Fue tras la noche del 2 de mayo de 2002 cuando Colombia, y parte del mundo, ubicaron en el mapa a Bojayá, pueblo del departamento del Chocó, a orillas del río Atrato, de no más de 1.100 habitantes, y cuya cabecera municipal es el municipio de Bellavista.
Los primeros reportes radiales, con los que el país amaneció la mañana siguiente, daban cuenta de lo que había sido una auténtica tragedia, en un lugar que muchos desprevenidos oyentes en la capital de la república confundieron con el departamento de Boyacá, e incluso con el municipio de Bojacá (Cundinamarca), a solo 40 kilómetros al occidente de Bogotá.
Guerrilleros de las Farc y paramilitares de las Auc (Autodefensas Unidas de Colombia) sostuvieron un enfrentamiento brutal, por varias horas. Disparos y bombas, lanzadas de una orilla del Atrato a la otra, y en medio la población civil, indefensa, esquivaba proyectiles mientras buscaban refugio.
La escuela, el centro de salud y hasta las aguas del Atrato parecían ser el único refugio. El sacerdote Antún Cuesta abrió las puertas de la capilla San Pablo Apóstol de Bellavista. Se encomendaron a la imagen de su Cristo; a guerrilleros y paramilitares no les importó que estuviera crucificado. Fue el primero en quedar mutilado.
Decenas de reporteros de Colombia, y corresponsales de medios internacionales llegaron a la zona de la tragedia. SEMANA reconstruyó los detalles de lo sucedido aquel 2 de mayo.
El cristo mutilado
Dionisio Valencia, en aquel entonces con 21 años, atravesó los 2.800 metros de orilla a orilla que separan a Vigía del Fuerte de Bellavista. Cruzó el río vadeando en una canoa sobre el mediodía de aquel jueves 2 de mayo. “Usamos las manos. Huíamos agachados para esquivar las balas. Algunas caían cerca como cuando se lanzan piedritas al agua”, relató hace 20 años a SEMANA.
A las 10:15 minutos de la mañana, un cilindro de gas cargado con dinamita lanzado por las Farc atravesó el cielo, rompió las tejas de Eternit de la capilla y cayó en el altar, junto a la imagen de Cristo. La iglesia, de 117 metros cuadrados, donde en ese momento se refugiaban de las balas 300 personas de Bellavista, explotó en mil pedazos.
“No sabía si estaba viva”
Los cristales volaron. Las tejas cayeron convertidas en afilados cuchillos y la madera de una de las 12 bancas salió disparada en astillas. La joven Luz Nelly Mosquera, de 19 años entonces, recordó que sintió un silencio profundo. “No sabía si yo también estaba muerta. No sentía nada”. En realidad estaba sorda por la explosión.
Desde la puerta del templo, donde estaba, miró el camino construido en material, de dos metros de ancho por 90 de largo, y empezó a caminar con lentitud hacia el otro extremo, a la orilla del río Atrato. Creyó que nadie se había salvado. Su madre, sus amigos, los niños, todos.
Caminó hacia adelante 10 pasos aún con la sensación de estar muerta. Se detuvo y volteó a mirar: brazos aquí, una cabeza de una niña allá, un tronco de un niño al otro lado, mucha sangre que corría por el suelo y una nube de polvo que salía de la iglesia. De pronto vio que su madre se levantaba de entre los muertos y aturdida la llamaba.
Luz Nelly volvió a escuchar y comprendió que estaba viva. Retornó por ella, la cogió de la mano y emprendió la huida en dirección al río. Una romería de mutilados y sobrevivientes las siguió y al instante se encontraron con varios combatientes de las Farc que en ese momento estaban tomando posesión de las orillas del río. Los guerrilleros iban a rematarlos pero alguno de ellos comprendió en un segundo que era población civil desarmada y ordenó dejarlos pasar.
Los sobrevivientes se abalanzaron sobre las pangas e iniciaron la travesía hacía Vigía del Fuerte, donde a esa hora los miembros de las Farc celebraban lo que hasta ese momento consideraban una victoria militar y no el más escalofriante ataque en su historia contra civiles inocentes: 117 personas murieron, entre ellos 47 niños, de una población de 1.100 habitantes. Es decir, le habían quitado la vida al 10 por ciento de un pueblo humilde y olvidado. Además dejaron 114 heridos, 19 de ellos de gravedad.
‘El Alemán’
Hasta ese momento los guerrilleros creían que la operación iniciada contra las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) 10 días antes, el domingo 21 de abril, había sido a su favor. Ese día, al atardecer, llegó procedente de Turbo un destacamento paramilitar del bloque Elmer Cárdenas en 10 pangas, cada una con dos motores de 200 caballos de fuerza.
