El presidente Belisario Betancur siempre se sintió orgulloso y destacó su calidad de hijo de la arriería, en alguna entrevista contaba que gracias a esos viajes junto a su padre y sus amigos por los caminos de Antioquia descubrió y se enamoró de la literatura, fue en aquellos viajes de trashumancia donde se puso en contacto con la tradición oral de sus mayores, y siempre conservó aquella alegría innata de los arrieros. Desde niño acompañó a su padre y disfrutó compartir con él y sus compañeros de arriería aquellas tardes de conversación y canto, y aquellas madrugadas a coger camino.
Toda la vida se sintió orgulloso de su tierra, aquel Morro de la Paila, en Amagá, en el suroeste antioqueño, donde nació en el mismo año en que se fundó el Banco de la República y llegó a Colombia la misión Kemmerer. De su infancia persistió en su vida, además del amor por el campo, que son la patria y la gente, su desvelo por la lectura y por la sabiduría; de su maestra, Misiá Rosario Rivera, en su escuela falda arriba en la vereda El Morro, del municipio de Amagá, una casita de techo de paja rizada y tenues paredes de bahareque sin puertas ni ventanas, con su tierna humanidad, llevándole la mano para llenar la plana con sus primeras letras barrocas, con la inmensa llanura de su sabiduría, puliéndole la letra al hijo del arriero: a la expresión humana de la cultura de la arriería, recuerdo que le acompañó toda su vida.
Misiá Rosario no lo podía matricular, porque solo tenía cuatro años y la edad requerida eran siete años, pero lo recibía como ayudante suyo, porque sabía leer, escribir, y las cuatro operaciones: todo ello se lo habían enseñado los arrieros, compañeros de su papá, que recogían la carga de Medellín que el tren dejaba en la estación de Camilocé, hasta donde llegaba, y la distribuían por los pueblos del suroeste de Antioquia, de los que traían productos agrícolas para Medellín.
Hasta el último de sus días siguió amando el sabor a nostalgia de las pequeñas poblaciones, como lo demuestran el hecho de que escogió para pasar gran parte de sus últimos años a Barichara, un pueblo típicamente colonial del departamento de Santander, y su obra Declaración de amor: del modo de ser antioqueño, en cuyo capítulo Ojos y alma se llenan, Betancur, refiriéndose al tango, señala: “en mi pueblo, que hace medio siglo se comunicaba por ferrocarril, sus gemidos (el tango es el pensamiento triste que se baila, decía Enrique Santos Discepolo) se oían en las fondas en que se juntaban los campesinos y los maquinistas, freneros, cadeneros y personal de mantenimiento, bajo el mismo común denominador de la nostalgia”.
Quienes lo acompañaron, entre ellos sus amigos y familiares, siempre pudieron advertir que seguía teniendo esa curiosidad infinita que tuvo desde niño para observar todas las cosas, con profundidad, pero además con ese rasgo de sensibilidad inconfundible que caracteriza a los poetas, que nunca dejan de sorprenderse. Ya bien avanzados los años seguía asombrándose ante un helado, una arepa o un sancocho antioqueño, igual que ante la belleza de un atardecer y la forma pendular en que discurre a veces la vida: de la lentitud y la pausa al vértigo, y a la “visconversa”, como dirían los campesinos que él tanto valoró, en expresión irrepetible en esta academia, por no existir aún en el idioma español.
De sus padres, Rosendo Betancur y Ana Otilia Cuartas, aquella criatura seguiría arrastrando a lo largo de su vida el tesón, el deseo de seguir adelante por encima, o incluso a través, de todas las vicisitudes que se cruzaran en su camino. De su padre, a quien ayudaba en sus quehaceres de arriería desde los tres años, había aprendido que no era fácil la vida, de los 22 hijos de aquella pareja que fueron sus padres sobrevivieron solo cinco.
Ese recuerdo lo mantuvo siempre como uno de esos derroteros que lo guiaron a lo largo de la vida, y que lo hacían soñar con que las cosas siempre podían cambiar. Lo único necesario era seguir en busca de mejores horizontes y alcanzar nuevos límites, hasta asomarse a la “abierta llanura del planeta”, como alguna vez escribió. Basta mirar cómo describe el propio Betancur su itinerario vital: “mirándolos hoy en el espejo retrovisor, cada movimiento mío fue una búsqueda: en Amagá era un montañero descalzo, con todo el peso peyorativo y humillante que esa palabra encierra en el ámbito municipal. En Medellín ascendí a pueblerino con zapatos y en Bogotá fui un provinciano paisa de gabardina, pero diluido, mezclado, mimetizado con todos esos otros provincianos que forman la población de la capital, donde es fama que resulta difícil toparse con un bogotano raizal”.
En la Asamblea de Naciones Unidas señalo: “No soy un tecnócrata –digo con nostalgia–, sino un viejo profesor universitario que le vio de cerca la cara al hambre, que durmió en parques e hizo toda clase de oficios por sobrevivir. Soy, pues, hijo del subdesarrollo y sobreviviente de esa grave enfermedad que es el atraso. Conozco, por personal experiencia, alegrías y tristezas de esa rama de la estirpe humana, la más extensa, la más sufrida y tal vez universalmente la más sabia. Con esa sabiduría he hablado ante este estremecedor auditorio; sin signos mesiánicos lo he hecho ni otra pretensión que haber llegado a presidente de mi patria por el voto libre de mi gente humilde, cuyo lenguaje claro, rotundo y franco les he hablado.
A pesar de haber sido un gran viajero, como buen bardo que era, amó por encima de todo a su patria, a su terruño. En la introducción al libro Declaración de amor: del modo de ser del antioqueño, señala: “al empezar a escribir estas notas no sentí la angustia de la página en blanco, porque pensé: “si hay un tema que domine en el mundo es este”, pero, continúa: “craso error. A medida que empecé a organizar estas ideas me fui dando cuenta de que con Antioquia me pasa lo que a todos con las cosas más cercanas y amadas: cuanto más cercanas y amadas, cuanto más sea el amor más difícil es expresarlo. De ahí el horror que produce la anunciación de un poema a la madre, o de un canto a la patria”. Con respecto a su tierra natal escribió: “mi pueblo, Amagá, está cumpliendo ahora 200 años de existencia, de esperanza. La patria se mira en el espejo de los pueblos. Ellos, con su lenguaje elemental, su sobria permanencia y su tenaz reviviscencia, mantienen la esperanza. Ellos son la patria esperanzada. Por lo mismo, cada cumpleaños municipal, o veredal, cumple años la patria entera”.
