La Colombia zombi está ahí, muy presente. Solo basta recorrer y ver las impactantes ollas de consumo en las principales ciudades para saber que el país está ante un problema mayúsculo de consumo. Son miles de personas que, bajo los violentos efectos de alucinógenos sintéticos, solo son cuerpos que respiran, pero no oyen ni ven.

Tampoco parecen sentir mientras están en el oscuro trance que los saca de su existencia por minutos y hasta horas. Lo paradójico es que todo sucede a escasos metros de sedes de alcaldías, comandos de Policía, entidades judiciales, ejecutivas y gubernamentales. A pocos pasos hay personas envenenadas con marihuana, bazuco, tusi, pepas y fentanilo que caminan por inercia.

Durante varios días, un equipo periodístico de SEMANA se internó en este oscuro mundo en Cali, Medellín y Bogotá. En la capital del país, por ejemplo, el consumo descarado de droga se da a pocos metros del Ministerio de Hacienda, el Palacio de San Carlos, el Congreso de la República e incluso la Casa de Nariño, en donde a diario se ven altos funcionarios del Gobierno y diplomáticos de otros países. A tres cuadras, en San Bernardo, reinan el cúmulo de basuras, las pipas, el pegante y la combinación putrefacta de olores por el consumo exacerbado de estupefacientes y los excrementos humanos.

Es una contradicción dantesca: por un lado, desfilan quienes toman las decisiones en el país y juraron defender el bienestar de toda la población, y, por otro, están quienes deambulan sin un rumbo claro, adictos que merodean como zombis caminantes sin ninguna otra motivación que inyectarse heroína o conseguir una pipa de bazuco.

Mientras esto sucede y el problema de la droga crece a pasos agigantados, el Gobierno Petro, mediante el decreto 2114, del 7 de diciembre de 2023, derogó la normativa que multaba la dosis mínima y abrió la puerta a que el consumo se diversifique y traslade a cualquier espacio público.Los reporteros de SEMANA evidenciaron cómo se distribuye la droga descaradamente en estas ciudades a plena luz del día.

En Cali hay casas de expendio de bazuco a menos de 20 metros de la megaestación de Policía Fray Damián, una de las más grandes de la ciudad. La población de caminantes adictos se triplica al caer la noche, llegan atraídos por la oscuridad y la tolerancia de las autoridades para poner orden. Las calles se atiborran de consumidores. Quienes están en un peligroso trance aseguran ver figuras de todos los tamaños, corren en búsqueda de ayuda, se refugian en búnkeres imaginarios y, en medio de esa alucinación, ven enemigos hasta en las sombras.

En La Candelaria, en Medellín, los periodistas de este medio fueron rodeados por los consumidores e intimidados hasta ser obligados a salir del lugar. Los testimonios de consumidores dan cuenta de la magnitud del problema. Son pocos los que hablan y pueden articular tres oraciones seguidas, los demás no logran pronunciar ni siquiera una palabra.

Hay mujeres, niños, adultos mayores, excantantes, personas hasta con posgrados, extranjeros y artistas, todos sumergidos en un mundo del que parecen no tener escapatoria y nadie hace nada por cambiar sus realidades. “Aquí llevo metida toda una vida, desde que tenía 10 años de edad. Yo estuve en el Cartucho, en el Bronx, toda la vida he estado en la calle rodeada de droga. Yo llegué al Cartucho porque un hermano mío se murió y me refugié en la droga.

El consumo de drogas en el país es una problemática social por resolver. | Foto: Esteban Vega La-Rotta

Empecé metiendo bazuco, pero en ese entonces la ‘bicha’ era mucho más barata, tan solo valía 200 pesos, en cambio, hoy una traba ya cuesta 2.000 pesos”. Esa es tan solo una parte del desgarrador relato de Adriana Venegas Espinosa, de 45 años, quien lleva más de 30 años sumergida en las turbulentas aguas del consumo. Ella, como quizás muchas de las personas que hoy deambulan por las calles de San Bernardo, en Santa Fe, en la zona céntrica de Bogotá, conoce a la perfección lo que es haber vivido en las dos ollas más perturbadoras y sanguinarias en la historia de la capital: el Cartucho y el Bronx.

