En Cali se rompieron las barreras que contenían una bomba social a punto de estallar desde hace varios meses. A la ciudad solo le faltaba un pequeño empujón, que llegó con una reforma tributaria agresiva con el bolsillo de los menos favorecidos, y una tribuna de políticos recurriendo al caos para frenar el polémico documento.

La capital del Valle, que ya arrastraba un hastío generalizado por la inequidad social revelada por la pandemia, recibió ese baldado de agua como un detonador para salir a romperlo todo.

Miles de personas acudieron a las calles el 28 de abril; y, contrario a lo ocurrido en las principales ciudades del país, el paro se mantuvo esa noche del miércoles. Y los otros días. Cali no volvió a tener noches tranquilas. Ahora hay angustia por los bloqueos indefinidos en las entradas y salidas de la ciudad, así como sucede en las vías internas, además de las confrontaciones entre manifestantes y la fuerza pública, tiroteos, muertos, heridos, y más muertos, la mayoría jóvenes.

La ciudad es un croquis de lo que fue: 90 por ciento de las estaciones del Masivo Integrado de Occidente (MIO) ya no existen. En su lugar, hay ruinas de metal quemado y desmantelado. No hay cámaras fotomultas, pues fueron derribadas y robadas. Los postes de energía eléctrica, también echados a tierra, obstruyen el paso vehicular en muchos sectores. Los semáforos solo están en el recuerdo de quienes por última vez transitaron una ciudad en calma. Las calles son un río de escombros, basura y piedras. Hay estaciones de gasolina vandalizadas, y algunas no funcionarán hasta dentro de tres meses. Sedes bancarias, incineradas, y supermercados de grandes cadenas, reducidos a escombros.

La reforma tributaria se convirtió en el florero de Llorente que llevó a un estallido social. | Foto: AFP or licensors

Las pérdidas, calcula la Alcaldía de Cali, superan los 200.000 millones de pesos. La ciudad retrasó diez años su crecimiento, tiempo que estiman para reponerse del estrago social causado en diez días de paro.

Eso en cuanto a lo material. Pero en lo social hay otro fenómeno llamativo: centenares de jóvenes, sin distinción de clases, se han tomado puntos estratégicos y montaron allí campos de resistencia. La ciudad parece una escena de cualquier serie de ficción apocalíptica. Piden la renuncia del presidente Iván Duque, a quien culpan de sus desgracias. No hay otros pedidos, pues con el retiro de la tributaria y la renuncia del ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, el único motor que aún aviva la protesta es resistir.

El analista político Santiago Londoño asegura que lo acontecido en Cali estos días es una bola de nieve que creció en meses previos y encontró en el paro nacional una especie de desahogo: “Aquí hay grandes sectores sociales, y se ve un fenómeno llamativo, y es que la dinámica de protesta ya no obedece a las centrales tradicionales”.

Panorámica de la ciudad de Cali en medio de la situación de orden público | Foto: AFP

En palabras simples: el paro en Cali ya no les pertenece a los políticos ni a las centrales obreras que lo convocaron al principio. Ahora la ciudad tiene microparos en diferentes sectores, y en cada uno de ellos las peticiones varían. En un recorrido realizado por SEMANA, se pudo establecer que en la capital del Valle –solo en calles internas– hay más de 25 barricadas de jóvenes en primera línea (encapuchados con elementos de protección artesanal), y algunos ciudadanos que los asisten con alimentos y bebidas.

Estos jóvenes han encontrado en esos puntos cierta reivindicación de su papel en la sociedad. Se definen como “soldados del pueblo”, y muchos de los ciudadanos así los ven. Pasaron de ser los excluidos socialmente en sectores vulnerables a comandar un ejército de encapuchados que se enfrentan al establecimiento opresor. Su existencia se ha resignificado, y eso los alienta a continuar bloqueando y destruyendo lo necesario para utilizarlo como elemento de defensa.

