Los asesinos de Carlos Aldairo Arenas dejaron una nota en su casa luego de matarlo. “Fuera Cejas, aquí no queremos sapos”. La ley del páramo es la ley del silencio. Y por esos días, a finales del año pasado, no se podía decir, nadie se atrevía, que por el nevado de Santa Isabel rondaban hombres desconocidos que pretendían apoderarse de la apartada región del Tolima. Las pistas del crimen eran escasas, no iban mucho más allá del relato de lo que había sucedido en la noche del 8 de noviembre.

Dos personas con el rostro cubierto con pasamontañas llegaron hasta África, la finca que cuidaba Arenas, a unas cuatro horas de la cima del nevado a 4.965 metros sobre el nivel del mar, una de las seis cumbres del Parque Nacional Los Nevados. Los desconocidos entraron a la fuerza a la cocina donde Cejas, como lo llamaban, pasaba el rato con dos amigos, tomando una bebida caliente para calmar el frío. Le dijeron que tenían que hablar y se lo llevaron. En la soledad del páramo, la casa más próxima estaba a más de una hora de camino. No hay señal de celular. No había forma de pedir auxilio. A la mañana siguiente, con la luz del día, los amigos se atrevieron a salir de la casa. Lo encontraron a un kilómetro, tirado en el suelo con un disparo en la cabeza. El asesinato consternó al pueblo de Santa Isabel y también al entorno de los ambientalistas. Cejas era muy conocido porque se había convertido en el guardián de ese nevado, que conserva una de las últimas masas glaciares del país y es hábitat del cóndor de los Andes. Era, además, prudente, silencioso, tranquilo y fácilmente se ganaba el cariño de la gente. ¿Quién podría asesinar a un hombre querido por todos? Cejas era prudente, silencioso, tranquilo y fácilmente se ganaba el cariño de la gente. ¿Quién podría asesinar a un hombre querido por todos? Esta semana y en esa zona, el Ejército y la Policía desplegaron una serie de operativos complejos por la altura, arriba de los 4.000 metros sobre el nivel del mar, contra un grupo de disidencias de las Farc. El sábado pasado capturaron a alias Pablo y en medio de combates hirieron a otro supuesto delincuente. El lunes capturaron a alias Alexánder en el casco urbano de Santa Isabel, el pueblo de Cejas. Le incautaron un fusil AK-47, un revólver y municiones para ambas armas.

El Ejército capturó esta semana a alias Alexánder, señalado de dirigir una estructura disidente de las Farc que extorsionaba, robaba ganado y reclutaba en el norte del Tolima. Investigan a ese grupo por varios asesinatos. Según las autoridades, Alexánder entró a las Farc en 1995, pasó por varias unidades guerrilleras y lo capturaron, pero se fugó. Alias Pablo era su jefe de seguridad. Ambos lideraban un grupo de disidentes conocido como la Comisión Sexta, que había llegado a tomarse el norte del Tolima, y se movían por Santa Isabel, Cajamarca, Anzoátegui, Venadillo e Ibagué. Se dedicaban, sobre todo, a la extorsión, al robo de ganado y al reclutamiento. Justamente, a Alexánder lo identificaron personas a las que quiso meter a su estructura. También lo señalaron de aliarse con Guadalupe, jefe del ELN en el Tolima, capturado en marzo. Planeaba expandirse en un territorio de altas montañas que le servían de retaguardia.

