En Colombia, la Iglesia católica comenzó a participar en política desde los tiempos de la independencia, cuando sus miembros se dividieron entre quienes la apoyaban y los que la condenaban. De hecho, de los 53 firmantes del acta del 20 de julio de 1810, una tercera parte eran religiosos. Durante la década de 1810, los curas pronunciaron sermones y escribieron documentos con contenido religioso en los que el tema central era la emancipación de España. Pero no fue gratuito que un sector de la Iglesia católica se pronunciara a favor del proceso independentista, sobre todo de quitarle el castigo divino. A cambio, buscaba que la religión católica recibiera un trato preferencial en el nuevo Estado. Es decir, continuar con la intolerancia religiosa impuesta desde la colonia. Al igual que en el régimen anterior, la república debía profesar una sola fe: la católica, apostólica y romana. Pocos meses después del triunfo patriota en la batalla de Boyacá, Francisco de Paula Santander ordenó una campaña político-religiosa en la que le pidió al clero emplear el púlpito para justificar la emancipación. En Bogotá, el fraile franciscano Francisco Florido, al igual que otros, cumplió esa labor. En un sermón indicó que España era la responsable de alejar a América de los avances técnicos y de mantener encadenados a los criollos. En la década de 1820, la mayoría de los religiosos apoyó la independencia y la república con la condición de que la Iglesia católica siguiera siendo la base fundamental de la sociedad. Por ejemplo, Salvador Ximénez, obispo español de Popayán y antiguo opositor de la independencia, cambió de opinión y se declaró defensor de la autonomía tras la derrota del imperio. En el sermón del 7 de agosto de 1822, para celebrar el tercer aniversario de la batalla de Boyacá, no dudó en calificar a Bolívar de hijo de Marte y en compararlo con Aníbal. Le puede interesar: La otra cara de la historia Después de la consolidación de la república de Colombia, dos hechos marcaron una mayor presencia de la Iglesia en la política. En 1835, la Santa Sede reconoció la independencia del país. El discurso del papa permitió que sus miembros recibieran una suerte de permiso para inmiscuirse en los asuntos internos de la nación. El otro elemento fue la difusión de las ideas liberales en Occidente, algo visto y enfrentado como una amenaza para la Iglesia y el país. La Iglesia comenzó a participar más en política a mediados del siglo, cuando los liberales, congregados en un partido fundado en 1848, empezaron a aplicar sus ideas, y los partidarios de un régimen tradicional crearon el Partido Conservador en 1849 para atajar a los liberales en la nueva república. En las toldas azules, los religiosos encontraron un aliado para enfrentar al liberalismo en el país, en especial cuando sentían que estas reformas afectaban la moral religiosa y sus intereses económicos y políticos. Un periodo complejo inició en 1853. Ese año, los liberales separaron el Estado y la Iglesia. Varios años antes legislaron para elegir curas párrocos por medio de los cabildos municipales, suprimir el diezmo, eliminar los derechos de estola, la libertad religiosa y expulsar a los jesuitas y a varios jerarcas que se oponían a las reformas, como el arzobispo de Bogotá, Manuel José Mosquera. Con el sufragio universal para mayores de 21 años, aprobado en la Constitución de 1853, los sectores liberales acusaron a la Iglesia de utilizar el púlpito para hacer campaña a favor de los candidatos conservadores. Incluso la responsabilizaron de la derrota liberal en las elecciones legislativas de 1854 o de la victoria a la presidencia del conservador Mariano Ospina Rodríguez en 1856. Desde ese momento, su reclamo por la participación de la Iglesia en la política electoral a favor de sectores conservadores continuaría hasta ahora. En la guerra civil de 1885 perdió el radicalismo liberal y el sistema federal, lo que permitió el afianzamiento de la Regeneración conservadora, que se materializó en la Constitución de 1886. Se ha afirmado que el periodo regenerador y la república conservadora fueron una teocracia. Nada de eso; hubo un régimen de cristiandad en el que Estado e Iglesia se beneficiaron mutuamente. Pese a gozar del poder, la Iglesia, siguiendo la antigua directriz de Pío IX, no dejó de atacar a los liberales, como con la famosa frase el “liberalismo es pecado”. La Iglesia llegó a tener una influencia tan grande en la política que durante la república conservadora el arzobispo de Bogotá tenía la última palabra sobre quién debía ser el candidato del Partido Conservador para la presidencia. El caso del arzobispo Ismael Perdomo, al que apodaron Monseñor Perdimos, resulta ejemplar para demostrar la influencia de la Iglesia en las elecciones. En 1929, los conservadores debían escoger entre los candidatos Alfredo Vásquez Cobo y Guillermo Valencia, y esperaban un pronunciamiento de Perdomo a favor de uno u otro –que nunca llegó–. Se dice que esta indecisión facilitó el triunfo liberal de Enrique Olaya Herrera, por lo que el arzobispo se ganó ese mote.

