Los “temblores” (correctamente llamados sismos) son movimientos bruscos de la superficie terrestre que, en su mayoría, son ocasionados por descargas súbitas de energía a lo largo de planos de ruptura, o fallas, a profundidades que varían entre casi 0 y 700 km de profundidad. El número de sismos detectados y registrados anualmente por la red mundial de sismógrafos es cercano a 1 millón, pero de todos ellos, sólo unos 10 a 15 alcanzan la categoría de terremotos, es decir sacudones muy fuertes, y generadores de catástrofes. El término temblor es un americanismo, que se refiere a un “terremoto de escasa intensidad”, según lo define el Diccionario de la Real Academia. El tamaño de los sismos se determina por medio de la escala logarítmica de Richter, abierta por arriba, que en la práctica sólo llega 10 grados, y en la cual el incremento de 1 grado significa un aumento de casi 32 veces la energía del grado anterior. Como referencia, la bomba atómica lanzada en 1945 sobre Hiroshima, tenía un valor equivalente a 56.000 toneladas de dinamita, que es la energía liberada por un sismo 6,2 grados de magnitud Richter. En cambio la bomba nuclear hasta ahora más potente, detonada por la antigua Unión Soviética emitió una energía equivalente a 56.000 millones de toneladas de dinamita, o sea la liberada por un sismo de magnitud Richter 8.0. En función de la energía descargada, los sismos pueden variar desde muy pequeños, o microsismos (detectables sólo por medio de instrumentos), hasta los sismos grandes que son los que pueden causar grandes daños materiales y pérdidas humanas. De hecho los mayores sismos registrados hasta ahora sólo llegan a magnitudes cercanas a 9.5 y han ocurrido en las costas del centro y norte de Chile. Por fortuna, la energía emitida en el foco sísmico se gasta en buena parte en disipación de calor en las zonas próximas al foco, en tanto que el resto se transforma en ondas esféricas que van perdiendo energía en su tránsito por el subsuelo, hasta alcanzar un punto en el cual se tornan imperceptibles para los humanos. La destrucción total Como complemento de la anterior, se tiene también una escala denominada de Mercalli, que se refiere exclusivamente a la percepción de los sismos por las personas y a los daños ocasionados por los terremotos en las obras civiles y en el paisaje. Dicha escala va de desde el grado I hasta el XII, siendo el grado I el caso de sismos muy suaves, percibidos apenas por algunas personas en estado de reposo y quietud total, generalmente en la cama y que hacen oscilar muy suavemente los objetos colgantes. La percepción y los efectos de un terremoto se van incrementando con los grados, hasta llegar al grado XII, que casi nunca se alcanza, y que conduce a la destrucción total de las construcciones y provoca cambios dramáticos en el paisaje, por efectos de deslizamientos de tierra, desviación de cursos de agua, licuación de suelos, destrucción de la vegetación, etc. Por otra parte, la sismicidad en la tierra tiene una distribución muy desigual, de manera que, como se dice en lenguaje coloquial, hay muy extensas partes del mundo donde “nunca tiembla”, algunas en las que apenas “ocasionalmente tiembla” y en otras en las que “siempre tiembla”. Entre las de la última categoría están las costas de Chile y las del Japón, la baja California en los USA –en donde se encuentran las ciudades de Los Ángeles y San Francisco-, o aquí en Colombia en la región próxima a Bucaramanga donde se existe un “nido sísmico” que genera descargas a profundidades entre 300 y 450 km, las cuales llegan a superficie bastante atenuadas y, por lo general no causan daños mayores, aunque sí nerviosismo en los pobladores. La amenaza sísmica En cuanto a Bogotá, hay que decir que la ciudad se encuentra en una zona sísmica relativamente tranquila, en donde el número de sacudones telúricos que experimenta y recuerda un residente capitalino a lo largo de su vida se pueden contar con los dedos de la mano. Sin embargo, y generalmente coincidiendo con las noticias de algún terremoto en otras partes del país o del mundo, no son pocos los que nos preguntan ¿Cuándo va a temblar en Bogotá? Y lo triste del caso es que el estado actual del conocimiento sólo nos permite afirmar que, inexorablemente, en cualquier momento futuro, volverá a “temblar” en Bogotá, lo cual podría ser mientras Ud. está leyendo este texto, o mañana, o el mes que viene, o tal vez en un año, o quizás más tarde. ¿Pero por qué tanta incertidumbre? Son numerosas las razones que impiden que los geólogos podamos hacer pronósticos (o las mal llamadas predicciones) contundentes, ya que los mismos se basan, hasta ahora, en dos métodos principales: En primer lugar