El 18 de abril de 2004 el horror irrumpió en Bahía Portete. Ese día entre 40 y 50 paramilitares del Frente Contrainsurgencia Wayú llegaron armados y vestidos con prendas militares a un caserío en la alta Guajira al que a veces no llega ni el viento. Durante casi 48 horas se convirtieron en los verdugos de un pueblo olvidado, decapitaron a sus líderes, asesinaron a sus niños, profanaron sus cementerios e incendiaron sus casas. De ahí que la decisión del gobierno nacional de declarar ese lugar, no un campo santo para conmemorar la muerte, sino como un parque natural nacional para celebrar la vida, haya sido vista como una medida para dejar atrás un pasado irrepetible. El 20 de diciembre llegó el presidente Juan Manuel Santos a Bahía Portete, un corregimiento de Uribia, la llamada capital indígena de Colombia. Desde Gustavo Rojas Pinilla, ningún primer mandatario había pisado ese refugio de los wayús. Santos habló por más de media hora, pausadamente, para que un traductor interpretara sus palabras en wayuunaiki. Se refirió a la importancia del parque, prometió mejorar 450 pozos de agua y promover la pesca y en ninguna de las líneas de su discurso mencionó la masacre. Sin embargo, para la comunidad wayú todo tiene que ver con lo que sucedió esos días. Según el informe del grupo de Memoria Histórica este episodio “fracturó de forma drástica el sentido de unidad y de cohesión social de la comunidad”. Los paras golpearon lo que los indígenas más amaban, y rompiendo los códigos universales de la guerra sus víctimas solo fueron mujeres. Según relata el informe, llegaron a las siete de la mañana, seguros de que la mayoría de los hombres estarían pescando en el mar. Buscaron primero a Margoth Fince Epinayú, de 70 años, de la Asociación Indígena de Autoridades Tradicionales. La amarraron y la asesinaron con un machete delante de sus vecinos. Luego fueron a la casa de Rosa Fince Uriana, otra líder dueña de una tienda. Su cuerpo apareció días después decapitado y torturado. Y así continuaron. Aunque solo se confirmó la muerte de ellas dos ese día, de otras mujeres nunca se supo nada. Para los wayús las mujeres son intocables. En la guerra, ellas tienen el rol de recoger los heridos y los muertos, curarlos o enterrarlos. Los paras dieron 24 horas para hacer esa tarea y luego de esto, la mayoría del pueblo, que había permanecido escondido en los manglares, salió huyendo. Se cree que es el desplazamiento más grande de los wayús en su historia, y casi diez años después algunos de sus miembros apenas comienzan a regresar. Por ello, tiene tanto significado que Bahía Portete sea hoy un parque natural. Como dijo el presidente Santos la declaratoria de este lugar como zona protegida es una iniciativa “totalmente compartida y consultada” con las comunidades. Más de cinco años tardó el proceso de consulta previa entre parques nacionales y los wayús para encontrar la mejor manera de conservar esa tierra. Bahía Portete es un lugar privilegiado por la naturaleza. Es la zona con mayor cantidad de pastos marinos en el Caribe colombiano. Su paradisiaco paisaje alberga una enorme cantidad de corales, manglares, aves, moluscos y cientos de tortugas marinas, una especie en vía de extinción en el mundo, llegan allá cada temporada a desovar. El mar que baña esas costas es uno de los pocos puertos naturales del país. La bahía tiene una profundidad de entre tres y 20 metros, y por esta razón los barcos que llevan el carbón del Cerrejón (que se embarca en Puerto Colombia muy cerca de allí) pueden acercarse a la orilla sin problema. Por cuenta de esa riqueza, el Estado decidió declarar allá un parque, la máxima figura de protección ambiental pues significa que todas las actividades del hombre (salvo las de las comunidades indígenas) quedarán prohibidas para siempre. El parque no es sobre la tierra, sino sobre el mar, y cubre una