Por: Valentina León* Dulce María lucía su uniforme blanco de chef con su respectivo delantal. Estaba en el platero pelando algunas papas cuando la puerta principal de metal de la cocina se abrió. Era Romero. Él también llevaba puesto su uniforme con el logo del restaurante Elcielo en su pecho. En seguida Dulce María dirigió su mirada a las piernas de Romero. Rápidamente identificó la pierna del accidente, pues la madera de la prótesis alcanzaba a relucir un poco por debajo del pantalón de Romero. Quitó la mirada y fingió estar concentrada en las papas del platero, pero los escalofríos y el miedo le impedían seguir pelando. Le temblaban las manos y, de un solo golpe, sintió cómo toda su piel se erizó. No aguantó más, atravesó el corto pasillo de la cocina del restaurante y llegó hasta Rubén Romero, aquel exmilitar que en el 2009 había perdido su pierna y parte de su vista y de su audición al caer en una mina antipersonal. Dulce María escondió sus miedos y se llenó de valor, así como lo hizo tantas veces cuando debía mover explosivos o coca, y lo confrontó. -Necesito hablar con usted. ¿Sabe quién soy?- Romero asintió. -Yo quiero otra vida. Yo siento mucho miedo de que de pronto usted vaya a tomar represalias contra mí.- -No se preocupe. Yo he perdonado y lo hice de corazón. Ya me quité ese peso de encima.- Dulce María sintió un alivio enorme y de repente, Rubén Romero la rodeó con sus brazos. Tantos años de guerra no tuvieron importancia. En ese momento ya no eran Romero, el militar ni Dulce María, la guerrillera. Ya no eran enemigos, se habían convertido en dos personas dispuestas a cocinar la paz de Colombia. *** Habían pasado dos años después del accidente de Romero. Eran cerca de las seis de la tarde cuando entró a su casa. Reinaba el silencio entre los muebles y las paredes de su hogar. Aquel había sido su primer día en el restaurante Elcielo. Había pasado cerca de ocho horas de pie, apoyado en una prótesis a la cual no estaba completamente acostumbrado. Aún llevaba puesto su uniforme, aunque ya no tan blanco como lo había estado en la mañana. Se sentó en el borde de su cama, se retiró la prótesis y la recostó sobre la pared junto a su mesa de noche. Rubén Romero se dejó caer sobre su cama. Fijó su mirada en el techo blanco opaco de su habitación. Dejó que las lágrimas empaparan sus ojos y rodaran por sus mejillas. Pequeños sollozos se escaparon de sus labios curvados hacia arriba. Invadido por la emoción, pensó en lo bien que se sentía al poder ser útil otra vez. *** Astrid estaba agachada debajo del platero cuando escuchó el bullicio detrás de ella. Se levantó y notó que un compañero se había cortado mientras picaba algunos alimentos sobre el mesón. La sangre salía de su mano y goteaba sobre el suelo de la cocina. De inmediato, la muchacha alta y acuerpada de cabello un poco más abajo de los hombros, fue a socorrerlo. Con habilidad le realizó una curación ante la admiración de Astrid. -Venga, ¿usted sabe enfermería?- La muchacha no dijo nada. - ¿por qué está estudiando cocina o por qué está en cocina si sabe enfermería?- -Es una historia muy larga- dijo tímidamente su compañera. Astrid, que no le gustaba quedarse con dudas, la siguió por los pasillos de la cocina hasta que la muchacha decidió contarle. -Yo estaba en las filas del Mono Jojoy, y como allá había doctores y todo eso, entonces pude aprender algo estando al lado de ellos.- La incredulidad se posó en el rostro de Astrid y sus ojos se llenaron de rabia. -¿Ustedes por qué hacían tanto daño?- Preguntó Astrid, recordando los años vividos en Pueblo Nuevo con la llegada de la guerrilla. Ante la confusión de su compañera Astrid preguntó una vez más. - ¿Por qué se llevaban a los niños? Niños inocentes que ni siquiera querían irse por allá. - Lo que pasa es que en la guerrilla todo es un proceso y es una cadena, desde la cabecilla hasta el último miembro. Astrid, es que son cosas que uno ni siquiera quiere hacer pero a uno lo obligan.