Colombia es un país imposible de reducir. No hay espacio para contener los bríos de un lugar en el mundo que está decidido a desafiarnos y a ponernos un revólver en la conciencia, arrebatarnos risas descomunales o sacarnos lágrimas llenas de dolor y furia. Compartimos un territorio extenso que nos mantiene al margen los unos de los otros, pocos quieren o tienen la posibilidad de darles una mirada a quienes lucen y piensan distinto; nos confrontamos de manera irrespetuosa con nuestras costumbres y creemos tener la verdad de un lado de la montaña, a los pies de alguno de los mares o hasta en la jurisdicción de una cultura particular. Cuánto nos cuesta mirarnos a los ojos y entender que las diferencias son ejes fundamentales de nuestras vidas. El cine, en un país como el nuestro, puede ser y es la reunión de sociedades, de formas de ver el mundo y también de ser vistos, es la fiesta de tantos dramas y tantas aventuras; está allí para movilizar nuestras ideas, para conocer, reconocer y quizás reconciliarnos con lo que hemos sido o para fortalecer nuestras posturas y, por supuesto, para divertirnos. El cine amplía la mirada de nosotros sobre nosotros mismos y sobre los otros. Somos memorias espectrales de los recorridos propios, somos conjuntos de cuerpos e imágenes que nos ha entregado el territorio que habitamos y somos amasijo de lo heredado de la familia, los amigos, los vecinos, etcétera. Hay en el cine lugares para enfrentarnos a nuestros reflejos difusos, ficciones y no ficciones que nos hablan al oído y nos plantean rutas posibles y fragmentos de nuestras convulsionadas realidades y ensoñaciones. Hay hambre e idea en el cine colombiano.

La tierra y la sombra (2015) Al cine se va para divertirse, o al menos eso lo aprendimos de la enorme industria que creó Hollywood alrededor de él. Nos heredó formas de actuar y de relacionarnos con nuestros contextos, nos fabricó la imagen peligrosa de un héroe que, a la derecha del Estado, solucionaba todo a base de fuerza descomunal y experticias insospechadas. Nos enseñó a enamorarnos, a amar, a ser mujeres y hombres desde la perspectiva binaria. Nos entregó a la fuerza del capital, de la posesión y de la propiedad privada. El cine, como bien lo entendieron ellos, era una herramienta estructural para moldear y vender el sofisma de una sociedad imperial e incontrovertible. Ahora bien, vamos a ver cine colombiano para desarmarnos, porque en él también se construye nuestra propia realidad y se le da lugar a los que no son vistos. Vamos a verlo para encontrar nuestros propios deseos, para reírnos hasta que aparezca el desenfado o para preguntarnos por las cicatrices que todos traemos encima. Vamos a ver cine colombiano: quizás entendamos un poco más del otro, quizás seamos un poco más libres, porque él no es esa industria, es unión de pequeñas fuerzas y de talentos extensos. El cine colombiano, hecho de ficciones y no ficciones, de formatos cortos y largos, de experimentaciones en sus diferentes estadios, de actores profesionales y no profesionales, de personajes en medio de sus desafíos propios, de relevancia, carne y brillo intenso; es un convite constante para calmar la sed, porque él tiene el poder de saciarnos y de encontrarnos cuando estamos perdidos, que es casi todo el tiempo. En la combustión constante de nuestro cine sucede un encuentro entre creadores y espectadores apenas configurado y que cada vez luce más difuso. Dicha relación debería alimentarse con fiereza, porque el cine no muere por sí solo y en él persiste un destino estético y noético

