La más reciente encuesta de Invamer-Gallup registra uno de los mayores niveles de descontento de los últimos tiempos. En esa medición, el 72 por ciento de los colombianos afirma que el país va por mal camino. La falta de credibilidad en las instituciones llegó a su nivel máximo, y la verdad es que pocos creen en el sistema. Esa frustración se vio reflejada en las marchas de final del año pasado, en las que de la noche a la mañana salió a flote una nueva Colombia que no aguanta más. Paradójicamente, los indicadores van en contravía de esa percepción. Lo que el columnista de The New York Times Nicholas Kristof dijo sobre el progreso del mundo se podría aplicar a Colombia. Los avances que el país ha tenido en el siglo XXI son unos de los más notorios del continente. Haciendo una analogía con la columna de Kristof, los que ven el vaso medio lleno podrían argumentar que 2019 fue el mejor año de la historia del país. ¿Cómo se explica esta contradicción entre las cifras y el negativismo? Hay varias razones. Para comenzar, por más que avancen, las naciones subdesarrolladas –y Colombia en particular– siguen llenas de problemas. En el país la corrupción sigue rampante, la salud no funciona, la educación es muy regular, el desempleo crece y los sueldos no alcanzan. A esto se suma que la gente en general tiene una tendencia a la insatisfacción. Los que no tienen nada quieren tener algo; los que tienen algo quieren más; y los que tienen mucho quieren aún más. A medida que las personas salen de la pobreza y llegan a la clase media aumentan las expectativas, las aspiraciones y los temores de retroceder.
Por eso es interesante hacer un balance aterrizado sobre la realidad de Colombia al comenzar la tercera década de este siglo. Aunque hay múltiples variables para medir el bienestar, y no pueden limitarse a las cifras económicas, vale la pena arrancar con estas: según el Banco Mundial, la pobreza pasó de 42 por ciento en 2008 a 27 por ciento en 2018. La mortalidad infantil pasó de 21 muertes por cada 1.000 nacimientos –antes del primer año de nacidos– en 2000 a 12,2 hoy. La expectativa de vida pasó de 71 años a 77 en el mismo periodo. La población mal nutrida pasó de 11 por ciento en 2010 a 6,5 en 2017. El acceso a agua potable pasó de 67 por ciento en 2000 a 71,1 en 2015. El PIB per cápita pasó de 4.800 en 2000 a 6.700 hoy, en dólares constantes. La inflación, que estaba en 8 por ciento en 2000, en 2019 estuvo en 3,8. Esas cifras, aunque reales, a la mayoría de la gente le suenan impersonales y afectan poco el diario vivir. Los indicadores muestran un avance importante. Pero la gente en la calle, en medio del descontento social, parece no percibirlo así. Hay indicadores más palpables para el ciudadano de a pie, sobre todo en el campo de la seguridad. En 2000 hubo cerca de 28.000 homicidios. En 2018 esa cifra cayó a poco más 12.000. El número es más impresionante al revisar la tasa: en 2000 fue de 63,7 por cada 100.000 habitantes y en 2018 llegó a 24,3. Pero tal vez el dato más impactante tiene que ver con los secuestros. En 2000 se produjeron 3.395, y para 2018 bajaron a 57. Ese fenómeno provino de la seguridad democrática de Álvaro Uribe y del proceso de paz de Juan Manuel Santos. Según el experto en seguridad Ariel Ávila, la opinión pública no ha dimensionado aún el efecto favorable que ha tenido para el país la combinación del proceso de desmovilización paramilitar, realizado entre 2003 y 2006, y el proceso de paz con las Farc, firmado en 2016. Por cuenta de estos dos hechos, Colombia pasó de tener más de 600 municipios afectados por la presencia de grupos armados ilegales y organizaciones criminales a 130 en la actualidad.
Después de que las Farc dejaron las armas vinieron las reducciones más importantes de indicadores de violencia asociadas al conflicto armado. En 2002 se produjeron 777.000 desplazamientos forzados al año, y en 2018 cayeron a 136.000. La desaparición forzada pasó de 17.024 personas en 2002 a 100 en 2018. Otro dato importante es el de los afectados por minas antipersonal. La cifra más alta se dio en 2006 con 987 heridos y 289 muertos. En 2018 bajó a 161 heridos y 17 muertos. En la vinculación de niños y adolescentes en 2003 se dieron las cifras más altas con 509 vinculados, aunque bajaron a 110 en 2018. Otros indicadores menos tangibles, pero no menos importantes, evidencian la modernización de la sociedad en las últimas dos décadas. En concreto, los avances en inclusión han sido innegables. En derechos de minorías, Colombia está por delante de muchos países del primer mundo. En temas étnicos ha reconocido sus territorios, sus formas de gobierno, su justicia y su cultura. Se trata de derechos adquiridos que hace medio siglo no existían. El racismo, otrora tan normalizado en esta sociedad, pasó a ser algo políticamente incorrecto e incluso sancionable. En este momento en el gabinete hay dos mujeres afrodescendientes, algo poco común en el pasado.
En materia de derechos sexuales y reproductivos lo sucedido podría ser revolucionario. La Corte Constitucional despenalizó el aborto en 2006 para tres casos: producto de la violación, malformación del feto y riesgo de la salud de la madre. Además, en los últimos años el país legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo y el derecho a que parejas gais adopten hijos. Dos mujeres abiertamente lesbianas integraron el gabinete de Juan Manuel Santos, y hoy ocupa la alcaldía de Bogotá Claudia López, casada con una senadora. Otros cambios que muestran que la sociedad ha pasado de ser conservadora a más liberal es la despenalización del consumo de dosis mínima y la eutanasia, permitida para las personas que quieren tener una muerte digna. La política también ha evolucionado. Hace un año se convirtió en realidad el Estatuto de la Oposición consagrado en la Carta de 1991. Colombia es uno de los pocos países del continente donde la izquierda estuvo en la marginalidad absoluta, pero eso está cambiando. Ahora por primera vez tiene la opción de llegar al poder, como lo demostró en las últimas elecciones. ¿Si todo eso es así y la situación nunca ha estado tan bien, por qué miles de colombianos marchan en la calle? Parte de la explicación puede radicar en que la información se ha democratizado. Las redes sociales han revolucionado la manera como la ciudadanía se informa y opina. Eso ha permitido que todo el mundo se pueda comparar con el resto. La juventud está más empoderada que nunca y tiene prioridades diferentes a las de sus padres. Para un millennial el medioambiente importa mucho más que el PIB. El progreso material para esa generación es necesario, pero no suficiente. El agua es más importante que el petróleo. La prohibición del fracking puede terminar con la autosuficiencia energética, lo cual sería catastrófico, sin embargo, a algunos jóvenes de hoy no les importa. Agitan muchas de esas banderas sin tener en cuenta las consecuencias.
Paradójicamente, mientras para los economistas del Banco Mundial los indicadores sociales nunca han estado mejor que en 2019, para la juventud que protesta en las calles el país está sumido en una profunda crisis. Se trata de un círculo vicioso que a la fecha nadie sabe dónde terminará.