Las minas antipersona no son un flagelo del pasado. Hoy, Colombia presenta cifras alarmantes de crecimiento de esta salvaje práctica criminal en la mayoría de regiones. Los desgarradores testimonios de las víctimas muestran la crudeza con que grupos armados como las Farc de Iván Mordisco, el ELN y Clan del Golfo arrasan con todo a su paso. De acuerdo con el último reporte oficial, en 2023, sembraron más de 5449 artefactos cerca de caseríos, cabildos indígenas, escuelas y hospitales rurales.

El informe, conocido en exclusiva por SEMANA, indica que, en los últimos siete años, al menos mil personas han sido víctimas de este flagelo: campesinos que murieron mientras sembraban sus parcelas, mujeres que se desplazaban hacia citas médicas, soldados que defendían el honor de la patria y jóvenes que corrían hacia sus clases. Entre Chocó y Arauca, y desde La Guajira al Amazonas, se escuchan dolorosos testimonios de los afectados.

SEMANA recorrió por varios meses más de cuatro regiones de Colombia. En ellas, encontró las huellas imborrables de la barbarie. En Chocó, por ejemplo, está Jesús Arley Perea, quien perdió sus extremidades. “Me encontraba trabajando en el corregimiento de Mumbú, Tadó. Sentí una explosión que me lanzó hacia un hueco, cuando traté de levantarme y miré, mis pies no estaban, solo había tendones volando”, dice. Como pudo, se arrastró hasta la carretera principal y allí esperó una hora para ser auxiliado. “Solo le pedía a Dios que no me dejara morir, no me quería morir”, añadió.

Logró salvar su vida, pero no sus piernas. Ahora tiene prótesis. Clara Inés Garavata, una humilde indígena del municipio de Nóvita no corrió con la misma suerte. Ella murió en manos de su esposo, su familia y en medio del llanto de su pequeña hija de 12 años, que sobrevivió a la explosión, pero con heridas considerables.

Jesús Arley Perea, sobreviviente de una mina antipersona en Chocó. | Foto: Jamir Mina

Todo ocurrió el pasado 21 de diciembre, cuando, junto a su esposo, Olegario Natigay, y ocho miembros del resguardo San Onofre, salieron a cazar, como es costumbre en esas comunidades indígenas, en vísperas de Navidad. Recorrieron algunos metros. Olegario comandaba la marcha, atrás estaba Clara Inés con su hija.

“Yo pasé y no vi nada, ella iba detrás y me hizo señas. Yo volteé y me dijo: ‘Hasta aquí llegué, porque me mataron’. Ella sintió cuando pisó la mina, estuvo unos segundos quieta y luego hubo una explosión”, recordó Olegario. La explosión le destruyó la mitad del cuerpo a Clara Inés, quien falleció una hora después. La niña se salvó, pero quedó con secuelas en la vista y un impacto psicológico severo que le impide hablar fluidamente.

“Uno recuerda con dolor, porque no es fácil”, manifestó Olegario. Dice además que, pese al riesgo, no puede salir de la zona, porque ese lugar, que hoy es un cementerio de minas antipersona, es su hogar. “Nunca habíamos pasado por una situación como esta”, agregó.

Las autoridades sospechan que el uso de las ‘trampas mortales’ está en aumento. Si se analiza el comportamiento criminal de los últimos cinco años, el 2023 fue el período en que más minas fueron halladas bajo tierra (5.449). También fue el lapso en el que más artefactos fueron incautados en depósitos ilegales (8.768), es decir que estaban preparados para ser instalados y afectar a las comunidades.

La siembra de estos artefactos explosivos durante los últimos cuatro años ha sido así: en 2020, entre incautaciones y neutralizaciones, hubo 7990 minas antipersona; en 2021, se reportó una leve disminución, con 5323 casos; en 2022, esa cifra ascendió a 7839 casos; el 2023 fue el año donde la curva creció considerablemente, con 8768 minas antipersona. En lo corrido del 2024, con corte al 15 de marzo, estos eventos van en 1179 casos.

Jesús Arley Perea, sobreviviente de una mina antipersona en Chocó. | Foto: Jamir Mina

A primera vista, este tipo de elemento es definido como un arma de destrucción. Pero el concepto cambia completamente de significado cuando la víctima lo narra desde su experiencia: “Son lo peor del mundo. Le cambian la vida a una persona de la noche a la mañana”, comentó el sargento segundo, Fabio Ramírez, quien perdió su pie izquierdo al caer en un campo repleto de explosivos en Chocó.

Él hace parte de la lista de los 685 militares afectados por esta práctica en lo que va corrido de la década. Su viacrucis arrancó tras pasar 48 horas en combate con un actor armado. Si bien ya estaba estabilizando el sector, fijó su pie en un objeto desconocido: “Pisé la mina, escuché la exposición, me revisé y me hacía falta la parte del miembro inferior izquierdo. Entra uno en shock, pánico y miedo”.

La misma sensación comparten los habitantes de los municipios de Arauquita, Tame y Puerto Rondón, ubicados en Arauca. Desde el 2022, esas tierras son peleadas por el Estado Mayor Central de las Farc, de Iván Mordisco, y el ELN, con el único propósito de tomar el control de las economías ilícitas y tener el poder de la frontera venezolana.

