Es agosto de 1893 y en una casa de campo en Klin, a una hora de Moscú, un hombre escribe las líneas finales de la que será su última obra. Tiene 53 años, es compositor. Todos los días camina durante horas en silencio y luego se sienta en el piano a tocar y a escribir música. A veces, también lo hace frente a los retratos de Mozart y Beethoven que cuelgan de su pared. Parecen mirarlo. Meses antes, en febrero, en una carta a su sobrino, le contaba que había empezado una nueva sinfonía: “está llena de sentimientos y con frecuencia, mientras la escribo, mis ojos se llenan de lágrimas”, le dijo. Desde entonces, el público y la crítica esperaban el estreno.
Pasaron 7 meses. Y el 28 de octubre, él mismo dirigió su sexta sinfonía ante cientos de personas en San Petersburgo. Nueve días más tarde, de forma inexplicable, murió. Su hermano Módest, escritor, llamó la sinfonía como hoy se conoce: Patética, que en ruso quiere decir apasionada, emotiva. Pero después de la presentación, los comentarios fueron implacables y el público la recibió con un silencio absoluto. Se cuenta que fue tanto el desgaste de quienes la escucharon y de los músicos al tocarla, que nadie aplaudió al final —hoy, algunas interpretaciones siguen la tradición de guardar silencio después de la última nota, casi inaudible—.
Veinte días después de su muerte, el checo Eduard Nápravník la dirigió por segunda vez en un concierto memorial. Fue entonces cuando el mundo entendió que la sexta sinfonía de Tchaikovsky era un réquiem para sí mismo: la última pincelada de su autorretrato, el punto final en su biografía, una especie de premonición hecha música.
El músico universal
“Si lo comparamos con Beethoven, el alemán no conversa conmigo, sino con la humanidad. Tchaikovsky, en cambio, no quiere cambiar el mundo, quiere hablarnos a todos de forma individual”, dice Yuri Termirkánov, director de la Orquesta Filarmónica de San Petersburgo. Por eso la música del ruso necesita sentirse, más que ser entendida. Porque interpela directamente al interior; lo confronta, le hace preguntas, lo conmueve.
Su nombre era Piotr Illych. Creció en tiempos del zar Nicolás I, bajo los preceptos de la iglesia ortodoxa rusa. Desde pequeño escuchaba las óperas dramáticas de Donizetti y las sinfonías alegres de Mozart. Cuando tenía cinco años se sentó por primera vez al piano y, desde entonces, la música no lo abandonó. Cuando tenía 10 años, su institutriz, que lo llamaba “el pequeño Pushkin”, lo encontró una noche en su cuarto de juegos con las manos golpeando sus orejas y suplicando que dejara de sonar la melodía que no paraba en su cabeza. Pero su familia lo forzó a estudiar Derecho y a ejercer como funcionario. Igual que Miguel Ángel, se tuvo que oponer a su padre, que quería que eligiera una profesión estable y mejor remunerada. Igual que Cézanne, también obligado a estudiar leyes. Así, con 23 años, Tchaikovsky abandonó su carrera y se dedicó a estudiar música. Su convicción ganó la batalla y en 1865 apareció su primera sinfonía, y tras ella, un repertorio que lo haría inmortal.
Hoy, muchos lo escuchan sin saberlo: la música del que quizá sea el ballet más famoso, El lago de los cisnes, lleva su nombre; la suite de El cascanueces, que compuso entre 1891 y 1892, se ha convertido en la banda sonora de la navidad. Disney ha musicalizado películas con el Vals de la flores o La bella durmiente, y Estados Unidos celebra su día de independencia con el final de la Obertura 1812. La música de Tchaikovsky llena teatros alrededor del mundo, es como un best seller que no deja de serlo. Permanece porque su música es casi una necesidad.
Su música, como la vida
De Tchaikovsky se dice que fue atormentado, melancólico, homosexual, hiperbólico, neurótico, depresivo. Pero esos son lugares comunes para hablar de un hombre que vivió en desacuerdo permanente con el mundo que lo rodeaba. Como cualquier artista, su creación revela sus agitaciones, pero también unas ansias enormes de comunicar aquello que no podía decir con palabras, algo a lo que aludía permanentemente en su correspondencia. Es un hombre que se confiesa a través de su obra. “Su arte, efusivo, vehemente y lleno de convicción, surge como testimonio de la lucha de un espíritu refinado y soñador frente a una sociedad injusta e hipócrita”, escribe el musicólogo Andrés Ruiz Tarazona.
Los temas de sus composiciones son tan universales como los de la literatura rusa –ya lo decía Octavio Paz, que decía que la única literatura universal era la rusa–. El amor, la muerte, y sobre todo, los dilemas morales. Parece que Tchaikovsky vivió dos vidas: una que debía, como hombre respetable y admirado por sus contemporáneos, y otra que deseaba, como romántico lleno de búsquedas y emoción.
Con 37 años se casó por conveniencia con una alumna que le había declarado su amor. Necesitaba desmentir los rumores sobre su homosexualidad. Aunque poco después le escribió a su hermano: nada más absurdo que intentar ser alguien distinto al que soy por naturaleza.
Pero quizá su relación más intensa fue con una mujer a la que nunca vio en persona. Fue ella quien hizo posible que escribiera buena parte de su obra. Nadezhda von Meck, se llamaba, viuda de un magnate, que se había enamorado del músico al escucharlo. Mantuvieron una relación por correspondencia, y ella le enviaba dinero cada mes para que pudiera dedicarse con tranquilidad a hacer música. En 1878 Tchaikovsky le escribió: Te lo he contado más de una vez; creo que tú eres para mí la misma mano del Destino, vigilándome y protegiéndome. El hecho de que no te conozca personalmente, junto con la realidad de sentirme tan cerca de ti, hace que te imagine como una presencia oculta pero benevolente, como la Providencia divina. Saber esto es entender por qué le dedicó su cuarta sinfonía: ella era la imagen de su destino.
A pesar de todo, Tchaikovsky procuraba una vida corriente. Frecuentaba bares y tertulias, y sus amigos lo tenían por buen conversador. “Buscó la felicidad en largos viajes, en la lectura y en la creatividad”, explica Ruiz Tarazona, musicólogo español. Y con ello enriqueció su música. Compuso su propia versión de Romeo y Julieta, en forma de obertura, y la ópera Eugenio Oneguin se inspira en el personaje homónimo de Pushkin. En esos diálogos intentó encontrar las respuestas que necesitaba. Y de paso, las descubrió para otros.
Su creación, producto de su vida, ingenio y talento, se convirtió en un canon para la historia universal de la música. Sus sinfonías, óperas, suites, serenatas y conciertos van más allá de los retos técnicos e interpretativos –cualquier músico o director está de acuerdo en su complejidad–; y son un lugar de encuentro para el sentir humano: desde el amor y el placer hasta el dolor, la tristeza y la tragedia. Y aunque las vanguardias alejaron al gran público de su obra, hoy es el músico de todos. Escucharlo no obliga conocimientos. Tchaikovsky habla con el alma.