Hoy, su hogar o su refugio son las carreras décima y once, entre calles cuarta y primera. Una zona a la que los propios habitantes y autoridades tienen identificada como las nuevas ollas de consumo en la ciudad.

Y no es para menos. Allí se consiguen desde ‘bichas’ de bazuco, como lo llaman los propios consumidores, hasta marihuana, cocaína, heroína y cualquier tipo de droga sintética. Dependiendo de la calidad y el cliente, el precio es diferente. Si bien el común denominador es el habitante de calle, que lleva años sumergido y casi que ahogado en el consumo, a la zona también llegan vehículos y motocicletas de alta gama buscando cualquier tipo de estupefaciente. Dos realidades económicas diferentes, pero un solo infierno: la droga.

Con algo de lucidez, tras llevar varias horas de no consumir, pero como si a la vez estuviera un poco ida por la cantidad de droga que ha metido en toda su vida, Adriana Venegas, mientras prepara una pasta para comer, en un improvisado fogón encendido con ladrillos y cartón, recuerda con vagas frases lo tormentoso que ha sido su existir producto de la droga.

Las personas que se entregan a las drogas pierden la noción del tiempo y el espacio, les cuesta pronunciar palabras y hacer movimientos. “Dejamos de vivir”, reconoció uno de ellos mientras consumía bazuco. | Foto: ALVARO TAVERA T

“Cuando me meto una ‘bicha’ de bazuco, lo único que siento es ganas de fumar más. También consumo alcohol y meto pegante”, dice la mujer entre tímidas risas, al tiempo que recuerda lo doloroso de su pasado: “Todos los hijos los perdí por el bazuco. Todos me los quitó el Bienestar Familiar, porque nacían enfermos de los pulmones, pues yo metía mucho bazuco y bareta en los embarazos. Tuve siete hijos, yo puteaba en las ollas”, cuenta.

Ahora ella trabaja barriendo las calles, o pidiendo monedas, con el único objetivo de hacerse los 2.000 pesos que cuesta la ‘bicha’ de bazuco. “Fumo varias veces al día”, afirma. En esta olla, una moneda de cualquier denominación es oro puro.

César Lozano Niño, de 37 años edad y a quien en la zona conocen como el Paisa o el Barbas, asegura que lleva más de 20 años consumiendo, y aunque en muchas ocasiones ha tratado de salir, volvió a recaer y ahora estas cuadras de San Bernardo son su refugio.Entre cortas frases que logra unir en medio de la traba, explica los efectos de la droga en su cuerpo. “Yo me fumo varias ‘bichas’ de bazuco al día, o a veces un baretico de marihuana. Cuando me echo un pipazo, de una vez siento que están hablando de mí, pero es el video, no es real”, dice.

La degradación humana producto del consumo de la droga es muy alta y no distingue clases.

Eso sí, César tiene claro cómo fue su reingreso a la zona. “Yo me vine en noviembre con dos milloncitos de pesos, nada más, que aquí no son nada, pero vine, me los fumé y recaí. Aquí ya son casi cuatro meses en los que no he regresado a la casa y no veo a mi familia, mientras tanto me hundo en el descaro”, añadió. “Aquí fuman todo el día, en la madrugada ni duermen. El desayuno es el bazuco, la bareta”, se comenta entre los habitantes y los cerca de 20 uniformados que a toda hora custodian el lugar.

“Esto se convirtió en una especie de nuevo Bronx”, dicen los residentes. A pesar de lo deteriorado de la zona y que los consumidores viven bajo los efectos alucinógenos, hay una tensa calma, pues, paradójicamente, hay seguridad, dado que está prohibido robar a la comunidad. Eso sí, todos saben cuando a la olla entra alguien que es nuevo en el lugar.

De hecho, entre los consumidores hay tiempo para la diversión. Juegan con una caja de fósforos y el que logre tirarle y dejarla parada, en el número de veces que determinen, se gana la ‘bicha’ de bazuco. Es tan evidente la degradación humana producto del consumo de la droga que en este lugar hay gente estudiada, con títulos de posgrado, y hasta extranjeros que una vez tocaron fondo les ha sido casi que imposible levantarse.