El Ejército espera terminar esta labor a finales del mes de diciembre. | Foto: Ejército Nacional

Un equipo periodístico de SEMANA llegó a la zona. Las minas son abandonadas en las inmediaciones de colegios, tomadores de agua, broches de puertas y cultivos. En el mejor de los casos, la ‘trampa’ es amarrada a una altura considerable para que esté a la vista de los ciudadanos, con el objetivo de sembrar zozobra. En un escenario catastrófico, el elemento es puesto bajo tierra para que destruya cuerpos enteros.

“Nosotros sabemos que hay zonas donde no podemos caminar, entendemos que todo esto se ha dado por la confrontación que tienen los dos actores armados”, comentó bajo anonimato un reconocido líder social de la región que hoy es custodiado por la UNP. Él ha percibido los explosivos en las orillas de los ríos, en las torres eléctricas y en las trochas por donde se desplazan los niños para ir a clases.

El panorama es tan desolador que los mismos artífices del delito lanzan alertas por medio de WhatsApp para informar los sectores que son intransitables para la población civil: “No se salgan de los caminos porque no respondemos”, se le escuchó decir a un supuesto guerrillero. En efecto, la gente empezó a caminar en una fila recta para esquivar cualquier tipo de objeto extraño que esté sobre la tierra.

El Ejército Nacional identificó en Arauca campamentos donde los criminales habrían dictado cursos para la fabricación de artefactos artesanales y halló aterradoras prácticas vietnamitas: una estaca puntiaguda impregnada con ácido, escondida entre la maleza y enterrada a una profundidad de dos metros, con la punta expuesta a la superficie: solo tocarla genera una gran explosión.

La zona más compleja está ubicada entre Arauquita y Puerto Rondón, el sector de encuentro de las disidencias de las Farc y el ELN. La situación que narran los líderes sociales es aterradora: “Allá no se puede caminar, es imposible ingresar. Las escuelas las convirtieron en campos de los actores armados y los papás, muchas veces, prefieren no enviar a los hijos para evitar cosas”, agregó un vocero de la comunidad.

Los explosivos también alteran la vida en Antioquia, sobre todo en las subregiones del Bajo Cauca y Nordeste, donde el Clan del Golfo pretende liquidar a las guerrillas. La Defensoría del Pueblo denunció que en las tierras donde hay instalación de minas se presentan confinamientos masivos de campesinos e indígenas. Solo este departamento suma 289 hallazgos de explosivos en los últimos quince meses.

Los criminales tienden hilos invisibles entre los caminos de herraduras y los árboles que, una vez alguien se accidenta contra ellos, activan un artefacto que destruye lo que tenga en su cercanía. Esta técnica es la más usada contra la fuerza pública. Mientras que, en el año 2023, catorce militares resultaron afectados, en 2024 ya van dieciséis: catorce heridos y dos fallecidos, un incremento que prende las alarmas.

Las heridas del alma

A Ramón Emilio Guerra Guerrero aún lo atormentan los fantasmas de su tragedia. Dice que ahora tiene una lucha constante contra sus pensamientos suicidas. Tiene 30 años y siete hijos, el 6 de julio de 2022 iba camino a su trabajo en zona rural de Nóvita, Chocó, pisó una mina antipersona y su vida cambió para siempre.

Ramón Emilio Guerra tiene 30 años y fue víctima de una mina antipersona | Foto: Jamir Mina

“Caí boca abajo y le pedí a Dios que fuera lo que él quisiera. Cuando miré, no tenía la pierna derecha y la izquierda estaba seriamente afectada. Con el pantalón me hice un torniquete. En ese momento, tomé las cosas muy bien, pensaba que estaba vivo y eso era lo más importante, pero luego todo cambió. Todo fue un tormento, me volví un ser violento, no puedo dormir, me toca medicarme para poder dormir. Siento dolor, miedo y rabia porque me tocó salir desplazado y no es fácil dejar sus cosas”, contó Ramón.

Y añadió: “Esto no es fácil, Dios todo lo perdona, pero para mí no es fácil perdonar algo así. Yo tengo siete hijos y ahora no es fácil que me llamen a pedirme cosas y yo decirles que no tengo. Me toca sacar fuerzas, ser valiente. Yo he pensado muchas veces en quitarme la vida, porque no ha sido fácil”.

Tanto Ramón como Jesús Arley han encontrado un bálsamo para sobrellevar sus heridas del alma en la Federación Luterana Mundial, que desde hace varios años hace un trabajo juicioso con víctimas de minas antipersona en varias regiones del país. Incluso, tienen una apuesta de apoyo a emprendimientos de personas afectadas por estos artefactos. Ramón y Jesús son beneficiarios. El primero tiene una bicicletería en su humilde hogar en Istmina, y el segundo brinda apoyo a otras víctimas, a través de la Asociación Colectivo Cimarronaje.

Las minas antipersona son una de las grandes aberraciones de la violencia en Colombia, cada vez más normalizada en muchas regiones del país. A los criminales no les importa nada, solo sembrar el terror y dejar una estela de dolor en comunidades humildes, que nada tienen que ver con su actuar terrorista. El país está secuestrado por las mismas dinámicas del pasado, que parecían haberse superado.