De hecho, amó tanto a su región que muy joven escogió como esposa a una lugareña de esas que describe el compositor José de Jesús Muñoz Ospina: “Así como mis abuelos, así era que te buscaba / ellos eran montañeros de carriel, sombrero y ruana / mi padre era andariego y siempre se enamoraba / de mujer sencilla y buena, así como era mi mama”. La encontró en Medellín, era doña Rosa Helena Álvarez, con quien compartió 53 años de matrimonio.
Ella, a pesar de ser hija de un matrimonio de estirpe liberal, siempre fue un gran apoyo en sus actividades políticas y en su tarea infatigable por darle latido e ímpetu de superación en su servicio a la patria. Como suele decirse, detrás de cada gran hombre hay una gran mujer. Rosa Helena planeó, con la colaboración de la Cruz Roja, la Defensa Civil, la Fuerza Aérea, la patrulla aérea civil y médicos civiles y militares, brigadas de salud en zonas apartadas del territorio, como el Chocó y las intendencias y comisarías. En ellas, discreta y gratuitamente se hacían operaciones quirúrgicas, odontológicas y se distribuían medicamentos donados por los laboratorios farmacéuticos. Además, fue el alma y nervio de la reconstrucción de Popayán. Ella fue el corazón y la sombra del estadista, del poeta, y del político Belisario Betancur.
Para el presidente Betancur la muerte de su amada Rosa Helena fue un duro golpe, que resintió más por su alma de poeta, y porque en aquel momento se disponía a compartir con ella todo el tiempo que su batalla incansable de tantos años le había impedido ofrecerle. Era una mujer extraordinaria que no solo lo acompañó, sino que asumió el riesgo de aventuras como esa de cantar con Betancur en el Orfeón Antioqueño de Bravo Márquez, para respaldar la teoría que el maestro le había inculcado a su marido, que consistía en que todo aquel que pudiera hablar, podía cantar. Ellos no quisieron ser la excepción. Rosa Helena, su compañera abnegada y siempre fiel, como solía decir Betancur, lo “asistía” y le daba ánimo para seguir adelante cada vez que se topaba con una derrota.
Sin su apoyo, él jamás habría tenido la fuerza y la confianza para llegar a ser todo lo que fue, ni habría alcanzado todas las metas que se propuso. De su infancia también se le quedó impresa en su alma el amor por Dios. Incluso incursionó como posible sacerdote en el seminario de misiones de Yarumal, a donde había ingresado con el apoyo de un familiar que era sacerdote, pero pronto descubrió que más que servir a las almas en su búsqueda de salvación deseaba ayudar a las gentes en busca de una redención más terrenal. Sabía que esas condiciones de subdesarrollo que habían causado la muerte de sus hermanos podían ser cambiadas desde la política. Decía Betancur: “cada imagen nos exige también deberes distintos según el sitio que ocupemos, pero constantes por el caudal que recibimos y por las desiguales oportunidades de cuantos nos rodean: el deber no se agota en el hogar, ni en el texto de estudio, ni en la alegría de las horas de colegio, ni en la comarca, ni en el propio país, porque somos una unidad, la totalidad del ser humano donde quiera que esté. El deber es una lucha de cada instante por el bien del pueblo. Y su cumplimiento cabal, la medida de estimación ante la sociedad”.
Betancur fue expulsado del seminario de Yarumal, porque ya de joven tenía un alma inquieta y algo revoltosa y se puso a hacer una apuesta sobre el padre Jaramillo, que era el profesor de latín. Ganó la apuesta, le escribió unas rimas. Total: lo expulsaron. En realidad, era algo de lo que él no se avergonzaba. De hecho, cuando llegó a la Presidencia de la República, el rector que lo había expulsado, monseñor Aníbal Muñoz Duque, también se había superado: era cardenal y arzobispo de Bogotá, por lo que tuvieron que alternar y sortear varias vicisitudes (el concordato con la Santa Sede y una eventual reforma al régimen de familia), que los condujeron, en alguna ocasión, a bromear respecto a aquel incidente. Alguna vez, frente a la pregunta del Cardenal, acerca de si le guardaba algún rencor por ese episodio aciago, le contesto con repentismo extraordinario al obispo, que se había hecho expulsar por una premonición: la de que, si no lo hubieran expulsado, quizás el cardenal y arzobispo de Bogotá, sería él. Del seminario le quedó todo aquel conocimiento de latín y griego. De esa casa de estudios y formación sacerdotal se enorgulleció siempre, pues compartió con quienes más adelante sobresalieron como escritores, músicos, profesores y sacerdotes. Lo que él denominaba colonizadores, como el célebre monseñor Miguel Ángel Builes que, cuando fue expulsado del seminario, le consiguió la beca de estudios en la Universidad Pontificia Bolivariana, para que continuara sus estudios, pues lo consideraba un estudiante muy acucioso que contaba con una memoria prodigiosa.
Algunos de sus biógrafos señalan que el presidente Betancur aprendió a leer a los cuatro años. De allí venía su amor por los libros, por la lectura. A estos dos pasatiempos les ofrendó su destino. Su historia, comenzando por su nombre, pues lleva el nombre del general más famoso de la historia del Imperio bizantino, que según algunas leyendas apócrifas terminó ciego por orden del emperador Justiniano, está unida a la lectura, pues su padre, como él mismo contaba, sacó el nombre Belisario de alguna lectura de aquella época y bautizó con ese nombre al primogénito de la familia, que al morir muy niño, dejó vacante el nombre y su padre se lo puso al nuevo varón que arribó a la familia. Así, pues, llevar el nombre de un aguerrido general lo preparó como al que más para enfrentar la batalla de la vida en Colombia. Los libros, por su parte, fueron su gran pasión y los llamaba sus mejores amigos. A través de ellos conoció una lista interminable de hombres de letras, que compartían esa misma obsesión.