También entraron dos avionetas, aterrizaron en la única calle de gravilla del pueblo, que por su extensión de 800 metros se utiliza como pista. Algunos testigos afirmaron que en una de las naves, marcada con las siglas AUC, llegó Freddy Rendón ‘El Alemán’, el más joven comandante de los paramilitares, con 28 años de edad hace dos décadas.
Alto, barbado, fornido, ‘El Alemán’ arribó acompañado de una bella joven y un perro negro rottweiler. Los paramilitares que entraron por agua navegaron río Atrato arriba confiados en la victoria, que no era otra que sacar a las Farc de Bojayá y Vigía del Fuerte.
“Ahora, mandamos aquí”
La guerrilla estaba allí desde el 25 de marzo de 2000 cuando, en una acción relámpago, asesinó a 21 policías, hirió a tres más y secuestró a otros 10. En esa ocasión, además, los guerrilleros fueron casa por casa y sacaron a ocho civiles, a quienes sin previo juicio acusaron de auxiliar a los paramilitares y los fusilaron.
Desde esa fecha la guerrilla impuso su ley. Alfredo Pitayá, de 32 años el día de la masacre, padre de cuatro hijos y humilde cultivador de plátano, recordó que un hombre con fusil terciado le dijo: “Ahora nosotros mandamos aquí”.
Sintió ganas de irse a buscar la vida en otra parte pero desistió porque por ningún lado tenía salida. Vigía del Fuerte y Bellavista son dos poblaciones de casas de madera levantadas sobre pilotes de un metro para intentar evitar las inundaciones que se presentan con frecuencia. Un informe del Ideam asegura que “esta zona está dentro de las tres regiones más lluviosas del mundo”.
En realidad las salidas son dos: río abajo, en dirección al golfo de Urabá, donde después de navegar 157 kilómetros se encuentra Riosucio, o aguas arriba, a Quibdó, a 188 kilómetros. Son los únicos lugares relativamente seguros pues las otras son poblaciones donde paramilitares y guerrilleros intimidan, asaltan y matan para buscar controlar el río. A lado y lado del río se levanta, imponente, la selva tupida. En tierra es una maraña húmeda.
Desde el aire se ve el río serpenteante, que se abre paso entre una densa capa de vegetación verde oscura, y las dos poblaciones de paredes de madera y tejas de zinc, lucen rasgadas con trazos platinados. Es el reflejo del agua que se cuela por todas partes. No importa que no llueva en los pueblos porque con frecuencia los aguaceros se desgajan en la cordillera Occidental y las aguas caen en grandes volúmenes al Atrato y el pueblo se inunda. Así que ante la imposibilidad de salvar estos obstáculos Alfredo Pitayá se quedó.
Fue él quien empezó a ver el retiro de la guerrilla de los cascos urbanos en el amanecer del 21 de abril. “A mí se me hizo raro porque cuando el guerrillero me dijo que ahora mandaban aquí también me advirtió que de aquí no se iban”. Pero en la tarde, comprendió lo que sería el principio de su tragedia pues empezaron a aparecer las pangas con los paramilitares. En la distancia no los diferenció pues ambas partes se visten igual aunque se distinguen porque estos últimos llevaban un brazalete blanco con las iniciales AUC en letras negras.
“Si se encuentran, habrá una matazón”
El viaje de los paramilitares desde Turbo no tuvo alteraciones pues, como dice un comunicado de la diócesis de Quibdó, pasaron sin contratiempos “por los puestos de control militar y de Policía en Riosucio”. La diócesis hizo una alerta temprana sobre este hecho a la Defensoría del Pueblo, que a su vez la pasó a los organismos del Estado.
Las pangas partieron de Turbo, el mismo puerto donde en diciembre de 2001, habían entrado, procedentes de Nicaragua, 3.000 fusiles y seis millones de cartuchos para los paramilitares, como después confirmaron las autoridades.
La tensión en los dos humildes pueblos de Vigía del Fuerte y Bojayá se vino a sentir cuando las autodefensas empezaron a coparlos. “Era extraño que los guerrilleros se fueran porque sí y los otros llegaran como si nada”, aseguró Pitayá. De todas maneras él fue y buscó al comandante paramilitar y le dijo que le iba a leer una declaratoria de autonomía que en esta región acostumbran hacerles a los grupos armados cada vez que llegan. “A la población civil no le va a pasar nada”, le prometió el jefe de las AUC.