están los resultados de aproximaciones matemáticas, derivadas del estudio de las fallas activas, que nos permiten decir, por ejemplo, que la probabilidad de que en los próximos 10 años, y en el entorno cercano a Bogotá, se produzca un sismo de magnitud 6 que cause daños y pérdidas humanas, digamos, es de un 5%, o un 10%, lo cual no significa, claro está, que tal evento se va a dar con toda seguridad en ese lapso, y menos que podamos determinar fechas seguras, en términos de  en días, meses o años. En el caso de Bogotá, es necesario aclarar que la ciudad se encuentra en la parte media de la Cordillera Oriental Colombiana, dentro de una franja catalogada como de “amenaza sísmica intermedia”, así evaluada por su posición geográfica, y la de las fuentes sísmicas que pueden llegar a afectar los bienes y las vidas de los ciudadanos. Fallas, fallas y más fallas Así, pues, para llegar a un estimativo certero del peligro sísmico, y de un posible pronóstico de los terremotos en Bogotá sería indispensable adelantar una enorme y costosa tarea, hasta ahora empezada, para establecer la ubicación de todas las fallas activas que actúan como fuentes sismogénicas para la capital, es decir aquellas han mostrado movimiento en tiempos históricos (en nuestro caso, desde 1492), lo cual nos proporciona “una ventana” de observación sísmica “directa” de apenas 523 años. O, mejor, si se aplican las normas internacionales menos rigurosas, para identificar las fallas que han tenido movimientos durante los últimos 10.000 años. No obstante, existe otra categoría de fracturas que eventualmente podrían resultar peligrosas, denominadas “fallas potencialmente activas”, que son aquellas que han mostrado alguna actividad durante los últimos 1.650.000 años. Bogotá en el contexto sísmico Y es aquí donde surgen los problemas con el pronóstico de “cuando va a temblar” de nuevo en Bogotá, dado que la amenaza sísmica para la capital del país debe ser examinada en el contexto local, cercano, regional y supra-regional, pues los sismos que la pueden afectar seriamente provienen de fuentes sísmicas (fallas activas) localizadas dentro de la ciudad (sismos locales), en sus vecindades (fuentes cercanas, entre 50 y 100 km), y en lugares a centenares de kilómetros de Bogotá (fuentes regionales y lejanas). El conocimiento detallado de las características de fallas activas, algunas de las cuales afloran en superficie, y en lo posible el de aquellas que se mantienen ocultas en el subsuelo es, entonces, fundamental para el pronóstico de los terremotos. Esto implica la determinación, entre otras cosas, de la localización geográfica de las fallas, su longitud en kilómetros, la posición de los planos de falla con respecto a la horizontal, es decir si se trata de planos verticales o inclinados, la orientación del trazo de la falla en superficie y, sobre todo, el período de recurrencia, que es el tiempo transcurrido entre una y otra descarga de energía a lo largo del trazo de una falla, ya que los eventos sísmicos ocurren cada vez en tramos discretos, y no a lo largo de toda su longitud. En segundo lugar están los indicios derivados de la investigación permanente, pero apenas muy incipiente en Colombia, de algunos fenómenos considerados como premonitorios (o determinísticos) de los terremotos, como los cambios en el comportamiento de los animales domésticos, alteraciones locales del potencial eléctrico y del campo magnético terrestre, el aumento o la disminución de la velocidad de las ondas sísmicas, el incremento en las emisiones de gas radón desde el subsuelo, las fluctuaciones del nivel del agua en los pozos subterráneos, y otras manifestaciones que, en teoría, que pueden eventualmente ayudar a reconocer la inminencia de un terremoto en términos de horas, días o meses en un lugar cercano, o situado prácticamente sobre el al foco sísmico. La incertidumbre de los pronósticos Sin embargo, son pocos los lugares en el mundo donde se tiene implementado un sistema confiable de vigilancia del subsuelo y del comportamiento animal que permita vaticinar con seguridad el advenimiento de un terremoto. Y, cuando se lo ha intentado, han sido más los fracasos que los éxitos, con la consecuente pérdida de credibilidad en los científicos, y las eventuales costosas e innecesarias evacuaciones de las áreas en peligro. Algo parecido ha ocurrido con el pronóstico de las erupciones volcánicas, que en muchas ocasiones han mantenido por años en vilo a poblaciones importantes, sin que haya ocurrido ningún evento catastrófico, caso en el cual los habitantes se acostumbran a las falsas alarmas, pierden la fe en los pronósticos y causan desazón a los vulcanólogos. En este punto es preciso