Como en casi todas las comunidades aisladas del país, la etnoeducación en época de pandemia dentro de las comunidades wayúu ha obligado a profesores, alumnos y padres de familia a ser creativos para poder cumplir con el programa escolar desde el confinamiento. En La Guajira, la situación se hace mucho más difícil debido al precario sistema de comunicaciones y a las largas distancias en el área rural, por lo que unas profesoras se las ingeniaron para monitorear las clases de sus alumnos con llamadas telefónicas. Ante la imposibilidad de acceder al territorio de manera presencial, Rosmery Camargo, directora del centro etnoeducativo 13 del distrito de Riohacha, y sus 31 maestros, construyeron planes para brindar acompañamiento a 911 alumnos. Confiesa que les ha tocado llamarlos uno a uno o tratar de comunicarse con algún vecino que tenga celular para que les avise a los niños y así lograr monitorear los avances de las guías que están trabajando en esta cuarentena.

Eso, en el mejor de los escenarios, porque debido a las precarias redes de comunicación en la región desértica también han tenido que recurrir a diferentes métodos, como pedirles apoyo a otros maestros que viven dentro de las rancherías para que hagan la supervisión y así no poner en riesgo a la población. A las complicaciones de recursos y geográficas hay que sumarles también los problemas socioeconómicos, porque para muchas familias y sus pequeños cada día es una lucha constante de supervivencia debido a la escasez de alimentos en sus hogares. Esto termina doblando la exigencia, porque si antes de la pandemia a un solo docente le tocaba encargarse de 25 niños al mismo tiempo, en diferentes grados de escolaridad, ahora tienen hasta 60 niños a cargo. “El reto más grande que tenemos es seguir con el reforzamiento del trabajo de escritura, lectura y comprensión de textos en la población infantil, acompañándolos desde la distancia”, dice la profe Rosmery. Su ingenio, sin embargo, no llega hasta ahí y la lúdica se convirtió en otro de sus mejores aliados en medio de la emergencia. Rosmery aprovechó un programa de ajedrez que había iniciado con sus alumnos antes de la llegada del coronavirus para usar ahora este juego como método de desarrollo y creatividad. La maestra les explicó, de manera didáctica, el nacimiento de este deporte y en qué lugar del mundo se había desarrollado; luego fue natural para ellos que comenzaran a practicarlo. Un día se les perdió una de las fichas y un alumno decidió pedirle a su abuelo que le ayudara a tallarla en madera; semanas más tarde llegó con el caballo y eso motivó a los otros a tallar todas las fichas. Luego empezaron a bordar los tableros. “En este tiempo de confinamiento varios siguen haciéndolo. Ojalá cuando se levante el confinamiento podamos ofrecerlos como parte de las artesanías propias de la región”, dice la docente. Así, el ajedrez se convirtió en un tema de conversación y motivación importante en medio del encierro

Una de las alumnas participante en las actividades lúdicas teje uno de los tableros de ajedrez. ¿Clases virtuales? Las clases virtuales son un concepto difuso en buena parte de esta región del país y un método que no aplica porque la dispersión en zonas rurales de la población alcanza el 60 %, pues la mayoría no tiene acceso a computadores ni a teléfonos móviles y mucho menos conexión a internet. “No estábamos preparados y tenemos falencias y falta de personal para el cubrimiento total, pero hacemos nuestro mejor esfuerzo para continuar y superar los obstáculos que nos presenta la región”, dice Jaime Camargo, director del centro etnoeducativo 8, que funciona en el km 23 de la vía a Valledupar. En su escuela hay inscritos 700 alumnos bajo la tutela de 32 maestros que manejan cursos multigrados para cumplir con la escolaridad en todos los niveles. Pero la pandemia evidenció el rezago que tienen ese tipo de instituciones en tecnología y herramientas de comunicación, por lo que les ha sido casi imposible brindar soporte tanto a los profesores como a los alumnos. El único recurso con el que cuentan en este momento es una guía de trabajo escolar, que fue suministrada por la Secretaría de Educación para darle seguimiento al avance en los diferentes niveles. El problema radica en poder cumplirlo, pues si antes del confinamiento a los profesores les tocaba recorrer una hora o dos hasta las rancherías para realizar sus labores, hoy sin transporte es casi imposible.

Como vía de solución para este inconveniente, Camargo dice que han tratado de involucrar a los padres de familia, a las autoridades y líderes de la región para que los ayuden en el proceso educativo, pero ha sido complicado porque el 70 % de los mayores no hablan español. “Lo único que pueden hacer es apoyar y alentar a los niños para que desarrollen las guías, pero no tienen cómo corregirlas o complementarlas”, señala Ana María Zambrano, docente de la institución etnoeducativa Anoui, donde hay inscritos cerca de 1.000 estudiantes. Casi todos los días, uno de los alumnos llama a la profe Rosmery para preguntarle cuándo regresarán las clases presenciales. Para ella eso es una motivación. En medio de tanta incertidumbre y obstáculos lo interpreta como una señal de que los niños siguen con ganas de aprender y “ven la educación como la única opción de cambiar la realidad del pueblo wayúu”. *Con información de la Fundación Fucai.