El día que por afanes de la producción de un documental que rodaba fui a dar al Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericana, en Washington, recordé las palabras que una amiga sentenció sobre mí: “Aprendiste a ser negro gracias a Petronio Álvarez”. Se refería al festival y no al compositor de Mi Buenaventura. Cuando me dediqué a la televisión, no imaginé que iba a recorrer buena parte del país de fiesta en fiesta. Y eso comenzó en el Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez, en Cali. En festivales como este hay una representación escénica de la vibrante relación de los pueblos con su pasado. Cada año se construye un museo transitorio en el sur de la capital del Valle del Cauca para circular la información del pueblo negro del occidente colombiano. Música, comida, danza, vestidos, artesanía y jolgorio habitan en ese espacio. Alguna vez la cantadora Maritza Bonilla me dijo que, si quería realmente conocer la pureza ancestral negra, me fuera para Timbiquí a la Fiesta de Santa Bárbara. Y así fue. A la fiesta los músicos llegaron por el río y al desembarcar recorrieron el pueblo, en medio de una tonada cíclica de bambuco viejo. Por la calle las marimbas sostenidas por ayudantes eran tocadas sin descanso y entre el tumulto de voces y sonidos de tambores. La misma música que se interpretaba en el Petronio Álvarez esta vez la veía en un estado de pureza mágica.
El Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez, creado en 1996, destaca la cultura afrodescendiente del país y en pocos años se ha convertido en uno de los más representativos de Colombia. Un día después, caminábamos con el músico Diego Balanta por las calles del pueblo y encontré en la conversación palabras antiguas y un acento de negro del pasado. Este escenario es la evidencia vital de la permanecía lingüística africana, llegada a nuestra tierra por la vía del trágico negocio esclavista. Así, con ese recuerdo seguía despertando mi negrura. La concentración popular alrededor de la celebración tradicional tiene el poder del lenguaje y su efecto patrimonial y renovador. El relato de las Cuadrillas de San Martín, en Meta, el Carnaval del Perdón, en el valle del Sibundoy, son relatos que permanecerán como un libro de consulta entre nosotros. Asistimos a una fiesta porque lo que se representa en ella es nuestra propia vida, nuestra propia historia. Cuando conocí Cantaoras de Alé Kumá, fue amor a primera vista. Un trabajo musical, producido por Leonardo Gómez y Fredy Henríquez, que fusionó aires negros del Pacífico y del Caribe colombiano con piano y contrabajo. Meses después estaba grabando con Etelvina Maldonado y Martina Camargo en San Martín de Loba, junto al río Magdalena, en la Depresión Momposina. Allí se celebra el Festival de la Tambora. La percusión adquiere la forma del llamador, el alegre y la tambora. Las palmas de las manos acompañan. En esa ocasión, Etelvina Maldonado hizo un recital callejero de bullerengue que nos dejó con la boca abierta. Sentados en el patio de la casa materna de Martina Camargo, en un ensayo mañanero, escuchamos la historia de la creación de canciones como Por qué me pega y Las olas de la mar. Comíamos patilla.