Es sabido que poseía una gran biblioteca y se empezó a desprender progresivamente de sus mejores amigos. Se desprendió de ellos en un conmovedor discurso en el que entregó a su alma máter, la Universidad Pontificia Bolivariana, gran parte de su magnífica biblioteca con obras de importante valor histórico y literario, como algunas de las que a continuación voy a destacar, y que hoy pueden consultarse en una sección de la Biblioteca Central de la Universidad, dedicada a su memoria.
El Tratado de Tordesillas del siglo XV. Es el compromiso suscrito en Tordesillas el 7 de junio de 1494 entre Isabel y Fernando, reyes de Castilla y Aragón, y Juan II, rey de Portugal, en virtud del cual se establecía un reparto de las zonas de conquista y anexión del nuevo mundo mediante una línea divisora del Océano Atlántico y de los territorios adyacentes. El tratado se firmó para evitar conflictos entre las coronas de España y Portugal interesadas en el control de los mares y tierras exploradas por sus marineros. Los testamentos y el diario de Cristóbal Colón.
Las leyes de Burgos. Este tipo de documentos muestran lo que fueron los preliminares, no solamente del derecho colombiano, sino también de las leyes españolas: cómo se interpretaban aquí y cómo se fueron transformando en el derecho indiano criollo. El libro de Isabel la Católica, catalogado como una obra de arte, lo que contiene son precisamente las devociones que durante mucho tiempo estos personajes de la nobleza disponían en sus libros. En este libro, Isabel otorgó a la ciudad de Cáceres las Ordenanzas Municipales que debían regir las actuaciones de sus ciudadanos.
El expresidente Belisario Betancur dijo que era el libro del que más le había costado desprenderse. Un papiro del Siglo III que reproduce una carta del apóstol San Pedro, un papiro en letras griegas y más papiros que reproducen cartas de otros apóstoles, que escribían allí las palabras de Cristo. El Bestiario de don Juan de Austria. La Edad Media recomponía figuras de distintas especies: dragones, sirenas, gárgolas. En este libro se representa una reconstrucción de bestias con partes de diferentes especies. En el bestiario de don Juan de Austria están recogidos de una manera singular todas aquellas criaturas que se consideraban bestias. Hace una presentación del texto y una entrega de dibujos, descripciones y relatos fantásticos sobre las bestias. Obra de importante labor para la historia de la botánica y la historia natural. Ilustraciones del artista Gustavo Gadé. Un libro que recopila La Divina Comedia, con la técnica de la plumilla en tinta.
Otros de sus libros los legó a la biblioteca Aquileo Parra, de Barichara, como parte de su deseo de honrar a ese otro presidente, así no hubiera sido de su partido, sino del de su gran amigo Fernando Hinestrosa Forero, exrector magnífico de la Universidad Externado de Colombia, pues el presidente Betancur aún seguía siendo de esos colombianos que nacieron marcados como liberales o conservadores. De hecho, tuvo un importante papel en la transición democrática. Silvia Wills, cuando falleció Camilo Vásquez Cobo, su esposo, que había acompañado a Alberto Lleras Camargo en sus viajes a Benidorm y a Sitges, para conversar con Laureano Gómez, publicó sus memorias. En el diario de Vásquez Cobo, del sábado 12 de abril de 1958, se puede leer lo siguiente: “reunión matinal en el capitolio. Se espera la respuesta de los liberales sobre candidato.
Llegan los cuatro delegatarios y la respuesta es la candidatura del doctor Hernando Gómez Tanco. Cuando ya van a retirarse, pido que se consulte con el doctor Gómez Tanco sobre su aceptación. Salí con Álvaro Gómez, Belisario Betancur y los cuatro delegatarios liberales, doctores Lleras Restrepo, López de Mesa, Uribe Márquez y Echandía. El doctor Gómez Tanco no acepta. Regresamos al capitolio”. ¿Cómo terminó este episodio? Alberto Lleras Camargo, como es bien conocido, aceptó la candidatura propuesta por Laureano Gómez y fue el primer presidente del Frente Nacional. Betancur se constituyó durante su gobierno en pionero de la paz colombiana, pero no a cualquier precio. Su análisis no era ingenuo y además, para desarrollarlo, integró una comisión compuesta por destacados intelectuales, entre los que se encontraba el académico de la lengua y compañero universitario Otto Morales Benítez. Si algún colombiano fuera acreedor a tener un reconocimiento internacional por la búsqueda frenética y decidida de una paz estable y duradera ese es Belisario Betancur.
El 8 de octubre de 1983 en un bello discurso en Madrid ante las Cortes Españolas advirtió: “Creemos en el destino de América. Nuestros pueblos traducen su empeño de paz, su anhelo de dar toda su verdad a la expresión Nuevo Mundo”. “Nuestras naciones viven el gran momento en el cual el idioma español reviste sus ropajes de lengua nueva. Queremos y sentimos que el español debe ser el idioma de la paz”. “En pos de ese eco de la paz estoy ante ustedes, honorables senadores y diputados de las Cortes de España. En este hierático recinto resuena aun la voz de Don Julián Besteiro cuando clamaba por la dignidad del ser humano. Cruza por el aire el viento memorable de las grandes proezas. Ninguna hazaña tan perdurable como la de la paz, que trae la vida nueva, la afirmación de la dignidad humana, la vida independiente de los pueblos”.
Betancur siempre entendió que la paz es la suma “de todas las pacecitas individuales”, como él las denominaba, y decía que la suma de todas esas voluntades de quienes tienen paz consigo mismos contribuyen a desalentar a los violentos, siempre y cuando el Estado y la comunidad internacional apoyen las obras de infraestructura social. Los apoyos y el esfuerzo por la paz no pueden ser de corto aliento, como lo pretenden los antiguos violentos o los nuevos populistas. Para el, había que conocer la estructura básica, las causas de la violencia, y luego desarrollar todo un Plan de Desarrollo para la Paz, que se nutría de fuentes de largo plazo, como sucedió con la reconstrucción de Europa y del Japón. Es decir, no con capitales volátiles de corto plazo, sino con tasas muy bajas de interés, acompañadas de largos periodos de gracia. Ni la paz ni la guerra pueden seguir tornándose un negocio que alimenta solo el beneficio inmediato de unos cuantos vivos.
