En La madrugada del viernes 22 de octubre, hubo revuelo en las instalaciones de la fuerza pública. Militares y policías corrían de un lado para otro. En los videos inéditos que conoció SEMANA del día D, como lo llamaron, es patente el agite. Todos los uniformados simplemente seguían órdenes. Sabían que estaban detrás de un pez grande, no tenían claro cuál ni mucho menos que harían historia.
En las fuerzas especiales muy pocos tenían conocimiento del plan, y seguían instrucciones de miembros del Grupo Élite de Inteligencia de la Policía Nacional, quienes lo diseñaron con total hermetismo. En la Brigada 17 de Carepa, Antioquia, el teniente González, el cabo Rodríguez, el soldado Pérez* y otros comandos del Ejército abordaron un helicóptero Black Hawk, y solo segundos antes de despegar, su superior, un oficial de Operaciones Especiales, les entregó un sobre sellado. “Este es su objetivo”, les dijo. Ya cuando estaban en el aire y perdieron la señal de comunicación externa, se dieron cuenta de que se trataba del narcotraficante más buscado en la historia reciente de Colombia: Dairo Úsuga David, alias Otoniel.
En sus manos llevaban una carpeta completa con el prontuario, además de un álbum fotográfico, cuyas imágenes fueron recopiladas durante casi diez años de seguimiento. El peligroso narcotraficante cambiaba permanentemente de imagen: unas veces delgado, otras, gordo; con barba, lampiño, joven, viejo. Tenían todo lo necesario para identificarlo si lo veían pasar entre la selva. Y la posibilidad de que se filtrara la información era mínima. En una hoja estaban las primeras coordenadas en donde tenían que aterrizar.
Esa escena se vivió simultáneamente en 22 aeronaves más que despegaron desde diferentes regiones del país y se dirigían a 62 puntos estratégicos del Urabá antioqueño. Ahí arrancó la ejecución de la Operación Osiris, en la que se utilizaron estrategias de desinformación en comunicaciones, técnicas electrónicas y visuales. Se desplegaron asaltos aéreos, terrestres y fluviales, que despistaban al blanco. Otoniel y sus secuaces sabían que su enemigo los iba a ubicar, pero no tenían claro cuándo ni dónde.
Los analistas de la Policía Nacional sabían que esta, más que una guerra de fuerza, necesitaba estrategia. Desde que se fijaron como objetivo frenar al máximo jefe del Clan del Golfo, hicieron varios operativos para capturarlo y siempre Otoniel se salía con la suya. Tenía la misma destreza de un animal de monte. Olfateaba su amenaza, huía entre la maraña y volvía como depredador para acabar con lo que encontraba en el camino. Sin embargo, las autoridades, poco a poco, lo fueron cercando.
Desde el año 2012 le hicieron seguimiento constante al clan de la familia Úsuga. Desde entonces, le han capturado cuatro hermanos, siete primos, dos cuñadas y a su esposa. De estos detenidos, ya tres están en Estados Unidos en calidad de extraditados. De igual manera, han dado de baja a tres familiares más, lo que fue debilitando su emporio. Las autoridades no solo han ido sacando del camino a su círculo más cercano, también han dado golpes fuertes a sus finanzas. Otoniel, como su animal preferido para comer –el armadillo–, abría huecos bajo la tierra. Enterraba cantinas y canecas repletas de dinero. En la Ceja, Antioquia, las autoridades tuvieron que llevar retroexcavadoras para sacar las caletas. En total, más de 20.000 millones de pesos en dinero efectivo le han sido incautados en Turbo, Medellín y Sampués, Sucre.
En 2015 crearon la Operación Agamenón. El actual director de la Policía, general Jorge Vargas, inició con la inteligencia y las investigaciones para acabar con el Clan del Golfo y en todos estos años no se apartó de su misión. A pesar de que Otoniel se escapaba cuando era inminente su captura, le causaban afectaciones importantes. Le incautaron armamento, prendas de vestir y bultos de baterías para radioteléfonos, lo cual afectaba las comunicaciones entre los criminales de su organización. Incluso, sus presuntos testaferros fueron cayendo uno a uno. En 2020 ordenaron extinción de dominio a parte de los locales de la cadena de supermercados Consumax. Los investigadores determinaron que no solo lavaban dinero del narcotráfico, sino que además complacían los placeres del capo surtiéndole mercados millonarios.
Así como Otoniel aprendió de las estrategias de las autoridades y parecía burlarse de ellas, los investigadores también aprendieron de Otoniel. Él prefirió durante años ocultarse en la selva que rodea al cerro Yoky en el golfo de Urabá, porque allá vive su familia. La comunidad estaba a su servicio. Se ocultaba cerca de indígenas y pagaba hasta un millón de pesos por hacer tareas de rastrillo: identificar hojas quebradas o huellas entre la tupida vegetación. Esa era una pista de que ya lo habían encontrado, lo que le daba tiempo suficiente para salir huyendo en mulas.
Cada equino puede caminar sin descanso cuatro horas seguidas en terreno agreste. El animal paraba, pero el capo no. Le tenían el relevo listo. De hecho, tantas horas galopando le causaron una hernia y problemas en la columna, por lo que necesitaba dormir en colchones ortopédicos y utilizar botas de alto costo. Cuando se sentía muy amenazado, cambiaba de zona. Estuvo en Mutatá, en el norte de Ituango y en el Nudo de Paramillo, donde se ubicaban algunos de sus escondites. Precisamente, cuando estaba en este último lugar, nació la operación que dio con su captura.