La tensa calma se interrumpió el jueves 25 de abril cuando las Farc asaltaron en un recodo del río la lancha ‘El Arca de Noé’, una embarcación que iba cargada con los alimentos para las tiendas comunitarias y de combustible para la movilización de los equipos misioneros de la región. La pelea se veía venir.
El piloto de una avioneta que sobrevoló ese día la región llamó a varios medios de comunicación para alertarlos sobre lo que había visto. “En el pueblo debe haber unos 400 paramilitares. En otro lado debe haber más de 1.000 guerrilleros. Están separados por la selva. Si se encuentran va a haber una matazón”.
Los paramilitares, sin embargo, continuaron su rutina de patrullaje e incluso informaron públicamente de la situación. “En el Chocó, donde quieren refugiarse los guerrilleros luego de escapar de la zona de distensión, y donde ya han hecho desastres vandálicos, hemos venido realizando una serie de operaciones tendientes a neutralizar sus acciones de avanzada. Municipios como Bojayá y Vigía del Fuerte, infectados hasta los tuétanos por la plaga guerrillera, ya fueron librados del mal. Pero la lucha apenas comienza”, escribió en su página de Internet el estado mayor del bloque Elmer Cárdenas el lunes 29 de abril de 2002.
Por algún motivo, no tomaron las precauciones necesarias aunque en el mismo comunicado insinuaron los movimientos de la guerrilla. Bajo el título ‘Urabá no les dará cabida’ informaban que las Farc “hace dos semanas entraron a Riosucio, en el Urabá chocoano, para robarse 99 pipetas de gas y algunos bidones de gasolina”, ante lo cual preguntaban “¿cuál será el pueblo que terminará destruido por las pipetas robadas? Esperen el golpe”.
El golpe que preparaban las Farc era de una envergadura pocas veces vista. Cerca de 2.000 hombres del bloque noroccidental, cuyo jefe era alias ‘Iván Márquez’ (hoy prófugo en Venezuela, tras haberse desmovilizado en 2016), miembro del estado mayor, estaban entre la maraña encerrando en una tenaza a los paramilitares y, en el medio, los habitantes de los dos pueblos.
El primer disparo
Alfredo Pitayá recuerda que escuchó el primer disparo del golpe el festivo primero de mayo, día del trabajo, a las 6 de la mañana. De la maleza salieron varias ráfagas contra una panga en la que se transportaban una veintena de hombres de las AUC.
Cuando empezó la balacera, los paramilitares que estaban en Vigía del Fuerte reaccionaron con rapidez y emprendieron la huida al frente, hacia Bellavista, en donde se iba a presentar el fatal desenlace.
Al llegar a la población chocoana, lo primero que hicieron fue atrincherarse en el área urbana de Bellavista. Los pobladores salieron corriendo hacia el centro de salud, la iglesia y al Colegio Departamental César Conto y la casa de las hermanas Agustinas Misioneras.
Eran las únicas edificaciones de material. “Yo tomé a mi esposa y a mis hijos y nos metimos en la iglesia porque pensé que allí Dios nos protegería”, dijo Ernesto Ortiz, entonces con 40 años, padre de cuatro hijos. Su esposa, Matilde Briceño, también creía que era la única tabla de salvación pues lo otro era la selva, el río, y nada más, pues es un pueblo tan pobre que ni siquiera tiene un teléfono para pedir ayuda.
“Yo en cambio no me fui para ninguno de esos sitios porque la noche anterior había soñado que estábamos encerrados en una casa y que las llamas nos rodeaban y no podíamos salir”, relató Dionisio Valencia, quien logró huir por el Atrato. Se acurrucó en un rincón de su casa y rezó durante más de 28 horas.
Lo mismo hicieron los sacerdotes Janeiro Jiménez Atencio, Antonio Mena y Antún Cuesta, quienes se turnaron las tareas para manejar la emergencia. Uno oraba, otro ayudaba a los niños más delicados y el otro repartía la escasa comida entre aquellos que estaban a punto de desfallecer mientras oían los tiros afuera del templo.
Además, los pobladores también hicieron cosas que nunca imaginaron. Luz Nelly Mosquera se paró en la puerta y le impidió el paso a un grupo de paramilitares heridos que querían entrar a la iglesia. “No por favor, por favor no”, les suplicó.