Betancur era un militante conservador que siempre se definió como la izquierda de la extrema derecha. Quiso, como conservador, defender siempre la moral, el orden jurídico, la justicia, la libertad, el progreso y la armonía en las diversas partes del cuerpo social. Se lo recuerda por la inspiración y construcción del Grupo de Contadora, una iniciativa latinoamericana de paz en Centroamérica y el Caribe, y que se proponía desactivar el conflicto en varios países de esta región, con el apoyo de México, Panamá y Venezuela, para contribuir a sembrar un espíritu de distensión y de paz, y que fueran los propios países centroamericanos y caribeños los que establecieran las fórmulas de entendimiento y armonía, de cooperación económica y de solidaridad.
En alguna ocasión, Betancur señaló: “la tarea infatigable que es la existencia, si queremos darle latido e ímpetu de superación, nos convoca a todos en torno a la patria. Los colombianos tenemos ante los ojos dos imágenes antagónicas, una de las cuales prevalecerá, la que nosotros mismos escojamos: la patria del derecho, la de la reflexión, la de la justicia, la patria común de la reconciliación que marcha en la derechura a la historia, y la patria en guerra, la de odio, la de injusticia, la patria en despojos que camina vendada hacia su propia destrucción”. Este debate es el mismo de siempre. Si descendemos a la realidad, a las últimas generaciones les ha tocado sentir que en nuestro país no predomina la moral, sino la corrupción; no hay orden, sino desorden jurídico y social; no hay suficiente justicia, pero sí mucha injusticia. Colombia es sinónimo de crimen y de impunidad. No hay libertad, sino libertinaje, desafueros y anarquía. No hay progreso, sino retroceso, desolación y miseria, porque el mejoramiento y el bienestar social y económico no deben medirse en términos cuantitativos, según la magnitud del desarrollo material, sino en términos cualitativos, según sean su capacidad determinante de bien común y la proporción de beneficio público que comporta.
Y no hay armonía entre las diversas partes del cuerpo social, ni solidaridad, ni unión en torno a un propósito colectivo, como lo señaló, en 1977, Alberto Dangond Uribe, en su obra Hacia una nueva política. En ella señala que lo que se da es “una especie de guerra social, expresa, no declarada, pero en todo caso patente, que enfrentaba a todos contra todos, y en lugar de producirse la conjunción de los factores reales del poder para fortalecer el Estado y disponerlo al servicio de los intereses colectivos, solo asistió a una continua disputa y rebatiña entre los grupos de presión, que acudían en tropel al Estado para asaltarlo, en el empeño de desmembrarlo y repartirlo, cada uno de los partidos procurándose una porción en beneficio de sus egoísmos”. Por eso, Betancur intentó llegar al poder a través de movimientos nacionales, pues otra de las cosas que lo caracterizaron fue que, sin renegar de sus acendradas ideas conservadoras, se propuso convocar a procesos colectivos, donde todos los partidos aportaran a la construcción de soluciones a los problemas del interés general. Siempre que fue candidato a la presidencia lo hizo por movimientos suprapartidistas compuestos por gentes de todos los partidos.
En la última fue elegido por unanimidad menos un voto, el de un destacado dirigente antioqueño que no pudo aceptar que Betancur había vencido en la convención del partido al candidato oficial del partido conservador. Betancur padeció ese tiempo en que los partidos se fueron desdibujando, amenazando su razón de ser y su propia esencia, pero él continuó imperturbable, muchas veces rodeado apenas de unos cuantos amigos, como Bernardo Ramírez, su aspiración por llegar a la presidencia con los objetivos primigenios que lo condujeron a matricularse como conservador, pero soñando con hacer realidad los cambios que realmente merecía el pueblo, como lo advirtió en ese largo trasegar a través de tantas candidaturas, hasta que se atravesó en su camino el narcotráfico y al acabar con la vida de su ministro, y nuestro amigo, Rodrigo Lara Bonilla, lo obligaron a cambiar su razón de ser, su esencia, en temas de su arraigo, como su negativa a permitir la extradición de colombianos para someterlos a la justicia de otros países.
Gracias a los libros y a su labor intelectual ocupó importantes cargos en distintas organizaciones culturales y políticas nacionales e internacionales. Fue miembro del Consejo Pontificio de Justicia y Paz, trabajo que desarrolló ad hoc por invitación de Su Santidad Juan Pablo II; de las academias colombianas de Historia, de Jurisprudencia y de la Lengua; de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales del Vaticano, en Roma; del Círculo de Montevideo; del Centro Jimmy Carter; del Club de Madrid y de la Comisión Suramericana de Paz. Además, fue coordinador de las ediciones emblemáticas del V Centenario; se desempeñó como presidente de la Fundación Santillana para Iberoamérica, con sede en Bogotá; como miembro del Patronato de la Fundación Carolina de España y presidente de ella en Colombia; de la Comisión de la Verdad en el proceso de paz de El Salvador; fue presidente de la Misión de la OEA para apoyar al proceso de paz de Guatemala, del grupo ministerial 1992, año de la Salud de los Trabajadores de América Latina y el Caribe. Además, trabajó en la oficina Panamericana de la Salud en Washington y se destacó como vicepresidente del Club de Roma para América Latina.
El Club de Roma con su inolvidable fundador Aurelio Pessei, alertaba sobre los denominados “límites del crecimiento, primer grupo de alarma de los profesores Donella y Dennis Meadows, en la Universidad de Harvard y en MIT, en el sentido en que la humanidad descendería, en sesenta años, al crecimiento cero, a menos que enmendara sus patrones de comportamiento con los recursos naturales. Este era un tema que se apreciaba como elitista, pero Betancur y su ministro Hernán Vallejo Mejía advirtieron desde aquel entonces lo que se constituiría con los años en una obsesión universal.
