los intervalos de las escalas musicales; a través del estudio de la acústica, los pitagóricos observaron que los intervalos de octava, cuarta, quinta, etc., correspondían a relaciones simples entre los números naturales (2:1, 3:2, 4.3), y confirmaron que el número era el fundamento de la realidad y el armonizador de los opuestos del “mundo natural”. Pero fue Platón quien recogió aquellas ideas y describió en el Timeo el modo en que el Demiurgo forjó el Alma del Mundo, al dividir la substancia primordial en intervalos armónicos —o espacios entre dos notas—. Por tal razón, los textos posteriores al Timeo parecen notas de pie de página o comentarios sobre su pasaje; parecen variaciones y ampliaciones, según las ideas y aportes de cada época. Y también es verdad que parecen textos fantásticos para algunos, a pesar de la comprobación, en el siglo XX, de las teorías de Kepler sobre las armonías planetarias, que se aplicaban asimismo a los planetas descubiertos tras la vida de su autor. Por eso, es necesario recordar brevemente ciertos autores del recorrido que va desde Platón hasta el siglo XX para este breve esbozo de las diferentes miradas a las correspondencias celestes en la historia del pensamiento científico y musical. Cicerón, Kepler, Newton, Haase Uno de los pasajes notables lo encontramos en el Sueño de Escipión, de Cicerón, cuyo comentario de Macrobio abarca con habilidad los puntos cardinales de la cosmovisión musical platónico pitagórica. Allí se afirma que cuanto más alejada fuese la órbita de un planeta, este produciría un sonido más agudo. En este orden de ideas, la tierra constituía el centro, y, por tanto, era considerada átona. Mas la opinión de Nicómaco de Gerasa era casi contraria: a mayores distancias correspondían gradualmente sonidos más graves; así, a Saturno se le atribuía el sonido más bajo. Andando los siglos, Kepler plantea la preservación de la armonía cósmica, gracias a la reorganización del sistema heliocéntrico. Calculó los tonos y alturas sobre la rotación de los planetas, lo mismo que sus cambios en las variaciones de sus órbitas elípticas, y llegó a hablar de algo semejante al “canto” planetario. O dicho de otro modo, si antes de Kepler se pensaba que cada planeta emitía un único sonido, él se percata de que cada sonido varía en un rango de alturas. Más allá del conocido dogma en su época, que compartían platónicos y aristotélicos, de que los cuerpos celestes se movían en círculos perfectos, su demostración de las órbitas elípticas revelaba una perfección superior del designio divino —como querían sus contemporáneos—, en virtud de una geometría gobernada por la armonía de la música. Un siglo más tarde, en los albores de la ilustración, para un hombre, Isaac Newton, el pitagorismo ocultaba un hecho: el heliocentrismo había sido conocido desde siempre, de modo que la teoría de la armonía de las esferas no era un mito romántico ni pintoresco, sino la clave de una cosmología científicamente más refinada. En sus Scholia, los comentarios de sus Principia Mathematica, conjetura que aquel conocimiento verdadero, que había sido expresado esotéricamente, se había perdido por malentendidos de las generaciones posteriores. Y ya en el siglo XIX Albert von Thymus propugnó la misma idea y aventuró la intuición de que el único elemento simbólico que unificaba la tradición popular y el saber antiguo pudo haber sido la serie armónica y su vínculo con las matemáticas. Luego será Rudolf Haase quien retome las teorías de Kepler y represente “la revolución del siglo XX en el pensamiento armónico, que compara las doctrinas tradicionales y la ciencia moderna”, como refiere Joscelyn Godwin en el libro la Armonía de las esferas. Otros autores casi contemporáneos como Mario Schneider remontaron el concepto hasta sus estratos prehistóricos y establecieron correspondencias entre los tonos y los gritos de los animales; o escribieron fascinantes páginas sobre el mito védico del universo primordial concebido como sonido puro, que precedió a la creación de la materia y la luz. Pero esta breve lista sería más que insuficiente para atisbar sus protagonistas, y menos aún para auscultar los matices de la armonía de las esferas en su larga singladura. Habrían faltado Rameau, Ficino, Robert Fludd, Azbel, entre tantos otros, por no hablar de cientos de páginas. Le puede interesar: “Cuando busco entendimiento, canto a Bach” El oficio musical: escalas y astros Conforme aparecían textos y autores a través de la historia, la práctica musical de compositores y músicos iba pareja o se adelantaba al predicamento de tales ideas. Pitágoras ya proponía tocar ciertas escalas y modos de acuerdo a la posición de los astros, en busca de sanar distintas dolencias —práctica que parece anticipar lo que