Alexánder fue procesado por tráfico y porte de armas y concierto para delinquir. Sin embargo, las autoridades relacionan su grupo con muchos otros delitos. El coronel Andrés Quintero, comandante de la Sexta Brigada del Ejército, la que lo capturó, aseguró que lo investigan “por varios asesinatos en el norte del Tolima el año pasado”. Las autoridades, sin embargo, no se refirieron directamente al caso de Cejas para no entorpecer las labores de la Fiscalía. Pero fuentes muy cercanas al caso le aseguraron a SEMANA que esta estructura al mando de Alexánder mató al guardián del cóndor. Así lo indican testimonios y pruebas. ¿Por qué lo mataron? Cejas se negaba a irse, aunque muchos le decían que la soledad y esas temperaturas que bajan de los cero grados no eran las indicadas para llevar una vida. Durante sus 44 años salió pocas veces del nevado. Allá había nacido y allá se quedó cuando, siendo todavía adolescente, su padre murió y su familia dejó la montaña para instalarse en el pueblo. Apenas bajaba a visitar a su hija y hacer mercado. De tanto caminar y explorar conoció el páramo y el nevado como nadie. Así se convirtió en el guía de los turistas, los biólogos y los ecologistas que llegaban a estudiar la montaña de bosques de frailejones y cubierta por la niebla, donde un foráneo puede perderse con facilidad. Cejas incluso sabía atraer al cóndor de los Andes, un gigante esquivo que les huye a las personas, pero que solía avistar desde su finca. Él había logrado la hazaña porque no permitía la cacería cerca a su predio, pues los tiros asustan al ave. Y cuando algún animal de su corral moría, abandonaba los restos para que el cóndor se los comiera.  

Ese conocimiento lo llevó a trabajar en la ruta del cóndor, un programa ecoturístico local. En los muros de su habitación colgaban decenas de recuerdos que le dejaban los turistas a los que él acompañaba por esas montañas: amuletos, recortes de periódicos, manillas, libros. Su casa quedaba a 15 horas a lomo de mula del pueblo, por una trocha cubierta de rocas gigantes y tan empinada que, en algunos tramos, los visitantes casi que deben subir a gatas. El páramo no había estado libre de la violencia. De hecho, allí está enterrado Sangrenegra, el mítico y despiadado bandolero conservador al que se le atribuyen más de 300 asesinatos y 300 violaciones. Los habitantes saben que a esas alturas no suelen llegar las autoridades. Y los grupos ilegales lo aprovechan. Cejas incluso sabía atraer al cóndor de los Andes, un gigante esquivo que les huye a las personas, pero que solía avistar desde su finca. Hacia septiembre, un hombre estuvo talando bosque en el páramo. La corporación ambiental se enteró, le decomisó la madera y lo sancionó. Versiones conocidas por SEMANA apuntan a que esa persona tenía relaciones con las disidencias y que estaba talando para construir una base del grupo armado.

Cejas se oponía a las talas y quemas dentro de la comunidad, así que el señalamiento de haber sido quien denunció cayó sobre él. En octubre lo amenazaron. Entonces bajó al pueblo y pasó una semana allí, algo que nunca hacía. Estaba angustiado, sabía que en el nevado quedaba indefenso. Pero no soportó mantenerse lejos de la finca y volvió. Semanas después, el 8 de noviembre, se levantó al amanecer, como de costumbre, ordeñó las vacas y contó las ovejas. Los desconocidos irrumpieron en la noche y lo asesinaron. El caso de Cejas no es un hecho aislado. En febrero, según las pesquisas, el ELN asesinó a Yamid Alonso Silva, guardaparques del nevado del Cocuy. A Wilton Fauder Orrego, guardaparques de la Sierra Nevada de Santa Marta, lo mataron el año pasado. A Colombia le quedan 36 kilómetros cuadrados de nevados, el 10 por ciento de lo que tenía hace más de 100 años. Y quienes se atreven a cuidarlos hoy enfrentan la amenaza de grupos ilegales que ven esos lugares como zonas perfectas para esconderse y delinquir. El cuerpo de Cejas abandonó el nevado para siempre a lomo de mula. Mucha gente asistió al entierro. Los habitantes de la montaña bajaron y llegaron ambientalistas y hasta periodistas de Ibagué. Su madre siempre tuvo miedo de que viviera tan apartado porque si algo le pasaba, si se enfermaba o una bestia lo pateaba, nadie podría auxiliarlo. Pero Cejas solía decirle: “Esa es mi tierra, es lo que amo y de allá no tengo por qué salir”.