La noche del 8 de julio fue una noche para nunca olvidar. Quincy Jones subió al escenario del auditorio Stravinski ante 4.000 corazones agitados, para dirigir la big band de Pepe Lienhard, al son de Soul Bossa Nova, su éxito de 1962.Dos días después, uno de los imponentes salones estilo Belle-Epoque del hotel Montreux Palace se llena con la agitación de cámaras, reflectores y periodistas. Quincy Jones entra muy serio, vestido con un traje café gris claro, con una sutil cinta dorada bordada en las mangas tres cuartos y una camisa púrpura con pequeños arabescos blancos. Mientras esperan su turno, los periodistas revisan sus preguntas y tratan de averiguar qué tal es el señor Jones. Él hace la primera pregunta. Quiere saber de dónde son quienes vienen a entrevistarlo. Su voz es grave, profunda y melodiosa. Se establece entonces una charla amena; él sabe cómo romper el hielo.Todos los años regresa a este hotel y a esta ciudad que para él es como estar en casa. Ha dejado huella en el Festival de Jazz de Montreux. Más allá de su presencia, su trabajo como coproductor abrió una brecha para que géneros como el rap y el hip hop entraran en la programación desde principio de los años noventa.Este año vino como padrino de dos nuevos artistas: Jacob Collier y Jon Batiste. Sobre el escenario del auditorio Stravinski los presenta como si fueran perlas raras en el océano, tildándolos de genios. Siempre en busca de nuevos talentos, quien trabajó con grandes cantantes como Sarah Vaughn, Aretha Franklin o Marvin Gaye considera que Lalah Hathaway, hija de Donny Hathaway e incluso Ariana Grande, tienen las cualidades para llegar a ser grandes intérpretes de jazz.Para sobresalir en la industria musical, que él califica de “extraño animal”, hay que trabajar en equipo siguiendo tres principios fundamentales: “amor, respeto y confianza”, afirma como impartiendo una lección, como si la música tuviera una bandera y esos fueran  sus colores.Sin embargo, también hay que saber lidiar con los egos. Eso es lo que precisamente logró en 1985 con el éxito We are the world, una canción cuyo fin era recaudar fondos para luchar contra la hambruna en África. “En esa época yo estaba trabajando en el disco de Donna Summer. Teníamos una canción, como un himno feminista, que se llamaba State of Independence con The All-Star Choir. Contábamos con Michael (Jackson), Lionel (Richie), Stevie (Wonder), Diana Ross… Un tercio de (los intérpretes de) We are the world estaban ahí. Por eso me llamaron, porque había mucho qué hacer y con qué lidiar: ¡46 estrellas, por favor, ni te lo imaginas!”, cuenta en medio de risas y levantando las cejas. “Había mucho qué planear. Por eso en toda mi vida nunca he hablado de problemas, sino de rompecabezas, porque esos siempre se pueden resolver.”Ha sabido asumir cuantos retos se le han presentado y ha sobresalido con brío. Ejemplo de ello es el álbum It Might as Well Be Swing (1964), en el que trabajó con Frank Sinatra, otro de sus grandes amigos. El recuerdo de esa experiencia se resume en el anillo dorado que acapara el meñique de su mano derecha y que muestra con orgullo. “Es la cimera de su familia en Sicilia, él me la regaló. Un día me llamó y me dijo: ¡Hey Q!, -nadie antes me había dicho así-, estoy dirigiendo una película y escuché el disco que hiciste con (Count) Basie. ¿Quisieras trabajar con nosotros?”.No lo pensó dos veces. Jones viajó a Hawai poco después. Era la oportunidad de volver a trabajar con Count Basie, quien le abrió las puertas de su orquesta cuando era joven. Recuerda entonces, tarareando y chasqueando los dedos, con ese swing que la hizo famosa, las primeras notas de Fly Me to the Moon, uno de los éxitos de ese trabajo.