Los analistas de la Policía, en enero pasado, llegaron a la conclusión de que Otoniel tenía que caer en la zona donde se sentía más confiado, es decir, en el cerro Yoky, pues ya las autoridades habían ganado terreno en ese punto sin que su gente lo notara. En ese momento nació la Operación Omega –una operación de engaño–: le cercaron el camino para que saliera del Nudo de Paramillo, pero le dejaron el paso libre para que se moviera por un corredor específico. Otoniel, sin que lo supiera, durante este 2021 estuvo avanzando hacia su jaula.
Él, con todo el dinero que adquirió producto del narcotráfico, compró equipos que creía que interceptaban las comunicaciones de las autoridades para monitorear por dónde se movían, pero en realidad era una especie de anzuelo. Los analistas suministraron radioteléfonos a los uniformados que a propósito se pudieran detectar, y ahí entregaban coordenadas e información falsa que llegaba a oídos de Otoniel haciéndole creer que tenía el control. Mientras tanto, la Inteligencia de la Policía, con equipos sofisticados adquiridos con el apoyo de los Gobiernos británico y estadounidense, se acercaba a su objetivo.
Ahí empezó a consolidarse la Operación Ezequiel, que consistía en la configuración de un plan secreto. Grupos muy pequeños y especialistas en diferentes áreas iban trabajando por su lado, recopilando información y debilitando el objetivo. A su vez, en el cerro de Bogotá y Nudo de Paramillo se seguían presentando combates, lo que le hacía pensar a Otoniel que las autoridades le habían perdido el rastro, pues en realidad él ya estaba llegando al cerro Yoky, a finales de septiembre.
Fue el 15 de octubre cuando, en una reunión en Bogotá, los comandantes de las Fuerzas Militares escucharon al director de la Policía y su Grupo Élite de Inteligencia hablar de los avances y plantearon la Operación Osiris. El compromiso era que nadie podía decir nada de lo que se había hablado esa noche. El éxito de la misión consistía en que los mismos que nunca se apartaron del caso lideraran la operación, como la Inteligencia de la Policía, y que las Fuerzas Militares aportaran todo el despliegue castrense y la gran maquinaria que poseen. El asalto debería hacerse de manera simultánea en más de 60 puntos para cercar a su “presa”.
Muy pocos debían saber quién era el objetivo, muchos de los uniformados irían a ciegas, y las coordenadas de ubicación cambiarían constantemente. Se entregarían todas sobre el tiempo. Solo se citarían a los mejores de cada fuerza. Un oficial de los Sistemas Aéreos Remotamente Tripulados (Siart), quien es instructor de manejo de drones en operaciones especiales, tuvo que dejar de un momento a otro el aula de clases y abordar un avión sin saber a dónde iba ni cuál sería su objetivo. Lo desembarcaron en medio de la selva del Urabá y allá se reunió con otros cuatro expertos más en esta tecnología. Describe que sucedió algo atípico: en su equipo de trabajo también había soldados del Ejército. Sin importar que eran de una institución diferente, formaron un solo grupo y trabajaron por horas. Especulaban quién era su objetivo o misión, solo obedecían y describían lo que veían a su alrededor. El ruido que generan los drones no es un problema una vez se elevan 500 metros.
Este equipo llegó a la vivienda donde pasó la última noche Otoniel, pero ya había escapado. A uno de los guardias del narco se le cayó un radio de comunicaciones en su fuga y los uniformados lo conservaron. Ellos confirmaban con las coordenadas que les daban desde el centro del mando si se veían mulas en el camino, motocicletas, perros o movimientos en casas vecinas. Otoniel no tuvo dónde pasar la noche, caminó durante varias horas y otras tantas estuvo quieto tratando de ocultarse. Así estaban González, Rodríguez y Pérez, llevaban más de 12 horas quietos, mimetizados. Hasta los animales les pasaban por el lado, pero ellos no podían casi ni respirar, porque en cualquier momento podría pasar su objetivo, el que habían visto horas atrás en el sobre sellado que les entregaron en el helicóptero.
Eran las 14 horas 20 minutos, hora militar, cuando sintieron pasos que cada vez se hacían más fuertes. Todo pasó en segundos. Rodríguez sintió pasar junto a él a un hombre, quien, al darse cuenta de que lo que estaba en frente no eran arbustos, sino un militar, salió corriendo. “Alto”, le dijo Rodríguez, y el hombre se lanzó por un peñasco. Al desacatar las órdenes, los uniformados dispararon. Y en ese momento se escucharon los gritos de un hombre que iba detrás del que escapó; este estaba cansado y asustado, su respiración cortada lo delataba: “No me maten, respétenme la vida”, y se quitó la camisa para demostrar que no estaba armado. “Levante las manos. Dé un paso adelante”, le ordenaron los militares, y el hombre obedeció.
Mientras daban las órdenes, iban reportando que estaban frente a frente con el hombre que ordenó la muerte de decenas de uniformados y civiles. Lo sometieron en el piso mientras esperaban la confirmación del puesto de mando. A su comandante, quien trató de ser reservado para no generar falsas alarmas, lo delató el reloj que portaba en su mano izquierda y que empezó a reportar pulsaciones aceleradas. “¿Está bien?”, le preguntaba la app. El sabueso oficial de inteligencia, que lo siguió día y noche durante siete años, se acercó, vio la foto y de inmediato se arrodilló, y con lágrimas en sus ojos agradeció a Dios.
Simultáneamente, los expertos en drones escucharon del radio que habían abandonado los miembros del Clan del Golfo: “Capturaron al palo que más sombra da. Capturaron al viejo”. Los uniformados le confesaron a SEMANA que militares y policías celebraron como un gol de la selección Colombia. No había duda, era Otoniel. Era la hora de la justicia.
* Los apellidos de los militares que capturaron a Otoniel fueron cambiados por seguridad.