Cuando Sergio Araújo le dijo a Imelda Daza ¡déjame darte un abrazo! se oyeron murmullos que decían: ese es el candidato de Uribe y ella la de la Unión Patriótica. No obstante, los dos se fundieron en un emotivo apretón, pasado por lágrimas. En ese momento, ambos tenían en mente la misma persona: a Consuelo Araújo Noguera, la Cacica del Cesar. El episodio ocurrió el pasado 25 de julio en la Registraduría de Valledupar, donde él se inscribía como candidato por el Centro Democrático a la Alcaldía de esa ciudad y ella como aspirante a la Gobernación por la Unión Patriótica. Este acontecimiento no tendría nada de raro, a no ser porque nunca antes se habían visto y porque, en el fondo, ambos representan un pedazo de la historia política de esta región, cuyo símbolo trágico es la Cacica. Daza nació en Manaure, en el seno de una familia conservadora. Estudió economía en la Universidad Nacional de Bogotá y en los años setenta regresó a su región con ganas de ayudar a la soñada reforma agraria con la que se quería cambiar al país en aquel tiempo. En Valledupar fundó, junto a un grupo de profesionales, el movimiento político Causa Común, que tuvo acercamientos con el Nuevo Liberalismo de Luis Carlos Galán. “Allí nos encontramos con Ricardo Palmera, un joven gerente de banco, muy entusiasta y brillante, miembro de la elite vallenata, quien con los años se convertiría en Simón Trinidad”, cuenta ella. Luego vino el proceso de paz de Belisario Betancur, durante el cual, según Daza, la Cacica se convirtió en intermediaria entre las Farc que estaban creando la Unión Patriótica y Causa Común. Hicieron un acuerdo: el clan Araújo apoyaría su aspiración al Concejo y Daza a su vez respaldaría la aspiración de Álvaro Araújo, hermano de la Cacica y padre de Sergio, a la Cámara de Representantes. La UP sacó seis concejales y un diputado, de los cuales Imelda Daza es la única sobreviviente. Todo el movimiento fue exterminado a sangre y fuego. Ella se salvó porque decidió exiliarse, por casi tres décadas, en los gélidos bosques de Suecia. Al tiempo que la UP era exterminada, las Farc se ensañaron con los pobladores del Cesar. El secuestro y el asesinato se hicieron endémicos. También las mafias que para entonces ya llenaban de contrabando y narcotráfico al departamento. En ese contexto surgieron los paramilitares, en cabeza de Rodrigo Tovar Pupo, Jorge 40, otro hijo de la elite de Valledupar. Los Araújo se mantuvieron en la cúspide del poder local, en disputa con otros clanes legendarios en la región como los Gnecco. Sergio Araújo siempre estuvo cerca de la Cacica y de su padre en asuntos políticos. También mantuvo contactos con Jorge 40, relación que ha sido objeto de controversia. Araújo sostiene que esos contactos fueron el resultado de su gestión en el proceso de desmovilización de las AUC, responsabilidad que le encomendó el entonces presidente Álvaro Uribe. Como considera que lo han estigmatizado por esa circunstancia, le ha enviado una carta al presidente Santos pidiendo garantías para el desarrollo de su actividad política. Por eso el abrazo de Araújo y Daza ha sido reseñado por algunos comentaristas –como Yesid Arteta, exguerrillero de las Farc– como un gesto de reconciliación necesario para el posconflicto. El regreso de Daza es un signo de confianza en la democracia. Araújo, por su parte, se ha separado de su jefe de partido, Álvaro Uribe, para manifestar públicamente su apoyo al proceso de paz. En una inexplicable paradoja, la Cacica, que ayudó a surgir a la UP en tiempos de paz, fue secuestrada y asesinada por las Farc en 2001, en nombre de la guerra. Ese cruel desenlace estuvo latente en el ambiente cuando los dos contradictores ideológicos se encontraron hace pocos días. No ha faltado quien agregue, con toda razón, que está bien el abrazo, pero que sea el principio de la verdad, del resarcimiento y del compromiso de que nunca más se mezclarán las armas y las urnas en la política del Cesar.