Todos los colombianos intuimos la magnitud del problema de las drogas, aunque carecemos casi completamente de estadísticas al respecto. Somos demasiado pobres para gastar dinero en averiguarlo y no sa­bemos exactamente para qué nos serviría, como no fuera para configurar la tesis de que estamos librando una batalla perdida de antemano. Nuestra falta de recursos no nos permite, por ejemplo, saber cuántos colombianos somos, porque no ha habido dinero suficiente para terminar el último censo, que por lo demás parece que se inició con vicios insubsa­nables a posteriori. Nuestras Cuentas Nacionales, base indispensable para el manejo de la economía, se llevan con año y medio de retraso. Las estadísticas de criminalidad son apenas tentativas y tampoco resultan muy confiables las que atañen a nuestros niveles de escolaridad. De manera que cuando alguien afirma, en este caso parece que el Ministerio de Educación, que de cada diez alumnos de enseñanza secundaria, cuatro usan regularmente marihuana, el alcohol o las drogas farmacéuticas, puede estar diciendo la verdad, el doble de la verdad o la mitad de la verdad. Aunque el pueblo colombiano no 'parece' ser especialmente adicto a la droga, estaríamos muy lejos de considerarnos una excepción dentro de este flagelo, que aquí como en otras partes se registra más dramática­mente entre cierta juventud de mayores recursos y más visiblemente entre la delincuencia. Si Colombia se destaca en el mundo no debe ser cierta­mente por el elevado consumo interno de estupefacientes sino porque se ha convertido en un centro de producción y comercialización de la droga. Ello se debe a condiciones peculiares, como la inmensidad de sus costas y fronteras, a lo abrupto del suelo y su fertilidad, a la habilidad manual y comercial de sus habitantes y sobre todo, al bajo costo de esta mano de obra inteligente que tiene, en términos de dólares, un ingreso despropor­cionadamente bajo. Nos cayó en suerte que todas estas condiciones, más la ubicación geográfica, nos convirtieran en una estupenda base de opera­ciones para las actividades ilícitas de la droga. Si fuésemos realistas, la actitud de los colombianos debería ser la de levantar las manos en señal de impotencia y decirle a la opinión mundial que somos incapaces de luchar contra la droga. El simpático embajador de los Estados Unidos dice que en su país han calculado que se exporta de Colombia hacia los Estados Unidos entre una tonelada y una tonelada y media de cocaína cada mes. Es una cifra aterradora, no tanto por la infraes­tructura que se necesita para producirla, que no parece ser mucha, sino por la magnitud del mercado que consigue. Según la misma fuente informativa, durante todo el año de 1975, las autoridades colombianas no lograron decomisar sino 1.206 kilogramos de cocaína, lo cual quiere decir que once doceavas partes de ese letal producto cumplieron toda su operación -importaciones de materia prima, cultivos, refinanciación, empaques, contrabando y transporte- a pesar de los esfuerzos combinados de nuestra policía, nuestros guardas aduaneros, nuestros jueces y de un cuerpo especial destinado a la lucha contra los narcóticos. Es decir que estamos fracasando rotundamente. Nos hallamos de acuerdo con el embajador de los Estados Unidos en que hay que ir a la raíz misma de tan grave problema. Solo que esa raíz no la encontramos aquí, en nuestra tierra, en la ineficiencia de nuestra policía o de nuestra administración de justicia, sino que está localizada en la diferencia de capacidad de pago que existe entre los consumidores norteamericanos y la del pobre Estado colombiano. Se nos dice que hay en Norteamérica 400.000 adictos a la heroína, un millón de usuarios de anfetaminas y casi 300.000 ciudadanos adictos a los barbitúricos. Pues bien, esa porción de los habitantes de los Estados Unidos es mucho más rica que nuestro gobierno. Quienes la integran están en capacidad de sobornar, de comprar favores oficiales, de utilizar medios de comuni­cación y de transporte, mientras que las finanzas públicas de Colombia se hallan comprometidas en el sostenimiento elemental de nuestras institu­ciones. Cierto que los Estados Unidos gastan anualmente 17.000 millones de dólares en esta lucha y que nos han hecho una 'donación' de seis millones de dólares para que cooperemos con ella. Pero esto no basta para establecer, ni remotamente, un equilibrio entre la potencia eco­nómica del delito internacional que nos ha escogido como base de opera­ciones y nuestra capacidad defensiva. Hoy la mafia que abastece los mercados ricos de los Estados Unidos tiene un dominio incontrastable entre nosotros, porque mata jueces, amedrenta a los investigadores y persigue a los periodistas que se le enfrentan. La prohibición de las drogas no es sino una fachada jurídica que nada tiene que ver con la realidad y que para lo único que sirve es para disimularla. Si procediéramos con un criterio egoísta, tendríamos que aceptar que mientras más cocaína salga del país, tanto mejor para nosotros, porque resultaría más costosa para nuestros desventurados consumidores. Apli­caríamos cruelmente el dicho aquel de que "salga el alacrán de casa, píquele a quien le picare". Porque si los 'gastos sociales' de este vicio en los Estados Unidos son altos "en términos de vidas arruinadas por la pérdida de productividad de los adictos y los programas de tratamiento y rehabilitación", en Co­lombia tenemos que añadir otro, inconmensurable, más grave, difícil de recuperar: la pérdida de la moral administrativa. En esa lucha sin espe­ranza estamos sacrificando lo que nos queda de autoridad y de justicia. La corrupción sube todos los días por la escala administrativa. No hay que olvidar que la Corte Suprema de Justicia está pasando por uno de los peores momentos de su historia, precisamente por haber tolerado que se estableciera un trato directo entre sus miembros y los inferiores jerár­quicos que tenían en su despacho la investigación de delitos de estupefa­cientes. Se nos dice que vamos a recibir unos aviones modernos y unos helicópteros. ¿Pero qué podemos hacer los colombianos con un heli­cóptero frente a la desmoralización de la Corte? Es importante que no se desnaturalice el fenómeno de las drogas y que no se haga recaer la responsabilidad sobre quienes no la tienen. Tomando en cuenta la magnitud de los intereses que están en juego, podemos afirmar que Colombia no es el sujeto activo de ese tráfico; no es ni siquiera un cóm­plice de él, sino su víctima. Su mayor víctima, porque es la que más le cuesta.