superficie de 125 kilómetros cuadrados entre el Cabo de la Vela y Punta Gallinas. La declaratoria de Bahía Portete no es un hecho aislado. Sin mayor bombo pero férreamente, los ambientalistas, liderados por la directora de Parques Nacionales, Julia Miranda, han librado una cruzada para que el país tenga más áreas protegidas. Su meta es llegar en 2020 al 17 por ciento de su territorio continental y al 11 por ciento de sus zonas marinas (hoy es el 1,2 y 1,4 respectivamente). Y lo van logrando. En los últimos años duplicaron el área del parque Chiribiquete, en el corazón de la Amazonia, aun cuando había intereses petroleros y mineros en esa área. Así, Colombia quedó con una superficie del tamaño de Puerto Rico dedicada solo a la conservación de la selva. También declararon un área en Acandí (Chocó). En pleno golfo del Darién quedaron protegidas 26.000 hectáreas como un ‘santuario de fauna’. Por eso, la consagración de Bahía Portete para ellos es una victoria. En últimas, en esos parques se están jugando dos batallas fundamentales. La primera frente a la industria extractiva. Colombia es el segundo país más biodiverso del planeta, sin embargo, como demostró la pelea por el Páramo de Santurbán, el sistema para proteger esa riqueza es caótico. El gobierno tardó más de cuatro años en delimitar ese páramo (hizo el anuncio hace apenas unas semanas), aun cuando se convirtió en una polémica nacional. Pero hay un tema más complejo. El presidente Santos declaró en su primer gobierno casi 18 millones de hectáreas “reserva estratégica minera” en la Amazonia y el Chocó. Unos días antes de dejar su cargo, el entonces ministro Frank Pearl le mandó un salvavidas a la selva. Expidió un decreto en el que obliga a ordenar ambientalmente la región antes de entregar cualquier concesión minera o petrolera. Ninguno de sus sucesores ha hecho esa tarea. La ministra Luz Helena Sarmiento amplió un año más el plazo para realizar ese procedimiento, pero como esto solo podía hacerse una vez, el ministro Gabriel Vallejo está contra reloj. Si se termina el plazo, el sector extractivo tendrá vía libre para entrar a la Amazonia y al Chocó. El otro frente en juego es el proceso de paz. Durante más de medio siglo la guerra en Colombia ha tenido su epicentro en los parques naturales. La Macarena, La Sierra Nevada, el Catatumbo, el Paramillo han visto nacer y expandirse a los grupos armados. Paralelamente han sido el escenario de lo mejor y lo peor que tiene Colombia. Como en muchos otros lugares, el único futuro viable para esos refugios es la conservación y el ecoturismo. Por eso el tránsito que se haga del conflicto a la paz dependerá en gran parte de lo que se pueda lograr en ellos. Alrededor del mundo la naturaleza ha logrado unir lo que las personas han intentado separar. Palestina e Israel han hecho algunos acuerdos sobre el agua, la frontera entre las dos Coreas es candidata para ser reserva natural de la Unesco, e incluso Ecuador y Perú le pusieron punto final a un conflicto fronterizo con un parque binacional. A Ruanda, un país al que el mundo recuerda por el genocidio de un millón de personas, la visitan hoy miles de turistas que pagan alrededor de 1.000 dólares por ver sus gorilas. Bahía Portete se la está jugando por hacer ese tránsito. Sus habitantes durante décadas han estado a merced de todas las guerras. Han vivido bajo el poderío del paramilitarismo, los narcos, los contrabandistas, los marimberos. Como le dijo, el líder de la comunidad, Luis Epinayu, al presidente Santos el día de la declaratoria, “han llegado muchas personas a querer apoderarse de lo que es nuestro, pero nosotros queremos conservarlo”. Para ellos, la única forma de proteger su territorio fue convertirla en parque. Por eso, llevará su nombre en wayuunaiki. Kaurrele significa la Perla del Caribe, una joya natural que esperan nunca volver a perder.