De acuerdo con las autoridades, el microtráfico de estupefacientes es elevado en diferentes zonas de Bogotá y otras capitales.

“Yo nací en Colombia, pero mi familia es italiana. Yo soy artesano, viajé por todo el país, pero llegué a Bogotá a la L (el Bronx), y aunque después intervinieron, siempre he estado por ahí, consumiendo”, aseguró el colomboitaliano Insuarcy Juliao, de 47 años de edad. “Me gusta el bazuco, la bareta, el perico, las pepas, consumo de todo”, agrega, al mismo tiempo que señala que lleva más de diez años sin ver a su familia.

De acuerdo con las autoridades, el microtráfico de estupefacientes en la zona está liderado por dos bandas criminales: los Costeños y una de venezolanos.

SEMANA también llegó hasta el corazón de María Paz, en inmediaciones de Corabastos, una zona que fue utilizada, años atrás, por el Tren de Aragua para instalar su fortín criminal, lo que generó zozobra entre la comunidad. Y aunque hoy en día la realidad es otra, dado que las autoridades han recuperado el orden, este lugar, sin duda alguna, también es catalogado como otra de las grandes ollas que hay en Bogotá.

Los recicladores y cachivacheros predominan en la zona, y para muchos de ellos su desayuno es una bareta o papeleta de bazuco. Aunque a diferencia de San Bernardo, aquí, por lo menos en el día, el consumo no es tan evidente, las autoridades y la comunidad son conscientes del microtráfico y el problema de inseguridad que existe.

Los cuerpos de los consumidores se entregan a las calles y encuentran consuelo en las vidas imaginarias que les dan las drogas.

“A María Paz la debemos recuperar entre todos. Aquí indudablemente hay problemas de hurtos, de microtráfico, de extorsión. Esta es una realidad que tenemos que afrontar. Hay niños pequeños a quienes ya los están sometiendo al consumo de estupefacientes”, aseguró Juan Manuel Díaz, concejal del Nuevo Liberalismo.

“La inseguridad que hay es producto del consumo de estupefacientes, y el alto consumo tiene como origen la falta de oportunidades y de educación a las personas de bajos recursos”, señaló Dayro Téllez, presidente de la Junta de Acción Comunal.

Según datos de la Secretaría de Salud, en Bogotá se reportaron 10.235 casos de consumo de drogas en 2023. “Es una cifra escandalosa, que equivale a más de 28 casos al día. En Bogotá se necesita mucha pedagogía, pero también medidas drásticas en contra del consumo de drogas”, mencionó la concejal Diana Diago.

‘La iniciación’

En Medellín, ‘la iniciación’ al consumo de droga arranca, en promedio, a los 13 años, aunque las autoridades tienen reporte de casos de niños de 9 y 8 años drogados en las calles. La puerta de entrada es la marihuana. Luego los jóvenes experimentan con las pepas en fiestas electrónicas o los extravagantes toques de reguetón, cada vez más comunes, hasta terminar con tusi, cocaína y ahora fentanilo.

En los sectores más vulnerables abunda el bazuco, hoy distinguida entre los habitantes en condición de calle como la “droga de los pobres”. Una dosis cuesta 2.000 pesos y, en un solo día, se pueden meter hasta 12. “Esto me genera tranquilidad, me quita dolores y preocupaciones”, mencionó un hombre que estaba tendido en un suelo, aferrado a una pipa repleta del polvo blanco.

El Bronx es la huella de la degradación de la capital paisa. Los consumidores que llegan para quedarse en ese lugar parecen multiplicarse con los días, así lo comprobó el equipo de SEMANA, que frecuentó ese lugar por varios días y noches. Cada 20 horas, en promedio, aumentaba la población de adictos. Algunos llegaban con prendas limpias y se instalaban en un rincón, donde consumían droga con una ferocidad inhumana.