El cilindro
Entre tanto tres guerrilleros acondicionaron en un pequeño puente colgante, ubicado a 80 metros de la iglesia, el artefacto para lanzar los cilindros. Primero lanzaron uno, que explotó en una construcción adyacente a la iglesia. Otro cayó detrás del hospital, a escasos metros. El padre Antún Cuesta pensó que las balas no podrían atravesar las paredes de las casas de material pero se imaginó lo que significaría si un cilindro diera contra la iglesia. “Sería una matazón”. Estaba en esas cuando lo vio entrar rompiendo el techo. En fracciones de segundo los paramilitares que estaban fuera también lo vieron. Uno de ellos gritó: “Cuidado con el cilindro”.
Sus compañeros saltaron para protegerse. En cambio, los civiles no podían ver el proyectil y sólo lo sintieron cuando explotó. Dos hombres que estaban junto a Luz Nelly Mosquera quedaron con los brazos completamente amputados. Sin embargo alcanzaron a correr 80 metros hasta la casa de las hermanas, se abalanzaron contra las puertas, pero como estaban trancadas por dentro cayeron fuera y murieron desangrados. Sus cuerpos serían los últimos en sepultar.
Ernesto Ortiz quedó aturdido. Las esquirlas le destrozaron los brazos pero no les hicieron daño a dos de sus hijos, que se salvaron. En cambio sus otros hijos, una niña de 13 años y un niño de 7, y su esposa, Matilde Briceño, murieron destrozados.
También sobrevivió, al otro extremo de la iglesia, el padre Janeiro Jiménez Atencio, quien no vaciló ni un segundo. Tan pronto vio la carnicería, los cuerpos destrozados, pensó de inmediato en los sobrevivientes.
“Había gente para salvar. Algo tenía que hacer”. Y, en efecto, salió por la parte de atrás y se internó en la selva plagada de mosquitos, guiando una romería de hombres, mujeres y niños que después de 28 horas de estar agachados, tapándose los oídos para amortiguar el traqueteo y el ruido de una explosión dentro de un recinto cerrado, ahora debían tener despiertos los cinco sentidos para correr.
Él iba sacando una a una las personas, saltando matones, diciéndoles a los paramilitares que estaban cerca que no los mataran porque ellos eran neutrales, suplicándoles a los de las Farc que no los terminaran de asesinar. Como iban semidesnudos fueron heridos por la pringamosal, los chuzos, la mafafa y el bambú. “Vamos, padre, vamos”, escuchó que le gritaba la gente. Pero como iba empujándola y velando que no se le quedara nadie atrás, la selva se le cerró y se extravió entre pantanos, ciénagas y manigua.
En la soledad lloró, no sólo por su extravío sino por la impotencia de no poder salir para ayudar a las víctimas que se habían quedado atrás. La mayoría de ellos, entre tanto, luchaban contra el caudaloso río para alcanzar la orilla de Vigía del Fuerte, donde estaban la mayoría de combatientes de las Farc que creían estar logrando una victoria.
Cuando vieron llegar ese ejército de cuerpos semidesnudos, mutilados y asustados, quedaron perplejos por unos minutos. Pero al poco tiempo el comandante ‘Chucho’ ordenó continuar la ofensiva. El fuego entre las partes se mantuvo hasta el viernes 3 de mayo, cuando las Farc asumieron el control de Bellavista y la única presencia paramilitar en tierra era de varios cuerpos sin vida. Uno de ellos era el del comandante ‘Camilo’, uno de los líderes del grupo.
No se sabe el número de víctimas de éstos pues sus compañeros se llevaron los heridos, aunque se presume que fue alto. Se deduce porque en el pueblo, además de los cuatro cadáveres, quedaron 100 equipos de campaña y 55 fusiles y dos ametralladoras de fabricación rusa que las Farc se llevaron en dos pangas.
Además, posteriormente, el jueves 9 de mayo, el entonces comandante de las AUC, Carlos Castaño, hizo público un editorial en el que pregunta: “¿Y nuestros muertos quién los llora?”, en el que escribió: “Claro que nos duelen los muertos de Bojayá, nos duelen todos, más los inermes y humildes campesinos. Pero también lloramos los nuestros, nuestros muertos, inocentes y víctimas, aunque estuvieran armados”.
Sí hubo certeza de lo que pasó con los 117 muertos de la iglesia. Sus cuerpos estuvieron a la intemperie desde las 10:15 del jueves 2 de mayo hasta las 12 del día sábado 4 de mayo, cuando llevaron los primeros cuerpos a una fosa común que cavaron bajo la lluvia porque era imposible sepultarlos en el cementerio que estaba anegado.
Enterrar sus muertos
El día lunes 6 de mayo se llevaron el resto. Durante 98 horas estuvieron descomponiéndose bajo el sol del Atrato, bañados por los torrenciales aguaceros de la región; la carne viva bajo la humedad de la selva.
