El príncipe Alberto, Bertie, y Elizabeth Bowes-Lyon, duques de York, eran una pareja muy sencilla. A pesar de pertenecer a la familia real, no vivían en un palacio, sino en una casa sin pretensiones, en el 17 de Bruton Street, en el glamuroso Mayfair, en Londres.
Allí nació su primogénita, la aplomada Isabel II, y le siguió la vivaz Margarita, su polo opuesto. Isabel II fue la nieta mayor del rey Jorge V, famoso porque era furioso con sus hijos. Con la princesita, empero, dio un vuelco total y veía por sus ojos. Los York eran una rareza en el alto mundo británico, los padres eran fríos y severos con sus hijos. Ellos, en cambio, eran todo cariño, diversión y mimos con las princesitas.
Jorge V vivía decepcionado del heredero, David, playboy, rebelde, popular. Vaticinó, asimismo, que abdicaría y quería que todo quedara en manos de Bertie y Lilibet. Así fue. En 1936, David subió al trono como Eduardo VIII, pero al año abdicó tras una infructuosa lucha para que lo dejaran casarse con su amante, Wallis Simpson, a pesar de que era dos veces divorciada, lo que era visto como una aberración.
La más desencajada con el escándalo fue la madre de Isabel II, pues ello significaba que su marido, inseguro y tartamudo, era el nuevo rey, un papel para el que no estaba preparado. Además, ello implicaba el fin de su idílica vida hogareña. Bertie subió como Jorge VI y, a la postre, su reinado fue un éxito. El pueblo amó a la familia real porque compartieron con él los horrores de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual Isabel II y Margarita fueron ocultadas en el Castillo de Windsor.
Tras la contienda, se volvió más serio el romance de la nueva heredera con Felipe de Grecia y Dinamarca, quien desbancó al futuro duque de Grafton, un pretendiente que no le disgustaba a la princesa. A la fastuosa boda, el 20 de noviembre de 1947, siguieron los años más felices de Isabel II, inocente de la sorpresa que el destino le tenía preparada.