Monos (2019). (Deleuze en ‘Carta a Serge Daney’), capaz de revelar su fuerza social pese a la desesperanza de estos tiempos. El cine está lleno de conductos capaces de iluminar y sacudir, es un universo en movimiento que se transforma y habla de y con nosotros. La mujer que buscó al sicario de su padre para perdonarlo. El hombre que llenó de ambulancias una avenida de Bogotá para predecir el futuro de la pandemia que hoy somos. La mujer que llenó el río Medellín con la potencia natural de una ballena. La mujer que nos enseñó las manos heridas de los que hicieron los ladrillos para construir nuestras ciudades. El hombre que persiguió a sus amigos con su memoria para que el olvido no se apareciera nunca. La mujer que fue a preguntar por las tierras arrebatadas de sus personajes. El hombre que acompañó a una madre en el tránsito hospitalario final de su hija. La mujer que desenterró las grabaciones de su bisabuela. El que logró que unos niños fuesen invisibles, la que viajó a Londres en busca de su padre, el que hizo del punk una revelación de nuestro desasosiego y nuestra ausencia, el que puso a la gente de su pueblo en una de vaqueros, la que pintó un baúl por dentro para esconder allí un misterio, el que puso a vivir a los muertos en el centro de un cañaduzal ardiente, el que plantó arrojo en el interior de una mujer negra para enfrentar el abuso de su marido. Los que hoy estamos escribiendo una nueva película nos reunimos para conjurarla y encontrar la manera de hacerla posible.

En nuestro cine habita un espíritu indomable, todavía salvaje, tosco, que permite enfrentarnos, algunas veces, a nuestras propias formas, y otras, a lenguajes cercanos a los arquetipos con importantes hallazgos estructurales y artísticos. El cine colombiano está lleno de la determinación de seres humanos enormes, en ocasiones, amigas y amigos que se han acompañado sin descanso en cada una de las travesías. Sonidistas que defienden con amor y disciplina el valor expresivo y dramatúrgico de su oficio, directoras y directores de arte especialistas en nuestros colores y texturas, productoras y productores a la defensa de historias imposibles, directoras y directores de fotografía con puntos de vista agudos y estremecedores, asistentes de dirección capaces de apartar las aguas turbias para que las ideas salgan a flote, camarógrafas y camarógrafos que se mueven en la selva como jaguares, montajistas pacientes y enamorados de su oficio, foquistas, ambientadoras y ambientadores, maquillistas, gerentes de locación, posproductoras y posproductores, conductoras y conductores, maquinistas, eléctricos y tantos otros. Es usual que, tras cada producción, estas gentes hayan dejado allí parte de sus vidas porque no vieron a sus familias por semanas, durmieron poco o se enfrentaron a climas inclementes. Vamos a ver sus películas.

El abrazo de la serpiente (2015). En nuestro cine caben los que se ocultan y los invisibles, porque, a pesar de los esfuerzos de la aplanadora del desarrollo, él sigue siendo ritual y, en ese ejercicio, puede revelar nuestras humanidades profundas, nuestras historias acumuladas y las pistas que dan cuenta de cómo nos hemos ido construyendo. El cine, en su sustancia, también es el arte de lo sencillo y del encuentro, y su valor colectivo habita en la forma en que se hace y se ve. Vamos a ver cine colombiano porque allí podemos alimentar nuestros espíritus, preguntarnos sobre el destino de nuestros actos, ver cómo el tiempo permanece y nos mira.

El cine es un lugar de matices apropiado para acoger nuestros desvaríos y paradojas, para dejar y descubrir evidencias de las imperfecciones que nos definen como individuos y como sociedad. Jean Renoir, en Les archives de l’impressionnisme, decía que la anomalía es la base de todo arte y que la única posibilidad de mantener el gusto en él es grabar en los artistas y en el pueblo la importancia de la irregularidad, porque la belleza de toda clase halla su encanto en la variedad. La mujer que entra a la sala de cine a ver su propia película. Todo está por comenzar y se apagan las luces o se enciende la pantalla del computador, etcétera, ¡silencio! Ella se pone cómoda. Las imágenes la miran. Hay un tipo recorriendo las calles de Tuluá. Hay una joven wayuu que no sabe cómo interpretar su último sueño. Dos pelados hicieron su cielo en un árbol. Un boxeador pasado de años quiere aprender a ser papá. Cinco hinchas del Atlético Bucaramanga se encuentran en medio de una carretera desolada. En esa isla artificial viven más de 500 personas. Ese joven del Pacífico busca a su hermano perdido en Bogotá. ¡Fin! *Director y guionista