Por sus trabajos por la paz y la cultura, entre los que se destacan el Grupo de Contadora y el Grupo de Lima, para promover la paz en Centroamérica, mereció diversos galardones. Entre ellos, el Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional; el premio Gabarrón de Valladolid; el premio Eulalio Ferrer a una vida en la Universidad Menéndez Pelayo; condecorado con la Gran Cruz de Isabel La Católica y la Orden de Carlos III, de España; y el Gran Águila Azteca, de México, la Legión de Honor de Francia, y otras de varios países latinoamericanos. También es destacable que su amor por las letras lo condujo a que prestigiosas universidades le concedieran títulos de doctor honoris causa: Georgetown (1984), Colorado (1989), Autónoma de Manizales (1995), Politécnica de Valencia (2005) y Nacional de Trujillo (2011).
Como parte de ese ideal de dar a conocer o poner en circulación el saber, la literatura y el pensamiento de muchos de los pensadores reconocidos de Colombia, a través de los libros y la lectura, con Luis Carlos Ibáñez, Fabio Lozano Simonelli y Bernardo Hoyos creó, hacia la primera mitad de los años sesenta, la editorial Tercer Mundo, que llegó a ser una de las editoriales más reconocidas en el campo de las ciencias sociales y económicas de Colombia, y que desapareció entrando el nuevo siglo. En esta empresa que, en forma triste, tuvo que liquidarse después de que se habían publicado alrededor de 500 títulos, escribieron cerca de cuatrocientos autores, que destacan el pluralismo ideológico de sus fundadores. Se publicaron obras de Jorge Mario Eastman, Juan Tokatlián, Alfonso López Michelsen, Alfredo Rangel, Alfonso Palacio Rudas, Carlos Lleras Restrepo y Salomón Kalmanovitz, entre otros.
También fundó con sus hijas, Beatriz y María Clara, El Navegante Editores, que, en unión con la Corporación Complexus, publicó más de veinte títulos dedicados al denominado derecho económico y de los negocios, que solía prologar con lúcidas y profundas exposiciones, para delimitar, a manera de partitura, lo que posteriormente ejecutarían los mejores músicos. En 1989, cuando se creó la Fundación Santillana para Iberoamérica, con sede en Colombia, el primer presidente fue Betancur. La fundación tenía como objeto promover su presencia activa en los países del área iberoamericana, para promover el arte y la cultura, se convirtió en centro de reflexión y acción cultural, para servir a la comunidad de los pueblos iberoamericanos y a la identidad cultural de cada uno de ellos. Además, fue miembro del patronato de la Fundación Carolina, seccional Colombia, y en su honor se crearon las becas que llevan su nombre. Finalmente, y merece capítulo aparte, porque se trató de uno de sus últimos y más queridos empeños, fue miembro fundador y del patronato de la corporación Complexus, que es un proyecto en el que me apoyó desinteresada y decididamente.
De esta corporación, dedicada al fomento del pensamiento complejo, también hacen parte figuras tutelares, como los grandes filósofos Edgar Morin, Fernando Savater, y también insignes colombianos, como Rodrigo Escobar Navia, Iván Duque Escobar, Hernán Vallejo Mejía, Gabriel Betancur Mejía, Liliam Suárez Melo y Nelson Vallejo-Gómez. En ella, ante su ausencia, tomaron el timón otras prestantes personalidades: Manuel Elkin Patarroyo, Jorge Reynolds Pombo, Gustavo López Ospina y grandes intelectuales y empresario que consideran necesario salir de una forma lineal de ver las cosas, pues la especialización y la hiperespecialización hacen que cada uno conozca solo un fragmento de la realidad. Por ello, se requiere un movimiento que articule todos esos pensamientos disciplinarios frente a una eventual crisis, y que esa articulación que opera a manera de causa lea en forma suficiente el contexto en que va a operar. Una misma solución o unas mismas palabras tienen una incidencia diferente, según los hábitos, las costumbres y las características geográficas y culturales las personas que las reciban.
También el presidente Betancur apoyó incondicionalmente la Bibliotheca Millennium y la colección Derecho Económico y de los Negocios, que he tenido el honor de dirigir durante las últimas dos décadas. Así, pues, gracias a que su padre y los amigos de su padre, arrieros todos ellos, fue como en ocasiones, a la luz de una vela y en medio de la noche, en cualquier hospedaje o camino de herradura, se le abrieron los ojos al mundo de la lectura, y gracias a la Biblioteca Aldeana, que promovió el ministro de educación Luis López de Mesa durante la presidencia de Alfonso López Pumarejo, llegaron aquellos libros de la colección Araluce, impresos por las editoriales Tor, Ercilla y Zig-zag, de literatura universal y colombiana, que lo hicieron soñar y que lo condujeron a lo largo de la vida a su puerto de destino. De ese amor por los libros que le inculcaron sus padres y sus maestros es de donde le surge el impulso de incorporarse en Medellín a varias tertulias. Betancur recordaba con especial afecto, la de doña Paulina de Escobar, en la zona de la Escuela de Minas, en la que se trataban temas de literatura y artes plásticas; la del profesor Bravo Márquez, dedicada a la música y en la que participo con Doña Rosa Elena, su amada esposa; la de Mariluz Uribe, sobre filosofía y literatura esotérica.
Es decir, desde aquel entonces trabó “platónica” amistad con Kafka, Novalis, Husserl, Heidegger, Neruda, Vallejo y Rilke, entre otros. También participó en la denominada Tertulia del Bosque, compuesta por jóvenes empresarios que deseaban acercarse a la literatura, algo que poco sucede hoy. De aquellas tertulias surge su amistad con muchos escritores e intelectuales colombianos, algunos mayores que él y más reconocidos en aquel entonces, como Abel Naranjo Villegas, Ciro Mendía, Joaquín Vallejo Arbeláez, Emilio Robledo, Alonso Restrepo Moreno, Miguel Arbeláez Sarmiento, Otto Morales Benítez, René Uribe Ferrer, Jaime Sanín Echeverri, Manuel Mejía Vallejo y Graciliano Arcila Vélez, antropólogo de la Universidad de Antioquia, que, como él, había nacido en Amagá, y que publicó un libro sobre el hallazgo de Santa María La Antigua del Darién, que fue la primera ciudad española en tierra firme. Y más tarde, en Bogotá, trabó amistad con el maestro León De Greiff, de quien fue amigo y editor; con Pedro Gómez Valderrama, Jorge Eliécer Ruiz, Rafael Maya, Eduardo Carranza, Jorge Rojas, Laura Restrepo, María Mercedes Carranza y Carlos Fuentes, además de los premios nobeles de literatura Gabriel García Márquez, José Saramago y Mario Vargas Llosa, a quienes denominaba “escritores míticos”.
