Johann Christof Kuchemann cargaba la sencillez y la generosidad como moneda suelta en los bolsillos. Y a pesar de haber nacido en Alemania, 75 años atrás, era más latinoamericano que cualquiera. Siempre sonriente, siempre amante de la música. “Un gocetas de la vida”, asegura su esposa, María Isabel Reyes, desde Medellín, la ciudad en la que falleció el pasado 6 de mayo.
A Colombia arribó muy niño, con 11 años. De la mano de su mamá y de su papá, un hombre de academia, que desde Europa había llegado hasta el Colegio Alemán, en la Bogotá de los años 50, para la enseñanza de matemáticas y geografía.
Y esa fue para Johann Christof la puerta de entrada a un amor que nunca se apagó. Porque sería su inmenso cariño por Colombia lo que lo llevó a decidir, hace varios años, que no existía mejor lugar en el planeta para pasar los días de su jubilación. Así, después de viajar por casi toda América Latina producto de su trabajo, regresó al país de las frutas exquisitas, las montañas verdes y generosas y el ajiaco que nunca dejó de extrañar en sus periplos por el mundo.
Christof, amante de las cervezas y las salchichas como buen alemán, había estudiado matemáticas y después, fascinado por las inmensas posibilidades de progreso de un continente como América Latina, realizó un doctorado en sociología en su país natal. Hablaba cinco idiomas: su natal alemán, y también castellano, inglés, francés y portugués.
Y su talento no pasó desapercibido para la Agencia Alemana de Cooperación Técnica (GIZ, por sus siglas en alemán), para la que este colombiano de corazón trabajó media vida.
En medio de ese camino y su ardua tarea en la creación de estrategias de desarrollo para superar la pobreza en el tercer mundo y su experticia en la resolución de conflictos, la GIZ cedió por una temporada a Christof para que compartiera sus conocimientos en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), donde ocupó un alto cargo.
Producto de ese trabajo incansable y su contribución para hacer de este lado del mundo un territorio más amable para su gente, con los años recibió la Gran Cruz del Sol, en Perú –uno de los tantos países de esa América indígena y negra que vivía en su corazón–, de manos del presidente de entonces, Alan García.
La Agencia Alemana de Cooperación Técnica lo llevó, años después, de regreso a sus filas. Y entonces Christof pasó por Brasil y territorios como El Salvador, Honduras, Guatemala y otras naciones de Centroamérica, siempre con la meta puesta en aportar para su desarrollo social. Su esposa cuenta que le ofrecieron cargos similares en otras regiones, como Asia y África, pero él creía que podía ser más útil y feliz en este lado del mundo.
“Él tuvo la ilusión de transformar a los países del tercer mundo y mejorar así la calidad de vida de sus habitantes. Y lamentaba que, debido a los cambios políticos abruptos de varios países de América Latina, no se pudiera planear su desarrollo a largo plazo. Para Christof eso era una falencia. Cuestionaba esos bandazos políticos que a veces se daban y no permitían planear el desarrollo a 20 años o más allá, que sería lo ideal”, relata su esposa, María Isabel, una economista con quien este alemán pasó los últimos 28 años de su vida.
Los dos se habían conocido, muy jóvenes, en la fría Bogotá, en los pasillos del Colegio Andino. Pronto el amor surgió, pero Christof tuvo que partir de Colombia y los dos tomaron caminos separados.
Pero el amor, que siempre se las ingenia para sorprender, los unió de nuevo muchos años más tarde, cuando ambos estaban ya divorciados y con hijos de sus relaciones anteriores. Fue solo entonces que Christof y María Isabel se casaron y construyeron una vida junto a Alejandra y Rodrigo, los otros amores de sus vidas.
En amorosa complicidad con su esposa, Christof, que tenía cédula de extranjería en Colombia, pasó los últimos seis años de su vida entre Bogotá y Berlín. Desde 2017 venía presentando varios quebrantos de salud, que lo llevaron a radicarse en Medellín, una ciudad que por su clima resultaba más amable para sobrellevar sus afecciones del corazón.
Un corazón que dejó de latir el pasado 6 de mayo, cuando la muerte lo sorprendió en su carro y no alcanzó a llegar con vida al hospital donde fue trasladado de urgencias. Se apagaba así la vida de un alemán de sonrisa amable, que admiraba la tenacidad de colombianos, pero a quien lo entristecía que el país no lograra superar su violencia. “Lo tienen todo para lograrlo, pero falta más unión”, les repetía a sus familiares y amigos.
Los mismos que este viernes lo despidieron y lo evocan como el hombre ético, tranquilo y generoso, que a pesar de sus raíces alemanas parecía un latino más, a quien incluso en los aeropuertos de su país lo apartaban de las filas y le decían: “Los extranjeros van por otro lado”, tal como recuerda, con palabras cariñosas, María Isabel. “Tuvo una vida plena y feliz. Y eso es al final lo único que importa”.