-Respondió su compañera con decepción, al parecer también se habían cruzado recuerdos por su mente. Astrid le sonrió comprensivamente, había entendido que ella también era una víctima más de la guerrilla, y del conflicto que tanta sangre había derramado en el país. *** ‘Cocinar por la paz de Colombia’ es la premisa bajo la cual se ha regido la Fundación Elcielo desde su surgimiento, paralelo al del restaurante Elcielo, hace 12 años. Esta nació de la mano de Juan Manuel Barrientos, el chef de 35 años fundador de la cadena de restaurantes Elcielo que se propuso a dar un aporte para la paz de Colombia, y quien además ha realizado visitas junto con la ONU a distintas zonas rojas del país para hablar con las víctimas; y doña Gloria Barrientos, madre de Juan Manuel, quien ha sido fundamental en el alcance de las metas propuestas para hacer de la Fundación una organización de hechos, y no de papel, que realice aportes a la paz desde la pasión por la cocina y la gastronomía.
Igualmente, el restaurante Elcielo, fundado en 2006 en Medellín y en 2012 en Bogotá, ha sido de vital importancia puesto que invierte el 30 por ciento de las ganancias anuales en los proyectos de la fundación. El objetivo de la organización Elcielo, a través de su fundación, es integrar a las víctimas del conflicto armado en las cocinas de las distintas sedes de su restaurante. Busca reemplazar las armas y la violencia por los fogones y la comida. Para lograrlo, la fundación les ofrece talleres y capacitaciones de cocina y de temas relacionados con la reconciliación como el perdón, el amor y el reconocimiento de los demás como amigos y no como enemigos. También, Juan Manuel y los demás integrantes de la fundación realizan acompañamientos para conocer el proceso de sus trabajadores y así seguir impulsando su crecimiento personal y laboral. Dulce María, exguerrillera de las Farc; Astrid Quintero, desplazada de su pueblo natal por la guerrilla cuando era una niña; y Rubén Romero, exmilitar afectado por una mina antipersonal, han sido víctimas directas del conflicto armado que ha perjudicado al país durante más de 50 años. Un conflicto que empezó gracias a la desigualdad en la repartición de tierras y la falta de espacios para la participación política. Lo cual llevó a que las personas, en busca de un nuevo rumbo, comenzaran a empuñar armas. Así, la violencia fue justificada y se consideró como el único medio capaz de dar cabida a un cambio en la sociedad. El conflicto en Colombia, según el Registro Único de Víctimas (RUV), a abril de 2017, ha afectado directamente a 8.376.463 personas en el país. Dulce María Dulce María trabajaba en una panadería en Mutatá, Antioquia, un pueblo de Urabá en el que vivía desde hacía más o menos 10 años. Allí tenía una compañera de trabajo. Fue por medio de ella que Dulce María empezó a colaborar con las Farc, a sus 26 años y con 3 hijos. Ayudaba con la movilización de los explosivos y de la coca. ‘Campaneaba’ la zona y transportaba los víveres; conseguía materiales y hacía inteligencia. Dulce María subía al monte, pasaba allí dos o tres meses y volvía a bajar para enterarse sobre los movimientos del ejército y las novedades del pueblo. Estaba en una de sus investigaciones cuando un sargento del ejército se acercó a ella. -Si usted no se desmoviliza, la vamos a capturar. Y usted sabe que si eso pasa, se va a la cárcel por todo lo que ha hecho- El ejército le había hecho seguimiento. Ellos sabían de su militancia en las Farc. Además, otros muchachos que se habían volado de la guerrilla le habían dado dedo, como decían allá. Es decir, la habían delatado. Sin otra opción, Dulce María se desmovilizó y se fue del pueblo. Fue así como llegó a Bogotá, luego a Cali a un lugar de paso. Al mes y medio de estar allí, le llegó el certificado del Comité Operativo para la Dejación de las Armas, CODA; lo que indicaba que Dulce María debía dejar el hogar de paso. Volvió a Medellín y al no conseguir empleo, decidió regresar a Mutatá. Una vez allí, Dulce María fue perseguida por los paramilitares y su hija Nicole, fue golpeada por ellos. Huyó nuevamente y se radicó en Medellín. Al