conocemos hoy como musicoterapia—. Y si Platón y Aristóteles continuaron trazando cuestiones éticas sobre el modo en que las escalas e instrumentos influían en el ánimo y la moral del que escucha, San Agustín y Boecio incluyeron la música en las cuatro disciplinas antiguas, el llamado quadrivium: aritmética, geometría, música y astronomía. La proclamaron, además, el camino del conocimiento quintaesencial. De este manera, y mediante la comprensión y el control de los elementos musicales, el canto eclesiástico del medioevo adoptó las ideas de Boecio y utilizó el canto monódico (una melodía cantada por varias personas) para equilibrar y armonizar a los miembros de sus órdenes religiosas en su actividad contemplativa: varios individuos se tornaban uno solo, su comunidad, afirmando la unidad a través de su canto y su convivencia. De allí proviene el canto gregoriano. Sin embargo, semejante al movimiento planetario, donde cada cuerpo tiene una trayectoria y un sonido distintos, el canto monódico derivó en el uso de varias melodías simultáneas, esto es, a la polifonía. Y desde allí los creadores, con factores como la duración, el tempo y la técnica que entreteje varias voces —llamémosla ya contrapunto— se propusieron seguir el modelo cosmológico de la filosofía natural. Tal fue la evolución de la polifonía, que no solo se pensó en el modelo planetario, sino en modelos más cercanos: Guillaume Dufay, compositor francoflamenco, compuso un motete (Nuper rosarum flores), estrenado en 1436, donde los efectos acústicos y los valores de duración quisieron ser un doble de las relaciones arquitectónicas de la cúpula catedralicia de Florencia, la Santa Maria del Fiore. La sonoridad de la pieza estaría en concordancia con las dimensiones de esta obra de Brunelleschi. Y aquí no sobra resaltar la metáfora de la armonía de arriba hacia abajo, con el cuerpo humano de mediador, según Vitrubio: de las esferas y los cielos bajamos a las construcciones y los templos, la arquitectura, y el modelo es el hombre y sus proporciones. Compositores como Willaert, Gabrieli, Monteverdi o Merula obtuvieron notables obras por sus conocimientos acústico-espaciales en la misma estela de Dufay. Asimismo, poco más tarde, no será difícil asociar la novedad del sistema heliocéntrico al arribo del aria y la ópera, donde muchas veces una melodía prevalece sobre las otras, que la acompañan: el sol es el centro y los planetas giran a su alrededor. Además, si la armonía planetaria y sus números iban tan ligados al oficio musical, la teoría de la proporción áurea  fulguró en su prisma sonoro durante aquel Renacimiento. Y todo aquél humus donde concurrían música y ciencia desembocaría en uno de sus picos creativos: Juan Sebastián Bach. Otros compositores del siglo XX como Bartók y Stockhausen trasladaron la misma idea del número áureo. También Iannis Xenakis utilizó esta proporción en sus procedimientos algorítmicos y estocásticos. Por otro lado, y volviendo a un aspecto subyacente en la mayoría de autores e “iniciados”, el esotérico, el sistema de las correspondencias armónicas siempre rebasó la mera relación de tonos y planetas, y cual metáfora hubo de extenderse por ejemplo al mundo zodiacal, como hicieron Tolomeo y algunos otros. Y se infiltró en la cosmología cristiana, al hablar de los nueve órdenes angélicos, sobre los que escribieron Kircher y Anselmi. O en la cosmología de la Cábala judía, donde autores como Berardi explican el transcurso por el que nace el universo mediante las diez Sephirot. O, mirando hacia abajo, desde los cielos, otros autores han observado las armonías en la tierra: las ve Robert Fludd en el cuerpo humano; las ven los Hermanos de la Pureza en los cuatro temperamentos; las ve Censorino en su desarrollo del embrión o Toussenel en las pasiones del hombre. También las observa Jacques de Liège en las cuatro estaciones y los cuatro elementos. Así considerado, el hombre es mediador entre los cielos y la tierra, entre las estrellas y el cuerpo, y la “armonía de las esferas” puede parecernos una ficción, una quimera. Con algunos textos y pasajes es lícito ser incrédulos respecto a ciertas ideas y aspectos particulares o generales. Es indudable. No obstante, todo amante de la música puede ser inquisitivo, en rigor, aunque sabe intuitivamente que esta encarna una verdad, sea que inicie el camino con la imaginación y el oído, sea con el corazón y el intelecto. Porque en últimas, aquí radica el poder de la música: como el cosmos, como un signo vertical y horizontal en la escritura del mundo, sospechamos que el cuerpo y el alma están hechos a su medida. O eso sentimos, cuando la escuchamos, cuando la pensamos; cuando la hacemos. Eso deseamos. Le puede interesar: Corazones, barcas y oro: el ‘Lugar común’ de Pedro Ruiz