recordar que, a pesar de la intensa actividad investigativa de los geólogos y geofísicos norteamericanos, y de los altos presupuestos invertidos en la investigación sismológica, los habitantes de las poblaciones de la costa occidental de los USA siguen esperando con incertidumbre la llegada de otro “big one”, es decir un terremoto mayor o igual al que devastó la ciudad de San Francisco en 1906. El sismo, que alcanzó una magnitud Richter de 8.2 grados destruyó gran parte de la ciudad, y fue producido el desplazamiento local de la Falla de San Andrés, que es una megafractura con numerosas ramificaciones y con alto poder sísmico, que se extiende por unos 1300 km, desde el Golfo de California, en el sur, hasta el Cabo de Mendocino, en el norte, y pasa por las ciudades de San Diego, San Francisco, Los Ángeles y Sacramento. Bogotá, históricamente afectada Volviendo a Colombia y su capital, hay que decir que el pronóstico de los terremotos aquí se hace más difícil porque la Sabana de Bogotá es una región que históricamente ha sido afectada por sismos, hasta ahora no catastróficos, que tienen su origen en fuentes sísmicas lejanas (como la costa pacífica), regionales (por ejemplo del Eje Cafetero y el Alto Magdalena), retiradas ( como las del Borde Llanero y las del Valle Medio y Bajo del río Magdalena), y locales (fallas dentro del perímetro urbano y en terrenos de los municipios vecinos). En este punto es conveniente reiterar que la mayor parte de los sismos que han afectado a Bogotá en tiempos históricos proviene de fuentes lejanas y retiradas, y que sólo se tiene registros de tres sismos generados por fuentes locales, cuyo conocimiento, se debe a la labor investigativa del padre jesuita Jesús Emilio Ramírez, director-fundador del Instituto Geofísico de Los Andes, y del Geólogo e historiador Armando Espinosa, Profesor de la Universidad del Quindío. El primero de dichos terremotos ocurrió en 1616, en las proximidades de Cajicá -en ese tiempo una aldea-, donde causó daños en las viviendas y  en la iglesia, pero no muertos. El segundo, acaecido en 1644, en un sector próximo y al sur de la actual población de Usme, produjo averías en las casas y en la iglesia, y estuvo acompañado de deslizamientos de tierra, caídas de rocas y licuación de suelos. Y, el tercero, en 1966, registrado en los sismógrafos del Instituto Geofísico de Los Andes, que tuvo epicentro en el sector de los Barrios Yomasa y Barranquillita de la localidad de Usme. Este terremoto de tipo local (o mejor urbano), causó daños severos en más de 200 viviendas, por caída de muros, cornisas y desplomes de techos. Se trató de un sismo muy somero, con foco a 10 km de profundidad, magnitud  Richter de 5,2 grados y una intensidad VI en la escala de Mercalli. Los tres casos antedichos indican claramente la existencia de, por lo menos,  dos fallas activas dentro del sector urbano del Distrito Capital, es decir una al sur de Usme, otra por los lados de Yomasa, y una tercera más allá de Bogotá, en las proximidades de Cajicá. De todos modos, en el contexto de la amenaza sísmica, la situación geológica de Bogotá tiene aspectos favorables y aspectos desventajosos: Favorable es la alta atenuación que sufren las ondas sísmicas provenientes de las fuentes apartadas y de las lejanas, que antes de arribar a la Sabana de Bogotá deben atravesar valles y cordilleras, por lo que arriban notablemente disminuidas, con poco poder destructor. Desfavorables son las propiedades geológicas del subsuelo bogotano, dado que los sedimentos poco consolidados y húmedos depositados durante el Cuaternario (un lapso que comprende los últimos 2 millones de años) se encuentran atrapados entre una especie batea rígida compuesta por materiales bastante más antiguos, lo cual hace que frente a un terremoto los sedimentos blandos reaccionen como una gelatina que amplifica de manera diferencial las ondas símicas, en función de las condiciones puntuales del subsuelo local. Así, pues y para finalizar, apreciado lector: De acuerdo con lo arriba expuesto, le parece que ya estaríamos en condiciones de responder con fechas a la pregunta: ¿Cuándo volverá a temblar en Bogotá? Referencias: ESPINOSA, A. (2003): Historia sísmica de Colombia 1550 – 1830. (En CD). Publicación de Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales – Universidad del Quindío, Armenia. RAMIREZ, J. S.J. (2004): Actualización de la Historia de los terremotos en Colombia. Edición revisada y aumentada por PRIETO, J., BRICEÑO, L., CANEVA, A. & RAMOS, A., Instituto Geofísico Universidad Javeriana. 186 p. Bogotá. *Este texto fue publicado originalmente en el portal Pulzo.com y Semana.com lo reproduce previa autorización de su autor.