En Bogotá, la sugestiva invitación de “ir a La Piscina” no significaba alistar vestido de baño, flotador, chanclas y bronceador. Tampoco si esta se producía un viernes o sábado en la noche, incluso cualquier día entre semana, y mucho menos si era de consignación de la quincena o de la prima de junio o de Navidad.

A 2.600 metros más cerca de las estrellas, con una temperatura que poco motiva a despojarse de la ropa, no era gratuito que la ‘pileta’ más famosa de la ciudad no fuera alguna de las del complejo acuático del parque Simón Bolívar, donde entrenan y compiten los nadadores de la liga de natación.

Desde hace veinte años, la piscina más célebre para miles de bogotanos y turistas fue la que se hizo mito al interior de los muros de un edificio de seis pisos y siete mil metros cuadrados, el primero a la vista de los usuarios de TransMilenio en la estación Calle 22 de la Troncal Caracas, en pleno corazón de la capital del país.

Levantado en los años 40 como una de las primeras unidades habitacionales del barrio Santa Fe, aquel edificio, tiempo después, dio paso al Hotel Mediterráneo, único con piscina en la localidad de Los Mártires. Pero tuvo su mayor transformación a partir de 2002, cuando el entonces alcalde mayor, Antanas Mockus, expidió el decreto que estableció las ‘zonas de tolerancia’ de Bogotá, que autorizaba el ejercicio del trabajo sexual. Entonces, se convirtió en uno de los lugares de lenocinio más visitados de la capital y su leyenda, incluso, traspasó las fronteras.

Detrás de las cuatro paredes

En principio, el negocio no tenía nombre, pero su creciente clientela lo fue bautizando hasta que se colgó el cartel definitivo en la fachada. En aquel entonces, el ‘voz a voz’ daba cuenta de que en el lugar donde había una piscina trabajaban las “más buenas” del país, “¡unos bombones!”, como solían decir los hombres extasiados cuando cruzaban miradas cómplices en los orinales. Para más señas, la puerta de la carrera 15, una cuadra abajo de la Caracas, estaba coronada por un aviso con un sugestivo eslogan encima de la puerta de entrada al parqueadero: “Usted tiene que saber qué hay detrás de estas cuatro paredes”.

Al pasar el umbral que separa el caos y el peligro de la calle 22, donde varios mozos con chaleco estilo billarista andaban a la caza de clientes para los sitios donde trabajan –“ofreciendo” ‘paisas’, ‘caleñas’, ‘venezolanas’ como su principal “producto”–, la pequeña piscina atravesada por un puente era lo que primero acaparaba la atención. Enseguida, las miradas se escurrían a las decenas de mujeres que deambulaban o aguardaban recostadas en la barra, luciendo jeans o vestidos ceñidos con los que resaltaban sus muslos y caderas, y escotes abiertos aunque sin mostrar más allá de lo prohibido. Atuendos más propios para una fiesta de amigos que para pescar clientes en un prostíbulo. Entre otras por la buena cantidad de “peces gordos” que alguna vez quisieron descubrir el misterio “detrás de esas cuatro paredes”.

Los ‘parasoles’. Así fueron denominadas popularmente las mesas a la ribera de la pileta. Las más apetecidas, tanto que había que madrugarle al anochecer para coronar sitio en alguna de ellas. Su visual permitía “disfrutar” de todos los shows centrales de striptease, cada quince minutos, pues en el puente de La Piscina era donde las chicas, al ritmo de la música electrónica, se despojaban de sus prendas hasta quedar desnudas. Luego se acondicionó una plataforma de mayor altitud y desde entonces no había que empinarse o contorsionarse para poder ver por algunos segundos el espectáculo entre la multitud de cabezas. No todas las mujeres están obligadas a hacerlo. Hay auténticas expertas en pole dance, que salían a pasarela en estricto orden de inscripción, y para quienes suponían $100.000 por parte de la administración, aparte de los billetes que los clientes ponían en sus bragas a manera de propina. A otras les bastaba una mirada y el acento para conseguir incluso más que si mostraran sus atributos.

Aunque gran parte de la clientela la constituían grupos masculinos con el único plan de tomarse unas cervecitas (con lo de una ‘pola’ se compraban cuatro en la tienda de la esquina) y simplemente mirar el provocativo baile de las mujeres. Quienes pedían una media de ron, aguardiente o whisky, tenían el aliciente de un show privado en la mesa, y con la chica que eligieran, siempre que estuviera disponible. No más de “cinco centavitos de felicidad”, como diría en una de sus canciones el Chinche Ulloa.

Ellas solo accedían a sentarse, a manera de damas de compañía o novias por una noche, con quienes compraban botellas de licor, no solo porque tienen la promesa de una comisión por cada frasco consumido, sino que los efectos del alcohol en la cabeza de los hombres más eufóricos los convertía en potenciales candidatos a atravesar las puertas del ascensor y subir de la mano de una de ellas a una de las 70 habitaciones y 15 suites ubicadas desde la tercera planta, a cambio de solo 20 minutos de intimidad, cronometrados con rigurosidad. Los de las cervezas se conformaban con ver el desfile de los afortunados y pasar saliva, porque no les daba derecho ni a una ‘picadita’ de ojo de alguna de las mujeres.

