Las batallas, a pesar de su reputación inmerecida, no suelen influir mucho en la historia. Sencillamente confirman las tendencias ya existentes y la preponderancia ineludible de los más fuertes. En la batalla de Boyacá, los españoles ya estaban vencidos, no por las fuerzas insurgentes sino por el entorno medioambiental en que se hallaban. Las modificaciones ecológicas de la época colonial habían convertido gran parte de la Nueva Granada en una zona fértil de microbios letales para los europeos no inmunizados. Obras de Rebecca Earle y John McNeill sobre las guerras de independencia dejan claro el asunto: las grandes victorias no se consiguieron en el campo de batalla sino en las enfermerías, en donde murieron miles de soldados españoles por fiebres palúdicas, selváticas e intratables. Deberíamos volver a la colaboración entre los distintos pueblos que tanta estabilidad y prosperidad dio. Sugiero a los chavistas y maduristas venezolanos, si se me permite la impertinencia, que destituyan a Simón Bolívar como gran héroe de la independencia y pongan al mosquito Aedes aegypti, el jinete del apocalipsis del imperio español, que portaba la malaria, misma que consiguió matar a muchísimos más soldados enemigos que el valiente Libertador, y que debe recibir el reconocimiento como máximo responsable de la independencia. Ese bicho majito saldría bien en una estatua gigantesca, rodeado de iconos nacionales. En Colombia, donde no se exagera tanto y la gente mantiene una actitud más abierta hacia la verdad histórica, cabe seguir honrando a Bolívar y conmemorando la gran batalla, siempre bajo la cautela de darse cuenta de que no constituye sino una parte de la narración auténtica y completa. Le puede interesar: ¿Qué pasó con la celebración del bicentenario? ¿Cuál fue el significado de la independencia? Para España, fue un gran triunfo. Dejó claro que no conviene tener imperios, que cuestan sangre y tesoro, plantean problemas morales insolubles, invitan al odio de potencias rivales, y, a fin de cuentas, no valen la pena. España es hoy un país mejor, más grande, en el buen sentido de la palabra y lo debe, más a mi gusto, a no ser una potencia imperial. Los problemas de España en los siglos XIX y XX – el relativo estancamiento económico, la inestabilidad política, las guerras internas– no eran consecuencias de la independencia americana sino de la guerra napoleónica, que dejó aplastado al país, abrió enemistades irreparables y dejó a la sociedad militarizada y al ejército como el árbitro único de la legitimidad política. Para las repúblicas hispanas de América, en cambio, la independencia fue un desastre. No consiguió dar el finiquito al colonialismo. Por el contrario, convirtió a los países en colonias de sus propias élites, que mantenían las injusticas y desigualdades de siempre, en sociedades jerárquicamente ordenadas –por razas, más que nada– escindidas por odio, y plagiadas de violencia. La quiebra de la Gran Colombia es la instancia más destacada de la inviabilidad de la mayoría de los estados que salieron del trauma. Se hundió también la Unión de América Central. México se disolvió, al entregar la mayor parte de su territorio a los Estados Unidos. En Suramérica, Bolivia, Uruguay y Paraguay resultaron de secesiones. De cada quiebra salieron estados más pequeños, más débiles y más enemistados entre sí. Desde entonces, la historia de la América antes española ha sido la de una serie de fracasos frustrantes y desengañadores. En el mundo anglosajón, que ha experimentado mientras tanto una historia contrastante, de desarrollo soñado y superpotencia apabullante, se suele pensar que el fracaso es una característica de la hispanidad. Por supuesto, esa teoría no vale. Tocó la casualidad de que en el siglo XIX la prosperidad de Inglaterra y de Estados Unidos, y por tanto su peso estratégico en el mundo, alcanzó un nivel extraordinariamente alto, pero por razones económicas y geopolíticas, no por superioridad de cultura ni de raza. Los países hispanos se encerraron en ámbitos económicos muy limitados, mientras los ingleses y estadounidenses crearon enormes mercados mundiales. Mientras los países hispanos se peleaban y disminuían, los países anglosajones iban ensanchándose a costa de vecinos y víctimas, quedándose relativamente unidos y pacíficos, con la única excepción de la