La libertad de cultos enfrentó a conservadores y liberales durante buena parte de la vida republicana. Durante la república liberal, la Iglesia no solo siguió condenando a ese partido y sus ideas, sino también al comunismo. Esa intolerancia político-religiosa exacerbó los odios durante la Violencia (1946-1964). Es difícil afirmar que existió una relación entre las incitaciones de los clérigos contra el liberalismo y las muertes violentas. Pero no puede negarse que algunos jerarcas se caracterizaron por enarbolar un discurso agresivo frente al liberalismo. La historiografía ha resaltado al obispo de Santa Rosa de Osos, Miguel Ángel Builes, aunque otros como el de Garzón, Gerardo Martínez Madrigal, no se quedaron atrás. Cuando la violencia aumentó, la Conferencia Episcopal de 1949 moderó su discurso e invitó a la paz y a la reconciliación, pero era tarde. Superada la violencia bipartidista, en los años sesenta, un sector de la Iglesia influenciado por la teología de la liberación cuestionó la problemática social por la que atravesaba el país. Unos religiosos lo hicieron sin necesidad de tomar las armas, como el grupo Golconda. Otros dejaron sus hábitos e ingresaron a la guerrilla, es el caso de Camilo Torres, que formó parte del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Por supuesto, la élite política tradicional y la jerarquía eclesiástica criticaron esta inclinación hacia la izquierda de algunos miembros de la Iglesia. A lo largo del conflicto armado y de las violencias, la Iglesia católica ha participado en mesas de diálogo con los insurgentes. Sin embargo, no ha tenido una posición monolítica, como se vio en el plebiscito de octubre de 2016 para refrendar los acuerdos de La Habana. Ahora bien, desde 1991, la institución eclesiástica ha perdido incidencia en la política. La jerarquía y algunos clérigos hablan de esta, pero más como ciudadanos que como religiosos. Los partidos vinculados con iglesias evangélicas han asumido el papel de participar en la política nacional, sobre todo la partidista. Hacia la libertad religiosa Los nacientes países hispanoamericanos heredaron el principio de intolerancia religiosa. En el caso colombiano, si bien este no quedó explícito en la Constitución de 1821, en las de 1830, 1832 y 1843 se aludía explícitamente a esa intolerancia. El artículo 16 de la Constitución de 1843 decía: “La religión católica, apostólica, romana, es la única cuyo culto sostiene la república”. La intolerancia tenía un rango constitucional, pero, a consecuencia de las relaciones comerciales con otras naciones, entre otros factores, empezaron a llegar extranjeros que profesaban religiones diferentes a la católica. Le sugerimos: Una batalla que no termina Es decir, en la práctica, era necesario aceptar la presencia de no católicos. Así lo entendieron los intelectuales de corte liberal que creían que para aplicar una política de inmigración de extranjeros, provenientes de países europeos protestantes, debía desaparecer la intolerancia religiosa. De esa manera, por primera vez en la historia del país, la Constitución de 1853 incluyó el principio de tolerancia. Su artículo quinto decía que los neogranadinos podían ejercer “la profesión libre, pública o privada, de la religión que a bien tengan, con tal de que no turben la paz pública, no ofendan la sana moral ni impidan a los otros el ejercicio de su culto”. Este tema también causó enconados enfrentamientos. La oposición a la presencia de no católicos generó tensiones que amenazaron con llevar al país a conflictos armados, pues la Iglesia católica y sectores conservadores no estaban de acuerdo con esa libertad de credos. Esa hostilidad ha permanecido, aunque con menor intensidad, a lo largo de la historia.

El artículo 38 de la Carta Política de 1886 indicaba que la religión católica era la de la nación, que sería protegida por los poderes públicos y que ellos harían que fuese respetada como “esencial elemento del orden social”. Eso reforzó el imaginario de que ser colombiano era sinónimo de profesar el catolicismo. Así mismo, intensificó la estigmatización contra aquellos que tuvieran otra fe, quienes sufrieron persecución por sus creencias religiosas. Sin embargo, a medida que ha pasado el tiempo, el número de no católicos, incluso de no creyentes, ha aumentado. Esta realidad se manifiesta en el artículo 19 de la actual Constitución Política, que garantiza la libertad de cultos y el derecho de todo ciudadano a profesar y a difundir libremente su religión. A pesar de lo anterior, aún se oyen quejas por la discriminación en materia religiosa, lo cual indica que hay mucho por hacer en esta materia. Estado laico, sociedad secular Finalmente, un tercer elemento presente en las relaciones entre la Iglesia y el Estado desde hace 200 años es la laicidad. En la actualidad, la Constitución de 1991 está fundamentada en los principios de un Estado laico, que brinda las condiciones para respetar y hacer respetar la libertad religiosa. Aunque hoy en día una parte de los colombianos, en especial pertenecientes a las iglesias evangélicas, pentecostales y demás, busca limitar este derecho, intentar llegar a un Estado laico y a una sociedad secular es un largo proceso iniciado desde el siglo XIX. La idea de la separación del Estado y las iglesias viene desde 1853, y desde ese momento, muchos han tratado de legislar, con altibajos, sobre el matrimonio, el divorcio entre civiles o la educación pública. Esto significa que la unión marital, más que un rito religioso, es un contrato ante el Estado. Sobre este aspecto, hay un detalle importante que aún queda por abordar para construir una sociedad incluyente: la definición de familia, que dista de la realidad actual. Lea también: La batalla de Boyacá El país del Sagrado Corazón En Colombia, la devoción moderna a esta imagen comenzó en 1868 con la divulgación de la revista francesa El mensajero del corazón de Jesús. El culto tuvo una rápida y amplia difusión en el país, al punto de que, en 1890, el apostolado contaba con 71 centros, 10.000 socios, y la publicación tenía un tiraje de 2.000 ejemplares. Al año siguiente, numerosas ciudades y pueblos se habían sumado. En 1902, el arzobispo de Bogotá, Bernardo Herrera Restrepo, quien sabía que el fin de la guerra de los Mil Días estaba cerca, propuso construir la basílica al voto nacional al Sagrado Corazón de Jesús para que le devolviera la paz a Colombia. La acogida tuvo tanto éxito que el Gobierno conservador decidió encomendar el país a esa figura y renovar el voto, año tras año, hasta que en 1994 fue declarado inconstitucional. *Profesor asociado, Departamento de Historia de la Universidad Nacional