Durante el día, las habitaciones servían para que algunas de las trabajadoras del lugar tuvieran allí su residencia, sobre todo quienes venían fuera de Bogotá. Podían desayunar o almorzar en el negocio, y debían aguardar hasta las 4:00 de la tarde cuando la clientela comenzaba a husmear. Hubo una época en que esa espera se hizo corta, aquella temporada en la que a los dueños les dio por abrir a la hora del “corrientazo”.

El cortejo

La rutina se repetía noche tras noche. Miradas cruzadas de lado a lado, invitaciones a una copa, a bailar una canción, y en algunos casos hasta besos y caricias. Una especie de cortejo que se consumía hasta que las improvisadas parejas acordaban el precio para subir al “reservado”. En promedio, las mujeres de La Piscina no se acostaban con sus clientes por menos de 120.000 pesos, a lo que había que añadir los $50.000 por derecho a la pieza.

Arriba, cuando las puertas del ascensor se abrían, una de las empleadas recibía a la pareja, al hombre le cobraba el dinero (se podía pagar con tarjeta), le entregaba un preservativo y un sobre de pañuelos Kleenex, y a ambos los conducía a la habitación disponible. Cerraba la puerta y volvía minutos después para golpearla con los nudillos de la mano, como quien hace sonar la campana durante una pelea de boxeo, indicando que el momento de la faena había expirado.

Las parejas, que antes habían entrado al ascensor como si fueran dos enamorados, salían después como lo que en realidad eran, dos desconocidos. Y tras una fría despedida, las mujeres regresaban a la pasarela para conquistar un nuevo cliente, y nunca más volver a ver a quien había sido su reciente amor. Para las más cotizadas, una noche de éxito podía significarle ganancias entre uno y tres millones de pesos.

Por lo general, quienes salían con ese botín en sus carteras eran las chicas del segundo piso, que a manera de balcón rodeaba La Piscina y tenía la categoría de VIP. Allí bailaban, bebían y conversaban las mujeres más atractivas, y tenían en su sitio clientes de bolsillo más amplio. Para permanecer allí el consumo mínimo era una botella de trago.

“En una noche podemos vender hasta 100 millones de pesos, pueden entrar entre 800 y 1.000 personas bien acomodadas”, confesó, en 2014, Avelino Chivatá, quien se identificó como administrador de La Piscina, en un reportaje para la revista SoHo. “Lo que más me gusta es ver a los extranjeros agarrarse la cabeza cuando están en la zona VIP y no pueden creer lo que ven. Las mujeres colombianas son muy abiertas, además de su belleza”.

Fiestas de tradición

En aquel entonces, el administrador también admitió que los días de mayor afluencia coincidían con los del pago de quincena o de prima, en los que hasta 150 mujeres podían acercarse a trabajar.

Pero las fiestas más celebres que recuerden las paredes de La Piscina eran las de disfraces en los fines de semana de Halloween, o las tradicionales lechonas que se repartían a los clientes a la medianoche de cada 23 de diciembre, en vísperas de Navidad. Los más asiduos a este club nocturno sabían que la fiesta se extendía hasta el amanecer, pues salir a la calle en la penumbra de la madrugada era exponerse a atracos y cosquilleos. Afuera, ninguno de los 40 empleados de logística ofrecía protección.

La Piscina alcanzó su apogeo a mediados de los años 2000, entre otras porque sus instalaciones sirvieron para la grabación de comerciales y el rodaje de la película colombiana ‘Soñar no cuesta nada’, la más taquillera de 2006 en las salas del país, y que recreaba la historia de los soldados que hallaron una guaca de las FARC en plenas selvas del Caquetá.

Dio paso a decenas de establecimientos por las manzanas comprendidas entre la Caracas y la carrera 17, y las calles 23 y 19. ‘Paisas’, ‘El Castillo’, ‘Troya’ terminaron siendo el escampadero de quienes encontraban La Piscina llena, y hasta se llegaron a abrir numerosos locales imitando el nombre de la joya del Santa Fe. ‘Piscina Matinal’, ‘Piscina del Norte’ fueron algunas, pero estas imitaciones nunca prosperaron, como sí lo hicieron por toda Bogotá las de Surtidora de Aves de la Calle 22, el otro negocio por excelencia del barrio.

Pero los buzos de la investigación de la Policía se sumergieron en las aguas efervescentes de este club nocturno y recolectaron pruebas para demostrar que allí se movía un complejo negocio de venta de drogas ilícitas, orquestado por la banda denominada ‘Los Compa’. Puede que todos lo sospecharan. Los metres y vigilantes, a cambio de un buen billete, complacían antojos –lícitos o ilícitos– de los clientes.

Tras varias diligencias judiciales, el pasado 24 de noviembre de 2021 se conoció la noticia: La Piscina entraba en proceso de extinción de dominio. Era el fin a más de 20 años de noches color neón y perfume de mujer.

Es incalculable el número de bogotanos, forasteros y turistas que se dieron un “chapuzón” en la ‘pileta’ más famosa de la ciudad, y puede que quienes alcanzaron a hacerlo les digan a las generaciones venideras que en las primeras dos décadas del siglo XXI “ir a La Piscina” en Bogotá no significaba alistar el traje de baño, el flotador, las chanclas y el bronceador.