guerra civil norteamericana de 1861 a 1865. Tal vez hubiese sido mejor para todos sus habitantes que la unidad del mundo hispano se hubiera mantenido. Le recomendamos: La independencia, una batalla que no termina El punto máximo de la América hispanohablante fue el siglo XVIII. Si monumentum requiris, circumspice. Las grandes obras cívicas y públicas recuerdan una prosperidad que, en términos relativos, queda por recuperarse. Las ciudades norteamericanas estaban hechas en su mayoría en madera. Las hispanoamericanas tenían zonas majestuosas en piedra y mármol. Las mejores universidades, bibliotecas e instituciones científicas del hemisferio se encontraban en México, Nueva Granada y Perú. Alejandro de Humboldt, cuando hizo su famoso recorrido del mundo español en 1801, dijo que el nivel de inversión científica de la monarquía borbónica superaba al de cualquier otro país. La gente indígena, por fin, al cabo de tantos agravios y tragedias, crecía demográfica y económicamente, mientras que en Norteamérica seguían las guerras de exterminio o expulsión. Hacia fines del siglo, los mapuches y comanches –esos grandes imperialistas indígenas que habían resistido a los españoles y dominado otros pueblos nativos– vinieron a unirse a la monarquía española. Le recomendamos: Pedaleando el bicentenario: tres aventureros recorrieron en bicicleta la ruta libertadora A pesar de la rivalidad de imperialistas franceses, rusos, ingleses, portugueses e indígenas, el imperio español siguió creciendo hasta la década de 1790 y se mantuvo vigente hasta el diecinueve: los franceses, en cambio, perdieron la casi totalidad de su imperio continental en 1763, los ingleses, el suyo, al sur de Canadá, en 1782. Los logros y éxitos hispanos se consiguieron por colaboración entre indígenas, criollos, africanos, españoles y otros inmigrantes. Claro que había explotación y coacción, cuando y donde cabían, pero la colaboración voluntaria era fundamental, porque un estado preindustrial carecía de los recursos técnicos –las comunicaciones rápidas, las armas insuperables, los ejércitos masivos, los medicamentos– para imponer su voluntad en territorios tan enormes, distantes y poblados. Al cabo de una etapa exitosa, la independencia inauguró una larga época de decadencia relativa en todo aspecto, a la vez que cedía el liderazgo intelectual y el predominio material del hemisferio a los Estados Unidos. Por supuesto, en el día de hoy hay consecuencias positivas. Ya tenemos países independientes, sin rencor mutuo, de los cuales podemos ser orgullosos. Hemos logrado nutrir sentimientos positivos entre nosotros. Vamos construyendo identidades auténticamente patrióticas –el patriota es quien quiera que su país sea el mejor del mundo, mientras que un nacionalista piensa erróneamente que ya lo es–. Las emociones que invertimos en los triunfos de nuestros países se limitan al campo del deporte y no se admiten en el campo de batalla. Cuando sufrimos la ruptura de nuestras ilusiones por una crisis económica o un déficit democrático, reconocemos que la falta es nuestra. Supongo que ya estamos por desmentir o renunciar a la tendencia hispanoamericana de echar la culpa de todo a la herencia española. Le sugerimos: ‘1819‘, un libro que celebra el bicentenario sin lugares comunes o frases gastadas No quiero reconstruir ningún imperio. Hay que abandonar por siempre los aspectos coactivos, explotadores y centralistas de los imperios del pasado, a favor de una política de respeto y subsidiaridad. La independencia de un país no vale nada en términos morales si no lleva consigo la independencia del individuo, responsable de sí mismo y libre para gestionar su propio destino. Sin tachar –por supuesto– la misma libertad que corresponde a todos y que el Estado debe defender. Pero estamos ante el reto de un mundo posnacional en el cual, para sobrevivir y prosperar, hay que abrir fronteras, sacrificar soberanía y crear múltiples espacios internacionales, interculturales, e intercomunitarios. No veo grandes posibilidades de recuperar la unidad del mundo hispanoparlante del siglo XVIII. Pero sí podemos volver a practicar, por lo menos, algo de ese espíritu de colaboración entre pueblos y comunidades diversas que en aquel entonces dio lugar a tanta estabilidad y prosperidad. * Ph.D en Historia U. de Oxford, profesor de Notre Dame