Es para mí en extremo difícil escribir sobre el vil asesinato de Álvaro Gómez Hurtado. Pienso que ningún otro entre los colombianos de mi generación puede haber estado a la vez tan próximo y tan distante de él como me correspondió a mí en el curso de la vida. Por otra parte, me sucede que al escribir la necrología de una persona muerta a raíz de alguna enfermedad letal, he tenido tiempo de elaborar mentalmente mi artículo, al tiempo que la muerte de Álvaro ha sido tan sorpresiva que me tengo que sentar a escribir improvisando estas cuartillas. Nuestras vidas, que por muchas razones hubieran podido ser paralelas, nunca lo fueron. Los primeros años de su vida fueron para Álvaro muy fáciles y para mí sumamente complicados. Llegó a la vida pública cuando apenas contaba los 21 años y nunca, a pesar de sus propósitos sinceros, pudo dejarla. Seguía escribiendo en El Siglo, dirigiendo su noticiero, promoviendo nuevos planes políticos y acuñando frases que hacían carrera: "Las repúblicas independientes", "El talante conservador", "El PRI colombiano ", "La salvación nacional". . . A los 28 años ya era embajador en Suiza y miembro de la Cámara de Representantes. A nadie le cabía en la cabeza que algún día dejara de llegar a ser presidente de Colombia. La imponente imagen de Laureano Gómez lo protegía en este mundo y luego desde la eternidad. Lo incomprensible fue que aquel destino manifiesto no se cumplió, pese a haber sido candidato a la Presidencia de la República por cuatro veces a nombre del Partido Conservador y de haber desempeñado un papel de primera línea en la Asamblea Nacional Constituyente. Puede decirse con acierto que ninguno de los cargos con que la democracia honra a sus servidores le fue esquivo. Sólo le faltó uno: la primera magistratura de la Nación. Fue Primer Designado a la Presidencia, embajador en Washington, Dignatario de ambas Cámaras y sobre todo, caudillo de un movimiento político que nunca desconoció sus atributos de conductor ni lo abandonó, aun en sus horas más adversas. Hasta la corona del martirio lo ungió cuando fue secuestrado por militantes del M-19, bajo la administración Barco. No es el caso de traer a cuento mi autobiografía que, por lo demás, es extremadamente breve. Llegué por primera vez a la Cámara a los 49 años de edad, fui Gobernador de un departamento recién nacido, el del Cesar, Canciller de la República y Presidente de la misma, cuatro años más tarde. En forma deliberada me abstuve de heredar las huestes que habían seguido a mi padre y que se calificaban de 'lopistas'. Por el contrario, se opusieron a mi ascenso en la vida pública los más destacados de entre ellos. Los comprendo, porque cuando aún no había cumplido 30 años, mi carrera pública se vio salpicada por las infamias que se me atribuyeron durante la segunda administración López. A posteriori se me endilgó la muerte del púgil negro 'Mamatoco', cuando ya el juicio se había cerrado, los culpables habían confesado y el apoderado de la familia del boxeador reconocía que la familia López nunca había tenido que ver con este luctuoso episodio. Quienes visitan hoy a Girardot y no ven una trilladora de café por parte alguna, se sorprenderán de que pasara por un gran negocio adquirirla en la época en que desaparecía el transporte de café por el río Magdalena y el grano del occidente colombiano se embarcaba en Buenaventura y se trillaba en el camino. La vendí, a una afirma americana, después de la Segunda Guerra Mundial, con una utilidad de 10.000 pesos de la época. Finalmente, se repite hasta la saciedad la historia de la Handel en la que, prácticamente, se le atribuyó a la administración López Pumarejo el haber inclinado a favor de mis poderdantes holandeses, aliados de la democracia, en lugar de hacerlo por Alemania, como si se tratara de un acto de favoritismo conmigo, a pretexto de que los tribunales debían decidir, y no el gobierno, qué legislación extranjera debía regir a Colombia: si la holandesa de la Reina en exilio o la alemana de la ocupación nazi. Tan pronto como ocupó la Presidencia Alberto Lleras, a raíz de la renuncia