Con la firma del memorando de entendimiento entre Colombia y Panamá se calmaron los ánimos a ambos lados de la frontera. Se escuchó lo que todos querían oír: que el istmo sale de la lista de paraísos fiscales y que el gobierno panameño acepta sentarse a negociar un acuerdo con las autoridades colombianas. Sin embargo, más allá de la solución diplomática que permitió fumar la pipa de la paz entre los dos países, lo que quedó más claro es que Colombia mató el tigre y se asustó con el cuero. Todo parece indicar que cuando se tomó la decisión –el 7 de octubre– de declarar a Panamá paraíso fiscal, Colombia no tuvo en cuenta que ese país tenía una carta muy poderosa para jugar en contra de la decisión. Se trata de la llamada Ley de Retorsión, que le permite tomar medidas represivas contra otra nación. Esto desató el pánico entre los empresarios colombianos con intereses en el istmo. Durante los 15 días que duró vivo el decreto que declaró a Panamá paraíso fiscal, el malestar del empresariado colombiano escaló a tal nivel que el gobierno Santos prácticamente se quedó sin un apoyo fuerte del sector privado para negociar con el vecino. Lo contrario sucedió allá, donde el país entero salió a respaldar al gobierno de Juan Carlos Varela. En los círculos empresariales comenzó a circular la versión de que la primera decisión sancionatoria contra Colombia sería denunciar el Tratado de Montería mediante el cual se le otorgó el paso libre de peajes a los barcos de bandera colombiana por el canal. O negarles a las empresas colombianas la posibilidad de participar en procesos de contratación con el gobierno de Panamá, incluyendo el canal. No se descartó la hipótesis de que se les exigiera visa a los colombianos para visitar el vecino país. Dada esta realidad, el gobierno panameño sabía que tenía la sartén por el mango. Por eso le dio una especie de ultimátum –de siete días– a Colombia, para derogar el decreto o de lo contrario, tomaría las primeras decisiones retaliatorias contra la inversión colombiana en esa economía. Dicho y hecho, al último día del plazo fijado por Panamá, las cancillerías firmaron el acuerdo y Colombia sacó el decreto que retiraba el istmo de la lista gris de paraíso fiscal. Aunque en las declaraciones oficiales ambos países presentaron el acuerdo como un episodio en el que las partes lograron lo que buscaban, la verdad es que quedó la sensación de que Panamá se llevó el punto y que a Colombia –frente a sus pretensiones– le tocó recoger las banderas ante la presión de su sector privado. La afirmación de Colombia de que había conseguido lo que buscaba era más para la galería que una realidad. Y lo es por una razón. El tema central del memorando firmado por las cancillerías que puso fin al conflicto habla de un acuerdo de doble tributación, cooperación en materia de lavado de activos, blanqueo de capitales, terrorismo y financiamiento del terrorismo y no concretamente del intercambio de información que, según se había entendido, era el florero de Llorente de la tormenta que se desató. El comunicado publicado en la página web del Ministerio de Economía y Financias (MEF) de Panamá muestra esta sutileza. La información dice que “en materia fiscal, se acordó explorar la viabilidad de un acuerdo para evitar la doble imposición…” –y a renglón seguido señala que– “a diferencia del acuerdo de intercambio de información fiscal automático, que es lo que inicialmente había solicitado Colombia y que no beneficia en nada a Panamá, los tratados para evitar la doble tributación sí benefician al país”. La verdad es que entre un acuerdo de doble tributación y uno de intercambio de información hay un trecho grande. Por ello, Colombia está lejos de ganar la batalla que quería dar contra los evasores que esconden su dinero en Panamá. Al gobierno colombiano le sobran razones para pedir lo que pidió, pero no menos cierto es que a Panamá le sobraban intereses económicos para no concederlo. Al ser el istmo un centro financiero, vive principalmente de la tranquilidad que tengan los inversionistas en ese país o las ventajas que existan sobre otros distritos bancarios. Ante esa realidad la reserva bancaria es sagrada. Hay quienes dicen que Colombia trató de hacer a Panamá lo que Estados Unidos hizo a Suiza al cambiarle las reglas históricas del sistema financiero. La diferencia es que los gringos tenían el poder para hacerlo, entre otras razones porque en su país tienen la sede los grandes bancos suizos y esto les daba una ventaja en el mano a mano. Colombia no tiene ese poder, pero además, hay que tener en cuenta que muchos empresarios dependen de esa economía, lo cual hace que en este caso el mano a mano sea diferente. Panamá ha firmado acuerdos con muchas otras naciones. El problema es que la dimensión de los intereses colombianos legítimos en ese país es tan grande que el tema había que manejarlo de modo diferente. Aunque al fumar la pipa de la paz con Panamá se evitó un serio problema, no hay que olvidar que hay otro asunto espinoso, muy importante para Colombia, y que podría volver a tensionar las relaciones. Se trata del contrabando que tiene azotada a la industria. Colombia impuso salvaguardas (sobrearanceles) a los textiles, confecciones y calzado provenientes de la zona libre de Colón, que llegan al país a precios bajísimos que afectan la producción local. Panamá ha rechazado la medida y acudió a la Organización Mundial de Comercio (OMC), pues sostiene que las medidas de Colombia violan los compromisos adquiridos por este país en el marco del Acuerdo General de Comercio y Aranceles (GATT) de 1994. El conflicto no se ha logrado solucionar y ya está en un panel de arbitramento del organismo internacional que deberá pronunciarse próximamente. En el sector privado piensan que no era práctico haber abierto otro frente de batalla con Panamá sin resolver este. Por ahora, en el tema del paraíso fiscal a Colombia le tocó recoger las velas con dignidad y aplazar la batalla.