En el despacho del Palacio presidencial, durante años, un letrero colgado en la pared recordaba una frase de Simón Bolívar: “Solo hace bien al gobernante quien le dice la verdad”. Ese, el de hablarle sin tapujos y con contundencia a Iván Duque, es justamente el papel que se echó al hombro Clara María González, secretaria jurídica de la Presidencia. Pero en este caso esa labor, más que aplausos, le ha traído a la funcionaria varios enemigos en los pasillos de la Casa de Nariño.

Ese estilo frentero la convirtió en una piedra en el zapato de algunos de los alfiles del presidente. Más que como una aliada, la ven ahora como una amenaza para sus intereses personales y están moviendo sus fichas para aburrirla y sacarla del camino. ¿Qué hace que González sea tan incómoda para algunos en Presidencia?

Es una respuesta simple: ella se para en la raya cuando en el Gobierno algunos tratan de impulsar exabruptos jurídicos para solucionar los momentos de crisis. Esa situación se ha presentado ya varias veces en lo corrido de esta administración y esta funcionaria se ha impuesto para frenar algunas de las medidas extremas que promueve el ala radical del uribismo. El primer ejemplo de ese pulso fue el episodio de Jesús Santrich.

Para ese momento, el partido de gobierno y el entonces fiscal general, Néstor Humberto Martínez, estaban alineados en hacer lo necesario para impedir que Santrich saliera en libertad. El tema no era fácil. La Corte Suprema de Justicia había ordenado sacar al guerrillero de la cárcel y se debía actuar rápido para evitar que eso pasara. Martínez, quien por esos días estaba en jaque por el rumor de que la corte iba a pedirle la renuncia, coincidía con Álvaro Uribe en convencer al presidente de decretar la conmoción interior. La Constitución contempla esa figura para darle un margen de acción al jefe del Estado en situaciones extremas que realmente lo ameriten. Pero definitivamente la inminente libertad de Santrich, que sin duda indignaría al país y dejaría mal parada a la Justicia, no justificaba una medida tan extrema.

Más allá de ese debate circunstancial, el presidente Duque alcanzó a casarse con la idea de que sería esa la única salida para evitar la libertad del guerrillero. Sin embargo, a las pretensiones de quienes querían en el Gobierno decretar la conmoción interior les salió un palo en la rueda: la secretaria González.

Ella, con elementos puramente jurídicos, respaldados por el procurador Fernando Carrillo, logró desbaratar la tesis del fiscal y del expresidente y convenció al jefe de Estado de no meterse en esa aventura. Clara María hizo un acto de responsabilidad, pero al uribismo recalcitrante, dispuesto hasta lo imposible por atajar la libertad de Santrich, la posición de la funcionaria le cayó como una patada. Como la jurista se le atravesó a la figura de conmoción promovida por Uribe y por Martínez Neira, este último sorprendió al país al anunciar su renuncia como señal de protesta ante la inminente libertad del guerrillero.

Ese episodio dejó una grieta entre González y un sector del uribismo, pero ella seguía contando con el apoyo del presidente. A tal punto que, luego de la inesperada renuncia, este decidió incluirla en la terna para la Fiscalía General de la Nación, en lo que Uribe estuvo de acuerdo. No obstante, con esa designación quedó claro que el reconocido carácter de Clara María ya no gustaba tanto en ciertas esferas de la Casa de Nariño. Incluirla resultó, de alguna manera, un regalo envenenado. Ya que como funcionaria subordinada al presidente ella había mostrado independencia, varios altos funcionarios de Palacio consideraron inconveniente entregarle el inmenso poder de manejar el ente acusador.

En público, los presidentes siempre afirman su imparcialidad ante los tres candidatos que postulan para ese importante cargo. Pero, en realidad, en privado tienen su preferido y mueven las piezas necesarias para que resulte elegido. Eso, en efecto, ocurrió con la escogencia del hoy fiscal Francisco Barbosa. Ser ungido fiscal en ese momento era casi imposible, pues, por las vacantes en la corte, se necesitaba la unanimidad de los 16 magistrados que entonces la conformaban. Eso no se logra quedándose quieto.

Barbosa pudo sumar a su equipo al contralor Felipe Córdoba; a la entonces ministra de Justicia, Margarita Cabello; al registrador Álex Vega; al fiscal encargado y dueño entonces de la nómina, Fabio Espitia; a los exfiscales Martínez, Eduardo Montealegre y Jorge Perdomo; a una buena parte de los altos consejeros presidenciales; al director de Planeación, Luis Alberto Rodríguez; y, según fuentes consultadas en reserva por SEMANA, también al propio presidente de la república. Al competir con semejante plantilla de poder y solo con el beneplácito de Luigi Echeverri y Alberto Carrasquilla, era claro que Clara María González no tenía chance alguno de ganar.

Esa aplanadora que eligió a Barbosa no es un tema público, pero sí un secreto a voces en las altas esferas del poder. Desde entonces, la ‘guerra’ contra la secretaria jurídica quedó planteada. Con motivo de las protestas de los últimos días y de las tensiones entre el Ejecutivo y los líderes de la minga indígena, el fantasma de la conmoción interior volvió a asomarse por los pasillos de la Casa de Nariño.

Un sector importante que le habla al oído al presidente consideraba que esa, otra vez, era la única salida para evitar las manifestaciones y un rebrote del contagio del coronavirus. De nuevo, González se impuso para impedir esa figura, que en esta ocasión tampoco era conveniente.

Existen hoy voces en Palacio que creen que en el contexto actual se requiere de más mano dura para dirigir los destinos del país. Cuando el Tribunal Administrativo de Cundinamarca le ordenó al Gobierno reunirse con la alcaldesa de Bogotá y su equipo para acordar un protocolo de protestas, en Casa de Nariño algunos alcanzaron a pensar que lo lógico era desacatar el fallo y seguir como si nada.

Pero González volvió a llamar al orden y le advirtió al presidente que no podía hacer eso. Él, confiado en el buen criterio de su funcionaria, la encargó de esa gestión y de hacer los ajustes necesarios con el Palacio Liévano para lograr acuerdos. Eso, según las fuentes consultadas, no le gustó a Diego Molano, director del Departamento Administrativo de la Presidencia (Dapre), quien por su actividad de varios años en el Concejo conoce los temas de Bogotá y quiere aspirar a la alcaldía.

La animadversión hacia Clara María González ha tenido hasta toques anecdóticos. Resulta que, como la habían encargado de coordinar las reuniones con la Alcaldía, en Presidencia decidieron no ofrecer bebidas, comidas ni refrigerios. Ante esa situación, apenada de no poder brindarle ni un vaso de agua a la alcaldesa, González decidió comprar de su bolsillo lo necesario para atender a los invitados a Palacio.

Es evidente que varios en la Presidencia están incómodos con la presencia y posiciones de Clara María, cosa que no ocurre entre los miembros del gabinete. En su gran mayoría, la tienen en buena estima y saben que con su criterio jurídico están tranquilos.

Frente a esta situación de lucha de poder y de intrigas palaciegas, el presidente tendrá que decidir si respalda a una de sus más eficientes colaboradoras. Ahora, tampoco es imposible que, más temprano que tarde, González se aburra. Habrá que ver cómo termina esta guerra fría en la Casa de Nariño.