Los festivales son como laboratorios que reinventan la música que insiste en perdurar en la fiesta popular. Un músico con formación académica que viva esta experiencia reveladora tendrá la oportunidad de dinamizar las formas de la música, como el compromiso y la vocación que evidencia el trabajo de Urián Sarmiento, un incansable caminante de las tradicionales colombianas. Tuve la suerte de asistir al Festival Cuna de Acordeones, de Villanueva, La Guajira, en donde, bajo el auspicio de Israel Romero, ese año nació el quinto aire del vallenato al que denominaron romanza. Fue la evidencia de la puerta que se abrió a la nueva generación de vallenatos. Un día de mayo de 2009, mi trabajo me llevó a Valledupar, cuando murió Rafael Escalona. Iniciamos el rodaje de un perfil documental sobre su vida. Su despedida se convirtió en un pequeño festival musical improvisado, en el que se intercambiaban versos, historias y comida. Pocas expresiones de las culturas tienen tanto poder de movilización como el ritual de la comida. Por medio de ella se siembran recuerdos que amplían nuestra memoria autobiográfica para asociar sabores a un vínculo trascendente. La casa, la madre, la familia, los amigos. Por medio del lenguaje culinario se expresa el amor, y es complemento de la celebración, del encuentro, de la nostalgia. Nos repetimos en esa preparación que acompañó nuestros primeros días solo para justificar los lazos fraternos. El interés general por el descubrimiento de nuevas experiencias culinarias se comprueba en el enorme caudal de relatos que se producen actualmente. Por supuesto que nuestra cocina tradicional es también producto del mestizaje, y como pasa en el resto del mundo define las regiones. La fiesta incluye el espacio de encuentro en la mesa. En algunos casos recordamos un pueblo o una fiesta a través de lo que comimos. Aún recuerdo el cucayo de Sincelejo, la cazuela de doña Chencha en la galería de Buenaventura, la mamona de Villavicencio, el bocadillo de Vélez, el friche de Uribia, el arroz con longaniza de Quibdó, el atollao de Ginebra o el triple de Guapi.
Se canta por el nacimiento y se canta por la partida. El Encuentro de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas, de Andagoya, Chocó, es la conmemoración del final de la vida y se hace por medio de la voz. Esta expresión propia de la cultura negra chocoana es una mezcla de ritual religioso y arrebato pagano. Si se trata de una evidencia del sincretismo religioso, las Fiestas de San Pacho, en Quibdó, producen tanto ruido en sus calles por medio del incontenible bunde que termina en un alboroto callejero y en las balsadas del río Atrato. Esta fiesta también se baila en Bogotá y en Cali, en donde las colonias chocoanas expresan su nostalgia de la tierra lejana por medio del San Pachito. En Cali, la colonia guapireña reproduce la Fiesta de la Inmaculada Concepción, patrona de Guapi. En una piscina lanzan arreglos florales, acompañados de velas para que floten como sus balsas en el río Guapi. La tradición sabanera del Caribe colombiano tiene una riqueza envidiable, en la tierra del fandango y del porro hay una manifestación antigua llamada la Corraleja. Un cuadro de nuestra sociedad en el que rechina la madera de las graderías de plaza de toros, improvisadas con espontáneos que se pelean el confite y algunas monedas lanzadas, mientras ponen en juego su vida con toros de media casta. Las vacaciones de enero, el color que produce la luz de Pasto en los disfraces de las coreografías, en el vestuario de los personajes, en las murgas, las carrozas y comparsas, sumados a la enorme capacidad que tienen los nariñenses como anfitriones, me sembraron un recuerdo inolvidable. No cabe duda de que el Carnaval de Negros y Blancos es la fiesta más tranquila del país. No sé cómo en medio de tanto contacto físico para pintar los rostros en las calles todos permanecen en cordial paz. Pasto durante el Carnaval se convierte en el resumen del mestizaje colombiano; un repaso al pasado indígena, europeo y africano. Probablemente, nunca sabremos cuál era el destino original de las expresiones populares de nuestro país. Sin embargo, la fiesta es un despliegue de calidez y de solidaridad; el que tiene poco lo da todo, el círculo de familia y amigos se cierra en la mesa, es una forma de resistencia al dolor. Es escuela, la celebración del papel de los mayores, las regiones se abren al peregrino del mundo, los negociantes hacen su agosto, callejear es un plan y también aprender. Es posible que, cuando pase el encierro que provocó esta pandemia, ‘festivaliar’ el país sea un plan turístico, podría al menos constituirse en la oportunidad para encontrarse. Tal vez, si de niño hubiera visitado más museos como estos, hubiera aprendido a ser negro más temprano. *Realizador y productor de cine y televisión