Es más fácil entrar a una guarnición militar que a la Universidad de Antioquia. Quienes no tienen la exclusiva tarjeta TIP, que acredita a quienes trabajan y estudian allí, deben tener un contacto adentro que autorice, bajo su responsabilidad, el acceso del visitante. No basta con decir que la intención es hacer una consulta en la biblioteca, una de las más completas de Medellín, o asistir a una exposición en el museo. Los excesivos controles hacen pensar que, al cruzar la reja, todo está bajo control, pero en realidad se siente que algo grave podría suceder en cualquier momento. Esa percepción de inseguridad no se da porque sí. El martes 5 de junio, a las 6:30 de la tarde, cinco encapuchados se robaron dos computadores de la portería de ingreso de visitantes. Días antes, el 25 de mayo, a las 8:30 de la noche, 12 encapuchados se tomaron el Instituto de Educación Física, intimidaron a un profesor, quebraron los vidrios y entraron a la biblioteca, donde arrojaron al suelo las estanterías con libros. Una semana antes de este incidente, un grupo de encapuchados entró con papas bomba y armas a la Librería Universitaria y saqueó la caja. Después, se robaron todo el producido del restaurante Punto Gourmet. Esta ha sido la situación constante desde hace tres años. La pregunta es quiénes están detrás de estas capuchas. ¿Son delincuentes comunes que encontraron un botín dentro del campus? ¿Son jóvenes subversivos sin mando? ¿O son paramilitares que usan estos excesos para desprestigiar a sus tradicionales adversarios de izquierda? Estas son las tres hipótesis que se barajan en la Universidad. De lo que no cabe duda es que estos nuevos encapuchados son muy distintos a los que protagonizaron luchas y protestas estudiantiles en los años setenta. En ese entonces, estudiantes, profesores y trabajadores de la Universidad, que compartían y promulgaban ideas de izquierda, lograban que se hiciera su voluntad mediante protestas, paros y asambleas a las que, incluso, a veces se unieron universitarios de todo el país. En ese entonces, mantenían sus caras descubiertas.Pero vinieron las detenciones masivas y desapariciones, y entre 1987 y 1988, cuando surgieron los grupos paramilitares, fueron asesinadas 30 personas de la Universidad que hacían activismo político con ideas de izquierda. En medio de la barbarie, las arengas empezaron a hacerse con las caras tapadas con capuchas para que no los identificaran. Pero cuando leían y repartían comunicados con sus posiciones políticas era fácil establecer si simpatizaban con las Farc, el ELN, el EPL o el M-19. A pesar de las papas bomba, las arengas y los choques con la fuerza pública, entre policías y encapuchados crearon una especie de códigos que les permitían suspender las confrontaciones para permitir el paso de discapacitados y quienes no participaban del tropel y mantenían sus caras descubiertas no sufrían agresiones. Al contrario, si alguien quería seguir estudiando durante la protesta, podía hacerlo retirado del bullicio. Luego, hacia finales de los noventa, los 'capuchos' fueron perseguidos por las Autodefensas Universidad de Antioquia, que eran como los ojos de Carlos Castaño. Aún existen y tienen un accionar discreto. Aparecen cuando hay protestas con amenazas directas, con nombres y apellidos, contra estudiantes y profesores. Por eso no se descarta que ellos estén detrás de los 'nuevos capuchos' con el fin de desprestigiar a los encapuchados de siempre. Pero no solo los paramilitares tienen motivos. Los expendedores de drogas encontraron en las asambleas estudiantiles y en los paros una amenaza, porque en esos días cierran la Universidad y caen las ventas de su negocio, que ha tenido auge desde que los paramilitares de Medellín desplazaron, en los tiempos de Berna, las plazas de vicio de los barrios. La Universidad, junto con el Parque del Periodista, en el centro, y Barrio Antioquia, en el sur, se convirtieron en los mayores expendios de drogas de la ciudad. La entrada de esos extraños coincidió con el incremento de robos y la llegada de vendedores ambulantes que no eran estudiantes. Antes de que aparecieran, en la Universidad era común ver jóvenes vendiendo comida y golosinas. Incluso, eran populares unos negocios que algunos llamaban 'en vos confío', porque se manejaban solos: el estudiante dejaba su mercancía y un recipiente con monedas y se iba para clase. Cuando alguien quería ir a comprar, pagaba y se daba sus vueltas. Las cosas no se perdían. Pero todo cambió. Las protestas también cambiaron. Ahora empiezan los tropeles sin motivaciones políticas y ya no se escuchan discursos de los encapuchados. Las caras ocultas empezaron a usarse para robar. Esto se volvió recurrente desde una manifestación el 19 de febrero de 2008, cuando un grupo de jóvenes con rostros tapados ingresó a un bloque y se robó un videobeam. El inusual hecho motivó una reunión del Consejo Académico en la que el rector, Alberto Uribe Correa, no dudó en sentenciar que "robos, consumo y distribución de drogas son actividades conexas". El momento cumbre ocurrió el 27 de enero de 2010, cuando el estudiante Camilo Quintero murió en un baño por una sobredosis de heroína. Para responder al problema de la droga y de los robos, el gobernador de ese entonces, Luis Alfredo Ramos, ordenó el ingreso de la fuerza pública a la Universidad en el segundo semestre de ese año. Agentes del Esmad y otros de civil se veían en las porterías y caminando por la Universidad. Y al finalizar ese año, se implementó la tarjeta TIP, que restringe el acceso de visitantes. El uso de la exclusiva tarjeta generó nuevamente protestas y, esta vez, el Esmad tenía toda la autorización para actuar. Se vieron escenas impactantes, como la de un muchacho que fue golpeado por los policías en una estación del metro y después arrojado por unas escaleras. Al caer, se le salió un fémur. Pero a pesar de que el Esmad siguió haciendo presencia alrededor de la Universidad, los 'capuchos' no desaparecieron. Mermaron su presencia, pero empezaron a hacer operaciones ninja, que consistían en salir en grupos pequeños, lanzar papas bomba y esconderse. El Esmad entraba a controlar y en esas incursiones se vieron escenas increíbles, como las de jóvenes en vestido de baño corriendo por la Universidad huyéndoles a los policías que los hacían salir de la piscina con gases lacrimógenos y los perseguían con sus escudos y bolillos. El último de estos enfrentamientos fue el pasado 18 de abril, en el que un uniformado perdió la pierna con un explosivo. Paradójicamente, donde ocurrió este incidente hay dos cámaras de seguridad y todavía no se sabe exactamente qué pasó. La comunidad universitaria reclama que la situación se ha salido de control y, hasta ahora, no hay ningún remedio: ni la tarjeta TIP, ni la mano dura, ni los estudios e investigaciones de la administración han resuelto los problemas. A pesar de que fueron desplazados los discursos de la izquierda radical, el consumo y venta de drogas, aunque controlados, continúan. Y los robos, el vandalismo y hasta actos de terrorismo están a la orden del día. ¿Hasta cuándo?