En la mañana del sábado 8 de enero, cuando Choco abrió los ojos debajo del techo de su casa de cartón, eran decenas las personas que estaban a su alrededor. “Mierda, yo qué hice”, exclamó sorprendido, mientras daba los primeros abrazos del día a Shaggy y a la Nena, su familia, con los que se había enfiestado la noche anterior.
Pensó que lo iban a levantar a golpes, como tantas veces desde los 10 años, cuando abandonó su hogar en Barranquilla, cansado de malos tratos y humillaciones, y empezó a recorrer calles como un gitano en busca de fortuna. Lo único que vio fueron sonrisas, por lo que el susto desapareció de su cuerpo y dejó escapar la suya. Choco, el joven de 25 años al que le gusta “sacarle la risa a la gente triste”, por primera vez era víctima de su propia medicina. La gente, acostumbrada a cambiarse de acera cuando lo tenía enfrente, esta vez lo rodeó como si fuera uno de los suyos, en el barrio Cabecera de Bucaramanga.
Horas antes, Choco, sin cédula en el bolsillo, fue identificado en la Ciudad Bonita, en toda Colombia y en muchos países del mundo por la fiesta de cumpleaños que le montó en unas escaleras a Shaggy, el perro que esa noche completaba cuatro años a su lado. Un pastel que una señora iba a botar a la calle, dos gorros de piñata y un par de velas que consiguió en una miscelánea a cambio de la única moneda de 500 pesos le sirvieron para armar la celebración.
“Feliz cumpleaños, Shaggy…”, cantaba antes de prender las velitas con su encendedor. Un cuchillo de plástico que recogió de la calle y desinfectó con alcohol le sirvió para partir la torta, y tanto a Shaggy como a la Mona les dio su respectiva porción, en dos platos de icopor que le habían regalado en un restaurante.
Alguien, que quizás solo vio in fraganti a un loco de la calle, lo grabó con su teléfono, escondido detrás de un árbol. El video, que luego subió a las redes sociales y se hizo viral, conmovió tantos corazones que latieron admirados con el de Choco, un mendigo, pero millonario en amor, como el que se le veía en cada caricia y en cada palabra que les dedicaba a sus perros.
José Luis Matos es su nombre de pila, prefiere su apodo por ser el único regalo que conserva de uno de sus amigos, otro vecino de calle que hoy está en el cielo. “Chocolisto sabe a chocolate”, le decía por el color de su piel. “Era un pelado muy berraco, me defendía de la gente que se metía conmigo, fue un ángel para mí”, recordó Choco en el diálogo que sostuvo con Vicky Dávila en SEMANA, sin que aquel recuerdo le pudiera borrar la sonrisa.
Nació en Barranquilla en 1996, pero con todo lo que ha vivido se siente cómo de 70 años, después de llevar 13 deambulando por las calles. “Me pegaban mucho en la casa y no me aguanté. Por error encontré una plata y algo me dijo: váyase, antes que lo maten a golpes”. No se despidió de su madre, Antonia Esquivel de la Rosa, ni de su hermana menor, María Alejandra, a quien considera “la estrella que ilumina mi camino”.
Se montó en un bus a Valledupar, en días en que se estaba celebrando el festival vallenato. “Como Dios me hizo inteligente y con mente visionaria”, dice Choco, invirtió parte de su capital en una chaza, vendía caramelos mientras la gente cantaba y bebía. Conoció a unos hippies que lo alojaron y lo llevaron al Bienestar Familiar. Parecía que las noches bajo un techo de cartón no volverían.
Pero tuvo que refugiarse en ellas, tras ser devuelto del hogar sustituto. La señora de la casa lo vio con la cámara de video, y pensó que el niño le había resultado ladrón. José Luis hubiera querido que se la enseñara a manejar antes de acusarlo. Se marchó de Valledupar con ese mal recuerdo y con el del día en que estuvo a punto de ahogar su sonrisa, cuando se tiró en un neumático al río Guatapurí y la corriente por poco se lo lleva.
