La tregua en Buenaventura se rompió horas después del atentado contra alias Fidel, uno de los cabecillas de la temible banda La Local. Esa noche del 30 de diciembre de 2020 hubo una caravana de muerte en la ciudad: hombres en moto y con fusil asaltaron varios barrios, asesinaron a siete personas y dejaron heridas a tres más. Todo eso en menos de 60 minutos. Querían venganza y coordinaron ataques certeros contra supuestos integrantes de La Empresa, otra de las estructuras criminales del puerto. La guerra volvió a prender motores.
Lo que pasó ese día fue espeluznante por la frialdad de los asesinatos y el tránsito normalizado de hombres fuertemente armados en pleno casco urbano. Una escena que recordó el horror del conflicto armado. El ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, llegó un día después, ofreció una recompensa de 100 millones de pesos, anunció una decena de capturas y se marchó.
Desde ese momento Buenaventura se quedó sin los reflectores que llegan con la barbarie; la ciudad regresó a los días en que le tocaba digerir la violencia en silencio, porque lo que pase en ese rincón del Pacífico vallecaucano no es un tema que interese mucho a la prensa nacional.
Pero lo que viene pasando en Buenaventura es mucho más grave: todos los días hay enfrentamientos en los barrios Antonio Nariño y San Francisco. La gente escucha horrorizada cómo balas de fusil y de armas cortas se estrellan contra la fachada de sus viviendas. En el puerto hay una guerra de carteles –al estilo de las golpeadas ciudades mexicanas– de la que nadie habla.
La disputa armada es entre dos bandos de La Local que decidieron romper el juramento de paz que hicieron tres meses antes. La columna vertebral de esa estructura –que se maneja más bien como un gran cartel de droga– enfrenta a los Bustamante, también conocidos como La Empresa.
La guerra es fría y despiadada, dicen algunos líderes que prefieren omitir sus nombres. Aseguran que cada combate deja entre una y dos personas muertas; la policía, denuncian, no interfiere, y las calles de al menos tres comunas son gigantes campos de batalla cuando el sol se esconde. El mismo alcalde de Buenaventura, Víctor Vidal, dice que lo que está ocurriendo en el principal puerto sobre el Pacífico colombiano es alarmante: “Aquí no estamos hablando de una delincuencia común o de los muchachos que hacen tiros al aire porque están borrachos. No, aquí estamos hablando de estructuras armadas que aspiran a controlar todo, incluso la delincuencia común”, asegura.
Y aunque las autoridades cataloguen a La Local como una banda delincuencial, lo cierto es que su operación es mayor. Este grupo maneja los hilos del narcotráfico en Buenaventura; controla las rutas de despacho de droga hacia Centroamérica y Chile; tiene dominio sobre el microtráfico y las extorsiones. Es, para muchos líderes bonaverenses, el cartel urbano más grande de Colombia.
La Local nació en Buenaventura como un apoyo estratégico de los Urabeños, pero ahora son ellos quienes controlan todo. La estructura criminal tiene cuatro frentes, comandados por los Bustamante, Fidel (quien sobrevivió al atentado), los Montaño y los de Julito. Todo ellos intentaron quedarse con el control de la ciudad tras el arresto de alias Gordo Lindo. Eso desencadenó una serie de asesinatos entre abril y agosto de 2020. Luego hubo un tiempo de relativa paz.
No obstante, la tregua finalizó el día que intentaron matar a Fidel y este se vengó asesinando a siete personas. A ese coctel delictivo se suma la entrada del ELN, que aseguró por medio de un panfleto que “atacará con todas sus fuerzas a los Bustamante”. Buenaventura vive sus peores días, y apenas en Colombia empezamos a ver la magnitud de su tragedia.
Un bálsamo de paz
Orlando Castillo ya no sabe el número de veces que han amenazado con matarlo. Por eso, solamente cuenta las que ha denunciado en la Fiscalía. Treinta y dos en total. Hace unos meses, hombres a bordo de una motocicleta interceptaron la camioneta en la que se movilizaba y le dispararon mientras cambiaba el semáforo. Esa vez, como todas las otras, salió ileso.
La historia la cuenta vestido con un pantalón de paño, zapatos de amarrar y una camiseta de colores apagados por el sol bonaverense. Es un hombre pequeño y un líder social gigante. Lo quieren matar, dice enérgico, por ser creador de una especie de oasis en medio de la Comuna 4, uno de los sectores más violentos de Buenaventura. Se trata del denominado Espacio Humanitario Puente Nayero, un ejercicio de resistencia en torno a una calle larga que más pareciera un barrizal, con casas de madera desvencijada, ropa tendida en las fachadas y, de fondo, el grisáceo océano Pacífico. Ese debe ser el único lugar de todo el puerto vetado para los grupos armados ilegales.
“Somos una comunidad de paz desde el 13 de abril de 2014. El espacio se crea como una forma de preservar la vida y el territorio”, dice recio Orlando, con la autoridad que le da ser sociólogo, especialista en cultura de paz y derecho internacional humanitario, tener dos maestrías y estar cursando un doctorado; además, haber sido desplazado junto con sus vecinos del Naya, entre Valle y Cauca, tras la masacre que perpetró hace más de dos décadas un comando paramilitar al mando de José Éver Veloza, alias HH.
Así, con antecedentes de zonas humanitarias en el país como las de Curvaradó y Jiguamiandó (Chocó) y la comunidad de paz de Apartadó, en el Urabá, nació un domingo de ramos el Espacio Humanitario Puente Nayero con una única consigna: un lugar en donde no se le permitiría el ingreso a ningún actor armado ilegal.
Luego, la comunidad, de la que hoy forman parte unas 2.000 personas, estableció otros ocho principios: no consumir sustancias psicoactivas, la obligatoriedad de participar en las asambleas comunitarias y la prohibición expresa de relacionarse con quienes hagan parte de bandas u organizaciones delincuenciales.
El reglamento también contempla castigos comunitarios y pedagógicos para quienes cometan delitos menores como robo y, cada día, las puertas se cierran a las seis de la tarde y se vuelven a abrir a las cinco de la mañana. Todo en medio de un barrio en el que los enfrentamientos entre las disidencias de las Farc, el ELN y las bandas sucesoras del paramilitarismo como La Local o La Gente del Orden son constantes. Antes de ser espacio humanitario, esa calle –al igual que todas las del barrio La Playita– se hizo famosa por las escalofriantes prácticas de tortura en las denominadas ‘casas de pique’ denunciadas por la Diócesis: construcciones palafíticas en donde se descuartizaba y mutilaba a menudo con la única intención de enviar mensajes de terror a la comunidad.
Entonces, en medio de esa zozobra, Orlando y un puñado de líderes juntaron a los vecinos y constituyeron el espacio. Este contó, además, con el aval de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que conminó al Estado colombiano a brindar seguridad allí las 24 horas del día. “Demostramos la incapacidad del Estado para proteger a toda la población afro que vive ahí”, agrega Orlando.
Entonces, encerraron la zona y han logrado –según cuenta el líder– mantener a raya asesinatos, desapariciones forzadas y extorsiones. Hoy, aunque pulula la pobreza al lado de niños descalzos, ventas de mango y partidas de parqués, el espacio humanitario ha logrado mantenerse en pie.
“La lucha no ha sido fácil. Un par de veces se nos han metido hombres armados. Pero gracias a que estamos unidos hemos podido mantenernos firmes y lejos de esta violencia y del recrudecimiento del conflicto que vive Buenaventura”, sentencia Orlando, a quien, definitivamente, las amenazas no van a detener.