llegar, la psicóloga que la había acompañado en su proceso de desmovilización la contactó con doña Gloria Barrientos. Dulce María envió su hoja de vida y ahora lleva cinco años en el restaurante Elcielo, en donde ha aprendido a creer en ella misma y a demostrarle a los demás que los errores cometidos en el pasado no son impedimento para tener una segunda oportunidad y empezar de cero. Rúben Romero Él era el quinto hombre. Iban más de 40 soldados, pero ninguno sabía que estaban atravesando un campo minado. Eran soldados del Batallón de Ingenieros No.15 General Julio Londoño Londoño, adscrito a la Décima Quinta Brigada. Le llamaban el Bijul. Este batallón estaba ubicado en el Chocó, en el kilómetro 3 vía Istmina. Romero, que tenía 20 años, también estaba agregado al Batallón Alfonso Manosalva Florez XV Brigada Ejercito de Quibdó. Estaban en una operación conjunta con la marina en el 2009. Ellos eran los encargados de patrullar entre los árboles del monte y las aguas del río Atrato. El batallón llevaba ocho días abriendo un helipuerto, esperando que llegara el helicóptero con los víveres que iban a abastecerlos durante los meses que estarían allí. Pero el frente No. 57 de las Farc los detectó. Así que los soldados debieron salir del campamento y atravesar el monte. En horas de la madrugada un estruendo acabó con el silencio que reinaba entre los árboles y el cielo oscuro de las montañas del Chocó, y de paso con parte de la pierna, la vista y la audición de Rubén Romero. Con 20 años una mina antipersonal se llevó parte de su cuerpo, dejando secuelas de por vida: una prótesis en su pierna derecha, su ojo izquierdo sin capacidad visual alguna y pérdida del 50 por ciento de su audición. Las huellas de un conflicto armado que se resistía a terminar y que acabó con su carrera militar; una junta médica declaró que Romero ya no era apto para la vida en el ejército, que había durado tan solo tres años. Una vida que Romero había escogido como vía de escape de la violencia que, desde años atrás, amenazaba día a día a la zona de su natal Urabá. Rubén Romero se crió rodeado de armas. Cuando era niño veía cómo su salón de clases se vaciaba cada vez más; sus compañeros de escuela a diario eran reclutados por los paramilitares, quienes iban despojando al pueblo y a las familias de sus jóvenes. Las escasas oportunidades de progreso social y económico daban pie a los niños para tomar la decisión de unirse a algún grupo armado de la región. Romero se negaba a vivir esa situación y, ante la escasez de oportunidades, decidió presentarse al ejército antes de que algún grupo ilegal armado quisiera integrarlo a sus filas. Después del accidente, el ejército le ofreció a Romero una psicóloga para apoyarlo en su proceso. Él le habló sobre su sueño de ser chef y ella, a su vez, le contó del restaurante de Juan Manuel. Se pusieron en contacto y en poco tiempo Rubén ingresó al restaurante. Actualmente, Romero lleva ocho años en Elcielo y afirma que lo más importante que ha aprendido en la organización es perdonar a quienes le hicieron daño y no dejar que su pasado opaque su futuro; gracias a estas lecciones, hoy en día está cumpliendo su sueño de ser un cocinero profesional. Astrid Quintero Astrid no recuerda exactamente cuántos años tenía, tal vez 10 u 11, solo sabe que era una niña y que nunca debió haber vivido aquello. Ni ella ni nadie. Eran alrededor de las 11:30 de la noche en Pueblo Nuevo, Caldas, su pueblo natal, cuando la guerrilla llegó. Lo supo por las ráfagas de disparos que comenzaron a llover entre las casas. Estaba en su hogar junto a sus hermanas cuando su papá corrió hacia ellas. -Acuéstense y no se muevan hasta que les diga- Fue lo que alcanzó a escuchar Astrid mientras estaba acostada en el suelo esperando a que su padre terminara de poner colchones sobre ella y sus hermanas para protegerlas de las balas. No sabía cuántos colchones tenía encima, pero se sentían tantos y tan pesados que la hacían respirar con dificultad. Fue una noche llena de disparos, gritos desesperados y sonidos