Lascario Miller era el inspector de Policía de Bojayá, tenía 43 años. Llamó al comandante guerrillero y le leyó una exigencia que todo el pueblo aprobó: “Después del repudiable hecho en el que inmisericordemente fueron masacrados 117 hermanos, les exigimos que se vayan al menos para terminar de darles cristiana sepultura”.
El jefe insurgente le contestó que lamentaban el error y le explicó: “Esto es la guerra. Así de dura es la guerra”. Entonces le dijo a la gente que podían ir a enterrar sus muertos. Los pobladores que regresaron a Bellavista no podían acercarse a la iglesia por el hedor. “Esto no se puede hacer así no más”, dijo uno de ellos, y fue, y de un solo trago, se bebió casi media botella de aguardiente.
Otros hicieron lo mismo y todos encendieron cigarrillos Pielroja para neutralizar el olor. Como no había suficientes guantes los improvisaron con bolsas plásticas que aseguraron a sus muñecas con cabuyas. Luego llevaron los cuerpos a las canoas.
Empezó un desfile de canoas por las aguas del Atrato, ante la mirada miedosa de las mujeres sobrevivientes en las orillas, el mareo de los hombres que realizaban la tarea y la vigilancia silenciosa de los guerrilleros que observaban en la distancia. Fueron al cementerio pero continuaba anegado.
Se dirigieron selva adentro, cinco kilómetros arriba, hasta la misma fosa donde el sábado habían depositado los demás restos y sepultaron allí a las víctimas, bajo un torrencial aguacero, sin poder siquiera ofrecerles una misa y sin derramar una lágrima porque ellos no lloran ante los actores armados por temor a que los acusen de estar dolidos por algún difunto que ellos consideraban un enemigo.
El martes 7 de mayo acabaron la tarea cuando sepultaron a los hombres que habían corrido sin brazos. Ese mismo día apareció de su extravío el padre Janeiro Jiménez Atencio. Llegó con paludismo, con varios kilos menos y con el dolor de no haber podido sepultar a su gente. Cuando llegó, en el pueblo no había nadie. Las puertas y las ventanas quedaron de par en par. El silencio era sepulcral. Entre tanto, al otro lado, en Vigía del Fuerte, había confusión.
Todos querían huir. Y le temían a todo, pues las balas ya no venían por tierra y agua pues en varias ocasiones un helicóptero militar sobrevoló Vigía del Fuerte y ametralló de ida y de vuelta. Entonces se apresuraron a llevar los heridos a las embarcaciones. “Miren mis brazos, miren mis brazos”, clamaba Ernesto Ortiz. Él fue uno de los primeros que subieron en una panga. Alfredo Pitayá esta vez sí decidió embarcarse.
A los desplazados de allí empezaron a sumarse los de los pueblos cercanos. Naciones Unidas estimó por esos días que podían haber cerca de 30.000 pobladores atravesando el río, por donde algunos creían huir de la violencia.
El amanecer
Como pocas, Bojayá supo levantarse de la tragedia, casi que de inmediato. Las alabadoras del pueblo, que suelen cantarle solo al presente, fueron las primeras en sugerir pasar la página.
Léiner Palacio, quien hace 20 años tuvo que enterrar a 35 de sus familiares y parientes, fue una de las víctimas que estuvieron en el Oslo City Hall de la capital de Noruega, cuando se concedió el premio Nobel de la paz al presidente de Colombia, en diciembre de 2016.
Antún Cuesta, el sacerdote que abrió las puertas de la capilla aquel 2 de mayo, ahora suele oficiar sus liturgias con una sotana de mil colores, traída de Gabón (África). A diario limpia y protege del polvo lo que queda de la imagen del Cristo, el dorso y la cabeza, desde entonces llamado “el cristo mutilado”.
“Debería recorrer todo el país, para que le ayuden a poner los brazos y las piernas que le faltan”, dice a SEMANA el padre Antún Cuesta, quien solo atina a calificar de “milagro” la " resurrección” de Bojayá. “Tendrían que haber roto el Cristo en mil pedazos para que Bojayá nunca pudiera levantarse”. Veinte años después de la mayor masacre del conflicto interno, Colombia sigue cicatrizando las heridas de la tragedia de un pueblo que se dio a conocer tras la muerte de un centenar de sus habitantes.
*Bojayá: 20 años de una tragedia que enlutó a Colombia, es una adaptación de los reportajes ‘¿Cómo fue la tragedia de Bojayá?’ (SEMANA, mayo 2002) y ‘El tercer amanecer de Bojayá' (SEMANA, octubre 2016).