Las autoridades hacen presencia en las zonas, pero sin poder hacer mucho por los consumidores. | Foto: ALVARO TAVERA T

Luego, como podían, se levantaban y quedaba suspendidos, semierguidos o recostados sobre las fachadas de las casas dedicadas al expendio. Otros, ya sin recursos para consumir, decidieron raspar la fachada de la iglesia Metropolitana de Medellín para convertir el polvo extraído en una especie de alucinógeno. La situación es tan tensa en la capital paisa que no hay reparos en consumir hasta la fe de los cristianos.

“La heroína me está comiendo la carne”, dice Santiago López mientras se envuelve en el pie derecho un vendaje manchado de sangre. El veneno que recorre sus venas desde los 9 años le está destruyendo el cuerpo.Para aumentar los efectos, en Medellín los consumidores de la calle del Bronx mezclan el polvo de la heroína con agua y, después, se la inyectan en cualquier parte donde haya una vena.

Sus cuerpos, en todos lados, tienen ampollas y heridas visibles por cuenta de los chuzones. Hay jeringas tiradas en las calles y, a un lado, personas inconscientes por los efectos de la heroína. “Yo he durado hasta 24 horas sin saber nada de mí, no sé si me han violado o hecho cualquier cosa, no lo sé porque esto me duerme”, dice un habitante de ese lugar.

En el Bronx hay argentinos, estadounidenses, canadienses, europeos, profesionales y académicos. Todos atrapados en una calle cerrada inundada de basuras, donde está el principal mercado de bazuco de Medellín. Allí hay una banda criminal que lo controla todo. Ellos imponen el orden: los habitantes de calle no pueden pelear y el que cometa un crimen es entregado a la Policía. Las personas dopadas por las drogas están tendidas en las aceras y vías.

El bazuco y la heroína son un coctel venenoso que cobra vidas, de manera silenciosa, en las calles principales de Colombia.

Monstruo de mil cabezas

El comandante de la Policía de Cali, general Carlos Germán Oviedo Lamprea, reconoce que, aunque hacen esfuerzos diarios, el problema de la droga es un monstruo de mil cabezas que requiere de una acción integral. En la capital del Valle, los barrios Sucre, El Calvario, Fray Damián y San Pascual están afectados por la indigencia masiva, producto del consumo de droga.

Allí hay al menos cuatro bandas que controlan el microtráfico. La droga llega desde el sur del país, de departamentos como Cauca y Nariño, y se distribuye rápidamente por la ciudad. “Esto es un veneno, me duele porque yo sé el daño que me hace, pero no puedo dejar de consumirla, he querido dejarlo, pero es imposible, no soy capaz”, señala John Rivas, un habitante de calle. Recuerda que en una de sus mayores ‘trabas’ se quedó dormido tres días bajo el inclemente sol y cuando despertó tenía quemaduras de segundo grado.

“Cuando uno está, está como muerto, puede uno estar parado, pero sin sentir nada, el alma como que se va del cuerpo”, añade. Muchas de las casas de esos lugares son bodegas donde los criminales guardan la droga; en otras, hay alquiler de cuartos oscuros para un consumo casi VIP. Son habitaciones sucias y malolientes, repletas de consumidores que pagan entre 5.000 y 10.000 pesos para inyectarse en privado.

Regularmente, estos lugares son frecuentados por personas que no están en condición de calle y quieren evitar el escarnio. No hay certeza de cuánta droga se mueve en las ollas de las principales ciudades, lo que sí es comprobable es que el insumo nunca se acaba, siempre hay marihuana, bazuco y cualquier otro tipo de droga en estos lugares.

Los cuerpos de los consumidores tienen ampollas y heridas visibles por cuenta de los chuzones. Hay jeringas tiradas en las calles y, a un lado, personas inconscientes por los efectos de la heroína.

La droga está acabando con una generación de colombianos y la normalización del consumo es un indicador de que los números de indigentes adictos crecerá en los próximos años. Hoy, Colombia deambula como aquellos zombis de las ollas, un país que no tiene claro el rumbo y trastabilla entre la prohibición y la legalización de los estupefacientes.