También fue amigo de los grandes maestros de la pintura Fernando Botero, Enrique Grau, Pedro Nel Gómez, Débora Arango y Alejandro Obregón, cuyos cóndores siguen sobrevolando el cielo nacional. Y no puedo dejar de mencionar la tertulia de García Márquez, en México. Allí se reunían con amigos comunes, escritores y poetas, como Mutis, Cardoza y Aragón, Monterroso, García Terres, Chumacero, Juan Rulfo, entre los muchos que mencionaba. Eso sin olvidar que durante muchos años se fueron eclipsando grandes luces frente a él, como Edgar Poe Restrepo, que fue apagado a temprana edad por el crimen, o cuando algunos de sus amigos murieron en aquel terrible accidente del vuelo 011 de Avianca, el 27 de noviembre de 1983, en el aeropuerto de Madrid. Allá se queda el recuerdo de, entre otros, Martha Traba y Ángel Rama.
También la Tertulia de los seis, que mantenía la recuperación de la revista Greda, en la Emisora Cultural de la Universidad de Antioquia, podría decirse que tiene su origen en ese deseo adolescente de atrapar el mundo. En esa tertulia se reúne con sus más allegados y queridos amigos literarios: el escultor Rodrigo Arenas Betancourt, el caricaturista Hernán Merino, los poetas Jorge Montoya Toro y Octavio Gamboa y el periodista Eddy Torres, con quienes se reunía a escuchar música y a conversar de arte y literatura.
En esos años, el futuro presidente Betancur redactó sus primeros poemas, aquellos pecados de juventud que luego él se dio a la tarea de olvidar, pero que mucho tiempo después serían publicados en una hermosa edición prologada por María Mercedes Carranza. En sus diversos textos pueden encontrarse reminiscencias de esa lírica, pero la poesía, solía decir, quedó reducida al goce de la lectura de versos ajenos. De hecho, era prodigiosa la manera en que podía recordar poemas de diversos autores, y no solo en español, sino en otras lenguas. Betancur nos evocaba en sus conversaciones una citación que hizo de los nadaístas Gonzalo Arango y Angelita, en la muerte de su amigo Carlos Castro Saavedra, el 14 de abril de 1989: “el poeta es el defensor de oficio de la vida. La poesía no es el ocio de la palabra, sino su acción” De su vida como universitario y de ser católico y conservador le nació la pasión por la política, aunque no se pudo permitir la licencia de dejar que lo absorbiera en forma completa.
No obstante, siendo aún estudiante, y no debe olvidarse que por sus buenas notas siempre estudió becado, fue elegido para el Concejo de Medellín, en 1945, y para la Asamblea de Antioquia, en 1947. Y haber sido un buen lector y un hombre inteligente lo ayudó a irse ganando la vida, adiestrándose en el oficio del periodismo, como colaborador de El Colombiano gracias al apoyo, primero en secreto, de Otto Morales Benítez y Miguel Arbeláez Sarmiento, para que pudiera escribir sus primeras líneas en Ecos y Comentarios, pero sin suscribirlas, y luego respaldado por Fernando Gómez Martínez, su profesor de Derecho Constitucional y maestro en periodismo; además de Jaime Sanín Echeverri y Alberto Acosta, que lo promovían frente a don Julio Hernández, el gerente. Mientras ayudaba en ese diario, le ofrecieron la jefatura de redacción del periódico La Defensa, que aceptó a pesar de la carga, pues le informaron que era redactor, jefe de armada, titulador y ampliador de cables.
Sabía que esa carga era pesadísima, pero Alberto Acosta le ayudó a aprender lo que le pedían, y mucho más. “Gracias a su atropellada pedagogía, señala, ocupé lo que en realidad fue mi primer peldaño político”. La carrera de arquitectura, que había comenzado en la Universidad Pontificia Bolivariana en busca también de la estética, la cambió por jurisprudencia, no solo por su buen olfato político, que ya iba adquiriendo, sino por insinuación del rector, monseñor Félix Henao Botero, que fue capaz de vislumbrar sus verdaderas inclinaciones reales y espirituales. Intuyó que lo que deseaba este estudiante se encontraba en el mundo de la política. Le dijo que se cambiara de carrera y que siguiera a su corazón, que lo jalaba a la política. Haberle hecho caso al rector Henao Botero, podría decirse, marcó el destino de Belisario Betancur.
Entre otras cosas, porque en la Facultad de Derecho trabó amistad con Mario Múnera y, a través de él, conoció a su padre, José Urbano Múnera, político, periodista, intelectual y, a la sazón, director del diario conservador La Defensa. El joven Belisario, un estudiante universitario, lo impresionó con su inteligencia, su don de gentes, su simpatía, su carisma, su cultura y con su capacidad de expresarse, tanto de forma oral como escrita, que fueron razones suficientes para vincularlo al periódico. Como de jefe de redacción, tuvo a su cargo al periodista Antonio Panesso Robledo. Al final, obtuvo el título de doctor en Ciencias Jurídicas y Económicas y, con el apoyo popular que había conseguido en La Defensa, consiguió sus dos primeros cargos de elección popular, que fueron los primeros de una larga carrera de servicio a la sociedad. Además, aquel primer empleo fue el que le dio estabilidad económica al joven periodista. Con aquella experiencia que había adquirido en los periódicos y en sus dos cargos públicos y recién casado, pues apenas a los 22 años se casó con su novia de la adolescencia, decidió rápidamente que debía marcharse a Bogotá, si aspiraba a llegar lejos. Así las cosas, no bien obtuvo su título, que fue en gran parte el soporte de su pensamiento político y social, se fue a la capital.