“La orquestación era mi pasión, ese era mi Dios. Solía escribir hasta que me sangraran los ojos. ¿Esa combinación que logramos con Basie? ¡Ohh!”, dice mientras su rostro se ilumina, con los ojos cerrados como si volviera a vivir ese momento intensamente. “Después de eso no existe nada”, agrega, volviendo de ese éxtasis. “He sido bendecido, ¿sabes? Tenía que estar listo. Mi mayor miedo, y no trato con el miedo, era estar ante una oportunidad y no estar listo para aprovecharla”.Con su inmenso talento ha sabido sortear todas las pruebas. Como aquella que le puso Michael Jackson cuando trabajaban en Thriller, el disco más vendido en la historia de la música con 65 millones de copias. “Michael me dijo: Esto debe ser algo que haga bailar. En cinco minutos saqué los saxofones, agregué flautas alto y trompetas para que la armonía sobresaliera. Él no podía creer que pudiera hacerlo y mucho menos en tan poco tiempo. Yo estaba listo. Se requiere trabajo. Tra-ba-jo. Eso es todo”.A pesar de los años, Jones es incansable cuando se trata de lograr lo que se propone. “Mientras hablamos estoy trabajando en 10 películas, 6 discos y 4 shows en Broadway”, cuenta como si fuera una rutina cualquiera. “Es mucho trabajo, porque tanto la televisión como el cine dependen de una cosa: la historia. Y toda la música se basa en una canción, que es casi más importante que el artista. Porque una buena canción con los arreglos indicados puede hacer de un mal cantante una estrella. Pero a una mala canción no la salvan ni los tres mejores cantantes del mundo. Ni siquiera Frank (Sinatra)”, sentencia con tono firme.Para una carrera fructífera, que abarca una gama de géneros musicales tan amplia, se necesita además de arduo trabajo, una fuente activa de inspiración. Jones hace un pequeño silencio casi ceremonial. Señala entonces al cielo con un dedo, con un gesto discreto de sumo respeto, mirando hacia arriba y dice, como quien cuenta un secreto: “Estamos en contacto. Lo digo en serio. Yo no creo en la religión pero sí en el poder superior”.Quincy Jones tiene proyectos que no son para su vanagloria, sino para construir memoria. Uno de ellos es producto de su trabajo en los años cincuenta. En esa entonces, él era integrante de la orquesta de Dizzie Gillespie quien experimentaba fusiones de jazz con música afrolatina. De ahí que Jones otorgue una importancia capital a los aportes de la polirritmia de Brasil, Cuba o Angola, así como los del vudú, el yoruba y la macumba.“Es una historia increíble y quiero hacerla. La historia del génesis, de la evolución del jazz y del blues. Ese es mi sueño: hacer un show de Broadway y una película sobre cómo sucedió todo porque los norteamericanos lo ignoran”, afirma entusiasmado, dueño de una nueva energía que logra contagiar. “En Estados Unidos no tenemos un ministerio de cultura, es inaudito. Los chicos de hoy no tienen identidad porque desconocen sus raíces. En cambio se matan cada semana. Ellos no saben cuál es el origen de la música y nosotros vamos a cambiar eso. Porque si usted sabe de dónde viene es más fácil saber hacia dónde va”.Mientras habla, Jones mira a su interlocutor a los ojos, algo inquisitivo, como queriendo descifrar a quien busca conocerle. Maneja este ejercicio retórico a la perfección, que a pesar de la costumbre, parece divertirle. De repente, pregunta por el signo del zodíaco de cada uno de los allí presentes. Todos se dan a la tarea.La familia es su compañía ineludible y su mayor orgullo. “No hay emoción más grande que compartir escenario con ellos”, explica con una sonrisa plena al hablar de su hija Rashida Jones y de su nieto Sunny Levine, quienes interpretaron una canción en esa noche de viernes. En medio de una agenda llena, disfruta jugando con sus nietos y cocinado. “Como viví en Francia, conocí a todos los grandes chefs. Aprendí a cocinar pâté de campagne, confit de canard… Me encanta. Es increíble porque viajas por el mundo conociendo sabores y luego eso te lleva a la música”.En ese momento se abren las puertas del salón. Entra Jamie Cullum. Se voltea sorprendido, se saludan y durante unos minutos hablan bajito, como en confidencia, mientras se tienen de las manos. Quincy Jones se levanta del sofá sin esfuerzo y sale, dejando su estela y el salón vacío.