Después de los abogados, posiblemente los delincuentes son quienes más conocen la ley. O creen conocerla. Es lo que está pasando con Otoniel Úsuga, el jefe de la más poderosa banda criminal del país. Hace unas semanas uno de sus campamentos fue bombardeado por la Fuerza Aérea, y él ha dado la orden a su abogado de que emprenda acciones judiciales contra el Estado, argumentando uso excesivo de la fuerza y muerte de civiles. Es muy remoto que este hombre, el más perseguido de Colombia, tenga éxito en su estrategia de combinar la violencia con la defensa de los derechos humanos. Pero no está equivocado en que estas operaciones están transitando una delgada línea entre lo permitido y lo prohibido en materia de lucha contra el crimen organizado. Desde hace varios años diversos sectores del Congreso, e incluso el Ministerio de Defensa, han intentado que a las bacrim se les trate en el marco del derecho internacional humanitario (DIH). Es decir, que se les considere un grupo armado al margen de la ley, similar a las Farc, y no solo, como ha sido hasta ahora, como delincuentes comunes. Los argumentos que se han dado es que tienen un alto nivel de organización (mando unificado y control de territorios) y mantienen cierto nivel de hostilidades que permiten un tratamiento militar. Esas dos condiciones son las que el DIH establece para que se pueda usar una fuerza de la magnitud de un bombardeo. Sin embargo, ese tratamiento de ‘enemigo’ no tiene sustento legal hasta ahora en el país. Una directiva del propio Ministerio de Defensa, emitida en febrero de 2011, traza una clara frontera al respecto y deja a las bacrim en el campo del crimen organizado. A pesar de la expansión y peligrosidad de las bacrim, las objeciones a que se les trate como a un grupo armado que hace parte del conflicto tiene fundamentos serios. En primer lugar, porque si bien hay regiones donde estas tienen campamentos y grupos ‘enrolados’, son más que todo redes criminales que usan las armas para intimidar y proteger sus negocios ilícitos, más que para atacar al Estado o la población. En ese contexto un bombardeo podría romper el principio de proporcionalidad y terminar lanzando, por ejemplo, una bomba letal contra un grupo armado pequeño que custodia un laboratorio de cocaína. Segundo, porque eso los pone ad portas de un tratamiento político. Para el gobierno sería muy difícil sostener que son grupos meramente criminales, cuando se les está reconociendo las capacidades de un grupo paramilitar o guerrillero. Tercero, porque en la Colombia de hoy eso sería prolongar la guerra, cuando se avizora el fin del conflicto con la guerrilla más numerosa y extensa del país. Hasta ahora esa directiva sigue vigente y por eso los bombardeos a las bacrim se han hecho cuando están combinados con la guerrilla. En el caso de Urabá, el Ministerio de Defensa insiste en que la información de inteligencia arrojaba connivencia de ese grupo, en particular con el ELN. Y se podría usar en la zona de influencia del EPL en Catatumbo, dado que este grupo es un extraño híbrido de guerrilla y narcotráfico. El ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, ha dicho recientemente que está dispuesto a reabrir el debate dado que la amenaza de las bacrim está creciendo –lo cual es cierto– y que no se pueden combatir con bolillo y machete. Esto último es una exageración. La Policía colombiana tiene una probada capacidad para hacer operaciones de envergadura contra estructuras muy violentas del narcotráfico y la Fiscalía viene avanzando notablemente en la judicialización. El tratamiento que debe dárseles a las bacrim es un dilema grande, máxime cuando son una de las mayores amenazas para el proceso de paz. Pero los bombardeos son una respuesta fácil y riesgosa. A estas alturas la pregunta que debería hacerse el Estado es por qué, a pesar de que hace un lustro se definió una política integral para combatirlas, hoy parecen más fuertes que nunca.