"Le decían 'Conejo'. Era uno de los mandos del Bloque Catatumbo que una noche se emborrachó en una tienda por los lados del puerto. Yo tenía 13 años y vivía sola en una casita pasando el río, desde que mi compañero me había abandonado. Él fue hasta allá y tocó la puerta. Cuando oí los golpes, sentí mucho miedo pero de todas maneras abrí para que no me fuera a disparar. Era un hombre gordo, alto y moreno por ahí de 30 años. Esa noche estaba de civil pero toda la gente de La Gabarra lo conocía porque siempre patrullaba por el pueblo. Casi no podía hablar de la borrachera que tenía. Se metió a mi casa a las malas y me puso una pistola en la cabeza. Dijo que si no me acostaba con él, me mataba. Me apuntó hasta que estuve junto a la cama. Yo no quería. Me puse a llorar. Estaba temblando. Él empezó a enojarse y me dijo que si gritaba, me pegaba un tiro. Primero hizo que me desnudara delante de él. Tuve que hacerlo mientras él me miraba con malicia. Después se desvistió. Me agarró duro por los brazos y abusó de mí todo lo que quiso. No me gusta recordar eso porque me vuelvo a sentir con miedo y sucia. "Al mes me di cuenta de que estaba embarazada. Yo no quería tener ese hijo y por eso tomé yerbas. Me empezaron a dar los síntomas del aborto cuando me fui desplazada hacia Venezuela con otras 100 personas. La gente que iba conmigo se dio cuenta de que estaba mal. Entonces dos hombres me sacaron a la carretera y me llevaron urgente para Cúcuta. Después, cuando regresé al pueblo, lo volví a ver y tuve que esconderme porque cada vez que tomaba me buscaba. Un día se comentó que lo habían matado. Yo fui a ver y sí: lo mató su propio jefe y lo dejó tirado en el cementerio. Me dio un poquito de alegría, y un poquito de dolor. Uno no le desea la muerte a nadie, pero me sentí libre".El estremecedor relato es de Micaela*, una menuda campesina de 21 años y ojos claros que creció arando la tierra y criando gallinas. Antes de cumplir los 15 años, ya "tenía marido". Una unión que duró muy poco. Siendo una niña todavía, le tocó sufrir los atropellos de los paras en La Gabarra, en el municipio de Tibú (Norte de Santander). Muchas mujeres, como ella, fueron violadas. Y a pesar de que muchos paramilitares están entregando fosas y hablando de sus asesinatos, no mencionan los abusos sexuales que cometieron con decenas de campesinas, que todavía guardan silencio por miedo, o por vergüenza. Los paramilitares llegaron a este corregimiento de 8.000 habitantes el 21 de agosto de 1999. Ese día masacraron a 35 personas cuyos cuerpos amanecieron desperdigados por todo el pueblo. La funeraria no dio abasto y los niños de la escuela Francisco Javier, ubicada frente al cementerio, no pudieron asistir a clase. "El penetrante olor a muerto no lo permitía", recuerda la profesora Norahay Atuesta. Otro poblador cuenta que hubo una época en que decidieron dejar de comer el rampuche y el bocachico del río Catatumbo porque en las redes de los pescadores salían engarzados pedazos de cuerpos descuartizados. "Entre 1999 y 2004 la Policía hizo 5.200 levantamientos de cadáveres en el Catatumbo", dice Wilfredo Cañizales, de la Fundación Pogresar. Una cifra aterradora que se le atribuye al Bloque Catatumbo. Al lado de las muertes y las desapariciones, la Fiscalía ha escuchado muchas historias de violaciones, que se están quedando sin castigo. Al lado de las muertes, el abuso sexual parece un crimen menor. Pero no lo es, porque deja huellas imborrables en el cuerpo y en el alma de quien lo sufre. Como en el caso de Micaela, a quien la tristeza le brota por todas partes.Otra mujer, que pidió no ser identificada, le contó a SEMANA lo que le ocurrió el 27 de octubre de 1999, cuando tenía 19 años. Al final del día, cuando regresaba de trabajar con su padre, unos paramilitares los detuvieron. A él lo amarraron a un árbol mientras a ella la metieron en una canoa. Allí varios hombres se abalanzaron contra ella, le rompieron el vestido y le manosearon bruscamente los senos. No alcanzaron a consumar la violación porque otro paramilitar, al parecer de rango superior, ordenó que la dejaran en paz cuando escuchó los gritos de la joven. "A mi papá lo mataron ese día. Yo luego les pedí sus restos y me dijeron que no preguntara pendejadas, que ese era uno más".No es menos triste la historia de Jorge Osorio*, un habitante de La Gabarra que perdió a su papá cuando apenas tenía 8 años. Años después, un paramilitar empezó a asediar a su mamá para que fuera su mujer. Cuenta que ella lo rechazó y sin embargo, un día el 'para' se instaló como el hombre de la casa. Así vivieron varios meses, sometidos ella, él y su hermano menor a las órdenes y los caprichos del sujeto. Los abusos llegaron al punto que un día el hombre zanjó una dura discusión con la madre de Jorge propinándole dos patadas en el estómago delante de sus hijos. Los golpes le afectaron varios órganos. Dos semanas después, murió. "Me tuve que esconder. A mi hermano se lo llevó hace años una tía que no podía mantenernos a los dos", cuenta Jorge, un muchacho de 18 años, silencioso y aislado, que está validando la primaria y que, como otros habitantes, trabaja de raspachín. La unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía, que sólo en La Gabarra ha judicializado más de 400 testimonios de víctimas, encontró que únicamente había dos denuncias relacionadas con la violencia sexual. Ante esto, la fiscal Patricia Hernández programó un taller de sensibilización al que concurrieron más de 100 mujeres del pueblo. "Vinimos con expertas del Centro Internacional para la Justicia Transicional para tratar de sensibilizar a las mujeres porque lo que a algunas les sucedió es un crimen que debe ser denunciado", explica.Pero los atropellos no ocurrieron sólo en esta zona. La Comisión Nacional de Reparación tiene conocimiento de dramáticos casos en todo el país. Uno es el de una comunidad afrocolombiana del norte del Valle. Allí los paras violaron y se relacionaron con las mujeres, en desarrollo de una estrategia con la que buscaban "blanquear la raza". Los niños trigueños que nacieron de esa práctica no tiene padres y son estigmatizados con el apodo de los 'paraquitos'. La comisionada Patricia Buriticá sostiene que de las 80.000 denuncias que hay en la Fiscalía contra paramilitares, sólo 21 se refieren a violencia sexual.Pero ¿por qué las víctimas no denuncian? Posiblemente porque la violación es una herida abierta en la dignidad de las víctimas, mientras los victimarios gozan de la impunidad. El ejercicio de La Gabarra es un buen comienzo que se debería extender a otra regiones. Como la Sierra Nevada, donde al temido jefe paramilitar Hernán Giraldo se le conocía como 'Taladro', por su obsesión de acabar con la virginidad de las niñas de esta zona. *Nombres cambiados por seguridad