Dos féretros frente al altar de la iglesia Santo Nicola de Bari, ubicada en Nápoles, Italia, estremecieron a quienes asistieron al sepelio de los esposos Orsola Marzocchi y Antonio Smeraglia, de 95 y 94 años, respectivamente. La pareja, siete décadas atrás, estuvo parada en el mismo punto una tarde de verano en la que juraron amarse hasta que la muerte los separara. El pasado 17 de febrero, como si se tratara de un acto de rebeldía con la complicidad del destino, se negaron a cumplir tal compromiso. Fallecieron el mismo día con tal de no alejarse uno del otro y demostrarle al mundo la posibilidad de que el amor trascienda a la eternidad.
Se conocieron en medio de la Segunda Guerra Mundial. Antonio había perdido a dos hermanos que fueron a combatir, pues uno murió y el otro fue reportado como desaparecido en los puntos más álgidos del conflicto. Por esta razón recibió un beneficio del Gobierno: lo dejaron cerca de casa para defender su territorio. Tenía 18 años y no salió de Nápoles. Montaba guardia para la ciudad que lo vio nacer y, cuando los vientos de guerra pasaron, se puso a vender raspados en un carro ambulante al frente del café de su madre. Desde allí veía entrar a la joven que venía del campo y surtía de leche a los negocios y casas del sector. Orsola sabía que él era un hombre orgulloso, y, aunque desde el primer momento que lo vio le gustó, prefirió no demostrarlo.
Poco a poco fue surgiendo ese amor que en Italia ven como ejemplo, y ahora, con su muerte, sale a relucir porque duraron 77 años juntos. El legado de los viejos se evidencia con tan solo mirar a los que acompañan su despedida en la capilla. Su hija, de 68 años, y la tataranieta, de 9, están en primera fila. Orsola tuvo siete partos que le dieron diez hijos a Antonio. Conocieron a 18 nietos, siete bisnietos y una tataranieta. Con el crecimiento de la familia, buscaron nuevas casas y se mudaron en tres ocasiones. En los álbumes fotográficos se resume la historia de su juventud. Orsola se convirtió en enfermera, y Antonio, en empresario. Fundaron restaurantes, pizzerías, viñedos.
Sentían devoción por la Virgen de Lourdes, y era evidente en cada rincón de la casa. Cientos de personas se acercaron a los ataúdes afirmando que “ellos se sacaban el pan de la boca para ayudar a los que más lo necesitábamos”. Por eso, cada vez que celebraban el aniversario, el barrio convulsionaba. A los 25 años de matrimonio, Antonio y Orsola pasearon por toda la zona en un carruaje. Ella, con timidez; él, con orgullo. Para las bodas de oro, una limusina trancó las estrechas calles de Nápoles. El 4 de agosto cumplían 70 años de matrimonio y querían una mágica noche con juegos pirotécnicos, “si Dios quiere, decía mi abuela”, cuenta Antonio, uno de los nietos de la pareja.
Efectivamente, Dios no lo quiso. En diciembre los abuelos se contagiaron de covid-19. Al parecer lo superaron, pero todo indica que el virus dejó secuelas en el cuerpo de Orsola y se debilitó. El 17 de febrero su corazón dejó de latir. Antonio entendió lo que pasó cuando vio llegar a la familia vestida de luto; 23 horas después también murió de manera natural. “Cuando mi abuela falleció, hubo mucho dolor, pero cuando mi abuelo lo hizo, todo fue más hermoso. ¿Hay una mejor manera de demostrar el amor? Ninguno quedaría solo. Mi padre advirtió que no podría vivir un solo día sin ella, y era verdad”, dijeron sus nietos, mientras acomodaban los dos cuerpos en la misma cama, donde los velaron.
Su familia está convencida de que en el cielo él le sigue cantando El soldado enamorado, esa melodía napolitana de 1870 con la que la enamoró y todos los días le decía: “Has sido el primer amor, serás el primero y el último para mí”. Los imaginan en un jardín más grande que el de su casa, haciendo el vino y las pizzas que tanto extrañarán de Nápoles, pero viviendo en la eternidad.