estruendosos. A las 5:30 de la mañana Astrid y sus hermanas pudieron salir de debajo de los colchones y sentir sus pulmones llenos de aire nuevamente. Al salir de la casa junto con su padre, el pueblo estaba silencioso, los gritos se habían ido, al igual que muchas de las personas; algunas habían huido y otras, alcanzadas por las balas, ahogaron ruido alguno, incluido el de su respiración. Junto a la tienda donde solían comprar los víveres para el hogar, la familia de Astrid logró reconocer el cuerpo decapitado del señor que tantas veces los había atendido. Las manchas de sangre tiñeron la tierra y las paredes, que lograron quedar en pie, de Pueblo Nuevo después de la toma. Desde niña Astrid convivió con la guerrilla. Ellos llegaron al pueblo y ‘eran como un vecino más’. Paseaban por las calles con sus uniformes, entablaban conversaciones con los habitantes e incluso realizaban reuniones. Después de un tiempo de radicarse allí, las Farc iniciaron con las matanzas y la reclusión de niños, incluidos los primos de Astrid. La guerrilla quería llevárselas a ella y a sus hermanas para integarlas al grupo armado. El señor Quintero decidió dejar su finca, sus siembras de aguacate y coco y su trabajo como matarife para alejar a sus hijas de las armas. Abandonaron el pueblo y se fueron a Pensilvania. Pero allí no tenían estabilidad económica y eso los llevó a irse hacia Bolivia, después a Monsanar, a Manizales y luego a Chinchiná; fue largo el camino que debieron recorrer después de abandonar Pueblo Nuevo. Esto llevó a que las niñas Quintero, agobiadas por la inestabilidad, debieran conseguir marido a una muy temprana edad. Astrid iba para los 13 años cuando contrajo matrimonio. Con el paso de los años, y luego de escaparse de un empleo y ser despedida de otros cuantos, Astrid logró llegar a Bogotá y contactarse con el restaurante Elcielo gracias a la administradora de ese tiempo. El restaurante al conocer su historia le abrió sus puertas, sin juzgarla por su falta de estudios y de experiencia; y se ha convertido para ella en su segundo hogar, en donde se siente llena de amor, agradecimiento y felicidad ya que le ha ofrecido, durante estos 9 años de trabajo, la estabilidad que tanto había estado buscando en su infancia. *** Tres comidas. Quimbolitos; lentejas; jamoneta con arroz verde. Astrid Quintero, al probar los quimbolitos, recuerda su infancia, su Pueblo Nuevo, los plátanos que solían comer a diario y la vida que llevaba cuando la guerrilla aún no se asomaba por la zona. Había días en los que Dulce María no probaba comida alguna durante el tiempo que pasaba escondida en el monte; pero cuando podía comer, las lentejas eran el plato más recurrente. Rubén Romero cocinaba en el monte, intentaba crear platos innovadores con la jamoneta y el arroz de sus provisiones, recorría los montes del Chocó en busca de cilantro para su arroz verde. Astrid ahora prepara un plato de su autoría: una sopa de tomate con pollo y una quenelle de tomate. Dulce María se encarga de la partida de carnes en el restaurante y le encanta preparar la costilla y el ají de tomate de árbol. Romero es amante del arroz con coco, siempre que puede lo cocina y lo comparte con su esposa y su hijo. Hace varias semanas los tres cocineros llegaron a Colombia de nuevo, después de haber estado 7 meses en España realizando un curso profesional de gastronomía, gracias a la beca otorgada por la Fundación Elcielo en alianza con el foro Arekuna; la junta de Galicia, que becó a Nora y Astrid; y el Restaurante Anua, donde estuvo Romero. Una oportunidad que les permitió convertirse en cocineros profesionales.
Tres personas que padecieron el conflicto decidieron ser parte de la Fundación Elcielo y convivir con sus enemigos del pasado en la cocina. Ellos están demostrando que es desde la vida cotidiana como se construye la paz y que las pequeñas acciones, como cocinar un plato de comida, pueden ser el paso inicial para pasar del odio al amor, de la guerra a la paz. *Estudiante de Comunicación social periodismo de la Universidad Javeriana.