de mi padre, se desbarató el infundio y el nuevo gobierno reconoció la legitimidad de las pretensiones que yo abanderaba frente a los apoderados de las autoridades de ocupación. El argumento, de la competencia del Órgano Judicial, era simplemente una engañifa. Otro tanto ocurrió con los supuestos negocios de bolsa negra de la Societe des Mines de Porcesito, cuando se demostró por abogados enemigos del gobierno que las licencias de exportación habían sido obtenidas durante la administración Santos. Fueron novelas que se desbarataron y quedaron definitivamente derrotadas, al punto que el pueblo colombiano reconoció lo fútil de los cargos en las elecciones de 1974, cuando me vi enfrentado nada menos que a Álvaro Gómez, el candidato conservador. Habíamos sido compañeros en la infancia como alumnos del colegio Saint Michel de Bruselas, pero en esa etapa de la vida en que las diferencias de edades se hacen más notorias, pocas fueron nuestras relaciones. La vida nos separó luego, cuando se rompieron los vínculos de amistad entre Laureano Gómez y mi padre, vínculos que habían durado por tantos años. Se reanudaron 20 ó 30 años después y fueron, por cierto, muy estrechos, pagando, tanto él como yo, el precio político de nuestra amistad ocasionando veladas críticas de quienes le atribuían alcance político a una inocente tertulia en donde la mayoría de los comensales era alvarista. Su trágica muerte ha sido para mí una gran pena. El desgarramiento que me produce la desaparición de quien para muchos fuera mi constante contradictor pero para mí un amigo de infancia, me induce retrospectivamente a redescribir nuestra trayectoria vital. ¿Será oportuno decir ahora que a Álvaro lo perjudicó la excesiva protección con que su padre quiso cubrirlo en todos los momentos? En realidad pienso que fue fatal, y muchas de las frustraciones de su vida se explican por haber iniciado su carrera pública prematuramente y el que nunca en la mente de los liberales fuera posible disociarlo de la imagen de Laureano Gómez que mis copartidarios forjaron durante 30 años. Álvaro Gómez contaba con los más preciados dones de que pudieran disponer los colombianos de su tiempo. Dueño de una gran cultura literaria, con el consiguiente dominio de cuatro idiomas y de una gran familiaridad con las lenguas muertas, le permitieron pasearse por los más diversos temas de la vida contemporánea con un gran dominio del pasado y grandes expectativas de futuro. Un rasgo casi desconocido de su personalidad era su actitud para el cultivo de las bellas artes, gracias a su sensibilidad excepcional. Tanto en la pintura como en la escultura y en la música. Era uno de los pocos colombianos que sumaba un tan gran número de conocimientos, a la altura de un maestro en la crítica de la música y de la escultura, a más de haber sido un afortunado ejecutor en la práctica del dibujo. Su tío carnal Pepe Gómez había sido el más célebre de los caricaturistas de comienzos del siglo al lado de Ricardo Rendón. La palabra magnicidio describe a cabalidad cuanto ha ocurrido. Sus asesinos dispusieron de la vida de uno de los grandes de Colombia y, si su propósito era atemorizar a la sociedad, acertaron en el blanco que escogieron porque a Álvaro Gómez podía amársele u odiársele, pero, jamás, subestimársele. ¿Han pensado mis lectores en que, a diferencia de lo ocurrido con caudillos liberales y de izquierda en este siglo, Álvaro Gómez es el primer jefe conservador eliminado por manos sicarias en los últimos 100 años? Es demasiado pronto para formular un juicio definitivo sobre tan singular figura de nuestro tiempo. Pero de lo que no cabe duda es que el espacio que ocupa en la crónica colombiana del siglo XX es muy grande, tan grande que me limito a expresar mi asombro de que semejante suceso monstruoso haya tenido ocurrencia sin que nadie lo hubiera sospechado para haber aunado esfuerzos con el propósito de conjurar un acontecimiento que seguirá pesando sobre nuestras conciencias democráticas por el resto de nuestras vidas. Este texto fue publicado en 1.996 en la edición impresa de la Revista SEMANA.