Londoño describe esta situación como un fenómeno social interesante, porque estos “jóvenes son personas que no tienen ningún tipo de oportunidades, que en muchos casos no pueden comer tres veces al día ni tampoco asistir a clase, ya que los colegios públicos no están en alternancia”.

El sentimiento de anarquía total se ha tomado varios puntos de la ciudad, y a la lucha de resistencia se han unido pandillas, clanes y otras estructuras criminales organizadas, como las disidencias de las Farc en el Cauca, que ven en el caos una oportunidad grande para expandir sus tentáculos. No en vano, en la ciudad se han registrado más de 100 episodios de saqueos a establecimientos de comercio minoristas, y se instauraron peajes urbanos ilegales. Si alguien desea transitar en su vehículo –y a pie–, debe pagar desde 2.000 hasta 20.000 pesos.

“Uno tiene la sensación de que a las autoridades la situación se les salió de las manos”, concluye Londoño. Lo paradójico es que Cali ahora mismo es la ciudad con mayor pie de fuerza en el país tras la llegada de 4.000 hombres. El mismo general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, despacha desde la capital del Valle. Y, aunque prometió recuperar el orden en menos de 24 horas, el caos aún reina.

Las confrontaciones entre manifestantes y fuerza pública se han centrado en Paso del Comercio, Puerto Rellena, Siloé y La Luna. Los enfrentamientos en las noches han dejado cerca de 30 muertos, entre policías y jóvenes, así como un número incontable de heridos, según datos entregados por la Secretaría de Seguridad.

Videos aficionados en internet muestran excesos de ambos lados: uniformados arremetiendo con armas letales contra civiles, y hombres encapuchados utilizando pistolas y revólveres para detener el avance del Esmad. El alcalde Jorge Iván Ospina ha optado por el silencio frente a esos episodios. Condena los excesos, pero no pretende comprometer su capital político, fundamentado en los sectores populares, esos mismos en los que hoy se libran los enfrentamientos más fuertes.

En el día, la ciudad es una constante preocupación de reportes de daños y robos que inundan las redes sociales. Una de las escenas más repetidas es la toma de las válvulas y tanques de reserva de combustible de las estaciones de gasolina por caravanas de motociclistas, sin que ninguna autoridad haga nada. En la ciudad más militarizada de Colombia se roban la gasolina a plena luz del día, ante el riesgo inminente de que pueda ocurrir una explosión y el número de fallecidos se cuente por centenares.

La guerra del hambre

Para Londoño, si el paro y bloqueo de vías en Cali persiste más allá del domingo, habrá un desgaste: “La gente sentirá que la protesta perdió el foco”. Pero en algunos sectores de clase alta la paciencia se ha empezado a agotar. Habitantes de Ciudad Jardín, la zona residencial con mayor valorización de la ciudad, increparon a manifestantes de la Universidad del Valle que tienen bloqueada la entrada y salida del barrio. La situación escaló a insultos y disparos. Lo mismo ocurrió en el oeste.

El fenómeno de enfrentamientos entre civiles también se vive –en menor medida– en sectores populares, donde el comercio minorista está completamente detenido por los bloqueos y los saqueos, que no dan tregua.

Todo eso se suma a la escasez, y la imposibilidad de conseguir alimentos de la canasta familiar por menos de 5.000 pesos. El hambre definirá el rumbo de las protestas en los próximos días. La Alcaldía logró, por medio del diálogo, abrir corredores humanitarios para la entrada de alimentos y combustible, pero, si no se habilitan otros espacios de abastecimiento, ese esfuerzo será en vano. “Fueron surtidas cuatro estaciones de gasolina, y allí estamos haciendo presencia para que el abastecimiento se haga de forma controlada”, señaló María Fernanda Santa, secretaria de Desarrollo Económico.

Cali cosecha en plena pandemia los frutos del crecimiento acelerado, en medio de marcadas desigualdades sociales, de exclusiones y de un coctel delincuencial que agrupa todas las formas de criminalidad. La bomba social estalló en el peor de los momentos.