Soñaba con ser senador y presidente. Su trabajo como periodista en Bogotá se vio interrumpido a raíz del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. Por solicitud de sus amigos, tuvo que regresar a Medellín, a reorganizar el periódico La Defensa, cuyas instalaciones habían sido incendiadas por las turbas durante los disturbios del 9 de abril, que se conocieron a nivel nacional como el Bogotazo. Una vez reparado el estropicio, Betancur regresó a Bogotá, que en esos momentos hervía de pasiones, y se integró en la redacción de la revista SEMANA, su pasión periodística lo llevó a colaborar además en los periódicos Diario del Pacífico y El Siglo. Sus posiciones como conservador católico y la capacidad de su escritura llamaron la atención del presidente Laureano Gómez, que lo cobijó con su sombra. Así llegó a la Cámara de Representantes, en 1950, y después al Senado de la República.
Para este joven de apenas 28 años, Bogotá fue un bálsamo. Allí pudo olvidarse del tiempo del hambre y las necesidades. Ahora, en la capital, vivía en la casa de los Torres. Allí, al lado de Ignacio Torres Giraldo y su esposa, María Cano, padres de su amigo de Eddy Torres y precursores del comunismo en Colombia, se educó en el arte de argumentar. De esa época siempre recordaba que solía debatir con sus amigos. Ellos defendían el marxismo mientras él defendía sus argumentos, apoyado en las encíclicas sociales de los papas. “Con ellos gasté, aseguraba, largas veladas contraponiendo a sus sólidas doctrinas marxistas mis juveniles ideas democráticas, mientras jugábamos interminables partidas de ajedrez”. Algunos críticos han pretendido señalar que ciertas posturas de Betancur, estimadas como peligrosas, surgieron de ese ambiente. Su explicación, su respuesta, que no dejaba duda de sus sentimientos, y lo decía siempre sonriente, es que fue allá donde se liberó de los extremismos. “En ese ambiente aprendí cómo se entienden los problemas del pueblo en las doctrinas de la Iglesia”. Mientras trabajaba en la Cámara de Representantes, en 1951, el Directorio Conservador de Antioquia le ordenó votar afirmativamente un proyecto que él no consideraba pertinente, y haciendo uso de esa independencia suya, tan liberal, se negó a votarlo. Le llegaron varias advertencias en el sentido de que esa negativa iba a impedir su reelección.
Él, con esa seguridad que confiaba siempre en sus buenos augurios, asumió el riesgo. Así, al verse excluido de su antigua bancada, se inscribió en las listas por Cundinamarca con el apoyo de Gilberto Alzate Avendaño, de tal suerte que fue congresista por Cundinamarca cuando el directorio conservador de Antioquia lo vetó. Esos periodos de trabajo parlamentario le reavivaron su antiguo deseo de quedarse a vivir en Bogotá, que es ilusión de muchos colombianos que llegan desde las distintas esquinas de la patria. Él nuevamente encontró un apoyo en el periodismo: Hernando Téllez, el entonces director de Semana, le dio la oportunidad de lograrlo, pues lo invitó a trabajar en la redacción de revista. Allá fue a buscarlo Laureano Gómez, para que le ayudara en la dirección de El Siglo.
Mientras trabajaba en El Siglo se unió a Bernardo Ramírez, uno de los pocos que le habló al oído y solía contradecirlo para traducir y dar a conocer en nuestro país al pensador católico Pierre Teilhard de Chardin, al poeta griego Constantino Cavafis, a Luckas, a Bertolt Brecht e incluso los poemas del líder de la revolución china, Mao Tse-tung. De esa época de grandes y apasionadas lecturas, el presidente Betancur recordaba, con mucho orgullo, que tuvo “el privilegio de traducir al español al más grande poeta africano contemporáneo, que, además, años más tarde, fue presidente de Senegal, el poeta socialista doctor Leopold Sedar Senghor, cuya rectoría en el pensamiento africano siguió de cerca a través de sus varias decenas de libros sobre la negritud que aquel publicó, en especial durante sus años como estudiante y profesor en Francia. En esas actividades literarias pasó los años duros de la violencia y allí lo sorprendió aquel golpe de opinión, que es como se conoce la entrega del poder al general Rojas Pinilla aquel junio que tuvo tres presidentes en un solo día, el 13.
Es una historia que merece capítulo aparte. En cuanto al papel de Belisario Betancur, es una muestra más de su valía la manera en que participó en la Asamblea Nacional Constituyente convocada por el General Rojas Pinilla. En ella se opuso a que el General Rojas Pinilla fuera elegido para un nuevo periodo en 1957. Defendió la tesis de que el presidente era Laureano Gómez y votó en contra del General. Esta posición lo convirtió en uno de los miembros del escuadrón suicida y hasta, al igual que al presidente Valencia, le costó varios días de detención, que él asumió con gusto, pues era el precio que debía pagar para que prevaleciera la democracia en su patria.
En el libro de entrevistas Sin límite, conversaciones con Belisario Betancur, de Carlos Caballero Argáez y Diego Pizano Salazar, recuerda que tuvo en total catorce carcelazos, en algunos de los cuales tuvo que limpiar cuartos y asear baños. Lo que entonces se conoció como Escuadrón Suicida no fue más que un grupo de intelectuales de los dos partidos tradicionales que más pronto que tarde comenzaron a oponerse a la dictadura de Rojas Pinilla, en especial cuando, tras la pacificación de los primeros años, el presidente Rojas decidió convocar la asamblea para desde allí hacerse reelegir como presidente en el periodo 1958 - 1962, que a la postre fue liderado por el presidente Alberto Lleras Camargo, luego de que la Junta Militar asumiera el poder y, siguiendo los principios de los acuerdos de Sitges y Benidorm, pusiera en marcha el Frente Nacional. El Escuadrón Suicida estaba conformado por Belisario Betancur, Guillermo Amaya Ramírez, Luis Ignacio Andrade, Carlos Sardi Garcés, José Mejía Mejía, Eduardo Carbonell Insignares, Manuel Coronado, Alfredo Araújo Grau y Álvaro Gómez.