Regresó a Barranquilla a ‘lomos’ de una tractomula. Su madre no lo recibió. Se montó al primer bus que salía de la terminal, y terminó en Barrancabermeja. Trabajó de pescador pese a que había prometido frente al Guatapurí jamás volver a un río. Nunca pensó ver pescados como los que terminaban en su balde, pero se cansó de redes y anzuelos y se fue, en bus, a probar suerte en Bucaramanga. En la Ciudad de los Parques encontró alguno para montar su nuevo hogar.
Se instaló en el centro, donde solo miraba hacia el piso por temor a que alguien se “enamorara” y le buscara pelea. Los primeros seis meses fueron de golpes de bolillos, se ganó la vida como jardinero, puliendo pisos, haciendo aseo en restaurantes y limpiando vidrios de los carros en los semáforos. Fue obrero y se lesionó la rodilla al caerse en una construcción, no estaba asegurado y nunca lo llevaron al médico.
No le quedó otra que pedir monedas. “Me hacía 5.000 pesos diarios, la gente me decía que me pusiera a trabajar, yo les pedía que me dieran trabajo”, dice Choco al recordar esos días de angustiosa necesidad. “Yo sé qué es pasar hambre, frío y no tener a nadie con quién hablar”.
Fumó marihuana, la dejó, y jura por Jesucristo nunca haber caído en el demonio del bazuco. No se ha podido quitar del cigarro, así ataca la ansiedad. Guarda 1.000 pesos a diario para ir a un baño y no hacer sus necesidades en la calle, pues no soporta a la gente “puerca”. Dice ser desprendido con el dinero, como esos 15.000 pesos que se había hecho, pero que le regaló a otro habitante de calle, herido por una puñalada, para que fuera al hospital. “Ese chino me agradece todos los días”. Como muchas de las 5.043 personas que, según el Dane, siguen habitando en las calles del país.
Choco también ha sido presa fácil del demonio de la depresión. Se intentó “hacer el viaje” una noche en la que había perdido la esperanza. “No valgo nada, no sé qué hago vivo”, recuerda Choco. Estaba en la puerta de un bar tomando trago con unos gringos cuando llegó la Nena, que terminaría siendo el antídoto, y remendó su corazón hecho pedazos.
La perrita lo siguió hasta el parque que había escogido para pasar la noche, y allí se le recostó debajo del cartón. “La Nena me arregló la vida, cambió mis pensamientos, ahí empezamos esta linda amistad”. Cuatro años después, apareció Shaggy, con cara de vagabundo y señas de maltrato. Dos acompañantes que, sin embargo, no alcanzan a llenar los vacíos de su corazón.
“Es imposible olvidar a mi madre, a mi hermana. En diciembre lloré como María Magdalena”. La noche del 7 de enero, aburrido y sin un peso, se acordó del día en que Shaggy se quedó para siempre. Sin limpiarse las lágrimas encontró el pastel, compró dos velitas y pilló un cuchillo de plástico para partir la torta. La fiesta de cumpleaños de su perro dio la vuelta al mundo, y esa moneda de la que se desprendió en una miscelánea, con los días, se multiplicó.
José Luis Matos ya tiene cédula, y a sus 25 años despejó el fantasma que más lo acecha, ser enterrado como NN. Tiene cuenta de Instagram con casi 90.000 seguidores, cada like que recibe es un bombeo de sangre en su corazón. Quiere ser presidente de una fundación para rescatar perros callejeros y cantante de música urbana. Cierra los ojos y sueña con construir una “mansión” a su madre y a su hermana. “Yo me fui de la casa y no voy a volver sin nada. Tengo que darle algo a mi mamá, la amo tanto a pesar de todos los cocotazos que me daba. Gracias a esos golpes, hoy Choco es un hombre”.