A partir de sus luchas contra la dictadura se hizo amigo del presidente Laureano Gómez, quien lo catapultó dentro del partido conservador, que fue el que le sirvió de apoyo muchos años después para ser candidato y llegar a la primera magistratura, que fue uno de sus muchos deseos de juventud. Durante la dictadura, podría decirse, terminó su paso por el periodismo. El sinsabor de la clausura de El Siglo le puso punto final a esa experiencia. En aquellos días el periódico lo dirigía Joaquín Estrada Monsalve, pero Belisario estaba autorizado para hacerle los cambios pertinentes. Contaba que alguna noche llegó al periódico a última hora para ver las noticias y le presentaron un editorial en el que Estrada Monsalve apoyaba al general Rojas. Obviamente, el editorial se quitó y se publicó otra cosa. “Era claro, contó en varias ocasiones, que mientras yo estuviera en el periódico del presidente Gómez, no iba a apoyar de ninguna manera a Rojas”. Intuyó que el episodio terminaría con su renuncia, pero no la presentó. Por supuesto, los Gómez lo apoyaron. Su decisión de no apoyar a un gobierno que consideraba ilegítimo suponía que el periódico fuera cerrado. Gabriel Carreño Mallarino, el nuevo director, y él se pusieron de acuerdo en que no debían acobardarse ante aquella amenaza, que efectivamente terminó convirtiéndose en realidad.
El Siglo fue cerrado por la dictadura, pero sus periodistas nunca cedieron. En los comicios legislativos de septiembre de 1951, convocados por el presidente Laureano Gómez para reabrir el Congreso, que había cerrado en 1949 por el presidente Mariano Ospina Pérez, debido a la violencia política, Belisario, con 28 años, fue elegido representante de Antioquia en la Cámara baja del Congreso. Es de recordar que el congreso quedó compuesto solo por conservadores, pues los liberales se abstuvieron de participar en las elecciones. 1953 fue un año decisivo en la historia de Colombia y en la trayectoria del presidente Betancur. En marzo de ese año en las elecciones parlamentarias fue elegido por Cundinamarca para el Senado de la República. En estas elecciones no participaron ni los liberales ni un grueso del partido conservador. De todas maneras, los elegidos nunca se posesionaron, pues el Golpe de Estado del general Rojas cambió el rumbo del país. Belisario, entonces, fue escogido por Laureano Gómez y Roberto Urdaneta Arbeláez para hacer parte de la Asamblea Nacional Constituyente, convocada por el presidente Gómez, que luego siguió en manos del general Rojas, al que Belisario no quiso apoyar. En ese mismo periodo, uno de los más intensos de su vida como político, tras sufrir el cierre de El Siglo, Betancur fundó el semanario La Unidad y la revista Prometeo, con una línea editorial contraria al gobierno. En esa actividad pasó los años de la dictadura, que terminaron con la caída del general Rojas Pinilla el 10 de junio de 1957 y el plebiscito del 1 de diciembre de 1957, eventos ambos que devolvieron la vida republicana a su cauce normal. En las elecciones de 1958, Betancur fue uno de los elegidos. Ganó un escaño de senador, por el sector laureanista del partido conservador.
Además, con el apoyo de las distintas fuerzas conservadoras fue designado vicepresidente del Directorio Nacional del Partido. En esas elecciones, los senadores fueron elegidos para el periodo 1958-1962, con el fin de darle estabilidad a los nuevos cambios que demandaba la nación. En 1958, para que comenzaran a cumplirse los lineamientos del Frente Nacional, en que debían turnarse los partidos para elegir los presidentes durante dos periodos, el senador Betancur ayudó a establecer el nuevo mecanismo, que hizo que se pasara de dos a cuatro periodos y que comenzara con un gobierno liberal, única fórmula para salvar los acuerdos. El senador Betancur, siempre bajo la tutela de Laureano Gómez, proclamó, a nombre del conservatismo, la candidatura del liberal Alberto Lleras Camargo para el periodo 1958 – 1962.
Lleras se convirtió en el primer presidente del Frente Nacional y puso todo su empeño en que los acuerdos fueran cumplidos, a pesar de las difíciles circunstancias en que le tocó gobernar. En el siguiente periodo, que les correspondía a los conservadores, además de que resurgió la candidatura de Guillermo León Valencia, que había tenido que ceder frente al liberalismo en 1958, se presentaron como precandidatos Belisario Betancur, Alfredo Araújo Grau y Jorge Leyva, que era contrario a Valencia y mantuvo su candidatura en las elecciones al lado de Alfonso López, que se lanzó por el Movimiento Revolucionario Liberal, un movimiento independiente del liberalismo, que no podía presentar candidato. Obviamente, esas candidaturas no eran más que un saludo a la bandera, pues el liberalismo apoyó a Valencia. Más allá de las discrepancias, el presidente Guillermo León Valencia nombró ministros a dos de sus adversarios, Alfredo Araújo y Belisario Betancur. En su periodo como ministro de Trabajo, al que llegó en 1963, Betancur mostró su devoción por la justicia social y su empeño por mejorar las condiciones de los trabajadores colombianos, que siempre fueron banderas de sus campañas políticas.
Como su vista la tenía puesta en una meta más alta, no duró mucho en el cargo de ministro. Betancur deseaba poner en práctica todas esas concepciones teóricas y políticas sobre la construcción de país. Su ambición, su sueño más recóndito desde cuando se graduó en la universidad, era llegar a la Presidencia de la República. Puede que muchos, ni siquiera los más próximos lo supieran, pero esa semilla estaba allí presente en su imaginación todo el tiempo.
En 1965, que fue además el año en que murió el expresidente Laureano Gómez, Betancur, al igual que muchos miembros de su partido y de su región, apoyó la candidatura del liberal Carlos Lleras Restrepo para el tercer periodo del frente nacional, pues, según el convenio, la presidencia les correspondía a los liberales. Efectivamente, en 1966 salió elegido Lleras, que, al decir de muchos, fue uno de los mejores presidentes de Colombia en el siglo XX.
*Marco Antonio Velilla es abogado de la Universidad Pontificia Bolivariana, autor de varios libros. Exmagistrado del Consejo de Estado. Este texto fue presentado originalmente en la Academia Colombiana de la Lengua. Es parte de un libro en homenaje al expresidente Belisario Betancur a propósito de su natalicio este cuatro de febrero.