La semana pasada las comisiones primeras de Senado y Cámara aprobaron una modificación a las reglas de juego vigentes para realizar plebiscitos, que el gobierno piensa aplicar en la refrendación de los acuerdos de La Habana. Se trata de una reforma que requiere, además de ser aprobada en cuatro debates, pasar por el control de la Corte Constitucional. Y, según su texto, solo podría aplicarse una vez, para incorporar los acuerdos con las Farc a la legislación nacional. El resultado era previsible. El gobierno hizo sentir sus mayorías en el Congreso al poner a la aplanadora de la Unidad Nacional a funcionar a toda marcha. Por esa razón se anticipa que en las etapas que faltan el plebiscito no tropezará con mayores obstáculos en el Capitolio. Fuera de los partidos de la Unidad Nacional pocos defienden con entusiasmo ese mecanismo de refrendación. El proyecto tiene críticas en la izquierda y en la derecha. Los uribistas cuestionan que fue elaborado a la medida de las necesidades de la aprobación del proceso de paz. El argumento es que si el plebiscito ya estaba consagrado en la Constitución bajo ciertas normas, modificarlas para asegurar el triunfo es un atajo arbitrario que crea un precedente peligroso. En la otra orilla, el Polo Democrático votó en contra porque considera que la fórmula es unilateral y no ha sido negociada con las Farc. El atajo consiste en que según la Constitución un plebiscito requiere que participe en las urnas la mitad del censo electoral, 16,9 millones de votos (a la fecha), y que la mitad más uno de esa votación esté a favor o en contra. El plebiscito para la paz que el Congreso está tramitando cambió la idea de un “umbral de participación” (porcentaje mínimo del censo electoral que va a las urnas a votar) por el de “umbral decisorio” –porcentaje requerido para aprobación o rechazo–, y fijó este último en un 13 por ciento. El jurista Rodrigo Uprimny propuso la idea inicialmente en una columna de El Espectador. Según su argumento, en el referendo de 2003 –que el presidente Álvaro Uribe calificó como contra la politiquería y la corrupción– se necesitaba un 25 por ciento de participación y un 12,5 por ciento por el SÍ. El primer requisito solo se cumplió para una de las 15 preguntas. La idea ahora es mantener el umbral decisorio –13 por ciento– independientemente de cuántas personas vayan a votar. La experiencia demuestra que, con el régimen anterior, quienes estaban en contra de la iniciativa optaban por abstenerse de votar para evitar su aprobación por no superar el umbral. Así lo hicieron el Partido Liberal y el Polo Democrático en el referendo de Uribe. El requisito de los umbrales altos fomenta la abstención porque quienes no lo quieren aprobar tratarán de evitar que la gente salga a votar. Ahora, en el plebiscito por la paz, irán a votar tanto los que están a favor del SÍ como los que prefieren el NO. Y para ganar –tanto para aprobarlo como para negarlo– solo se requerirá 4,4 millones de votos. Otro elemento que ha sido objeto de controversia es que el plebiscito se va a limitar a una sola pregunta, lo cual impide que los votantes puedan desmenuzar el acuerdo de La Habana para pronunciarse sobre cada uno de sus componentes. Como está planteado, solo podrán expresar SÍ o NO sobre el conjunto. Queda claro de todo lo anterior que se está diseñando un plebiscito que garantice la aprobación del proceso de paz. Si este se ceñía al umbral del 50 por ciento del censo electoral contemplado en la Constitución, era casi seguro que la abstención –y no la oposición– lo haría fracasar. Colombia se ha caracterizado por una muy baja participación en las urnas y conseguir 16,9 millones de votos es prácticamente imposible. El presidente Santos probablemente está arrepentido de haber ofrecido esa refrendación. No era necesaria jurídica ni políticamente. Un acuerdo de paz se convierte en realidad en el momento en que se firma y se convierte en ley en el momento en que el Congreso lo aprueba. En cuanto a legitimidad política, la reelección de Santos fue un mandato claro por la paz. También puede interpretarse en ese sentido la elección del Congreso, que obtuvo casi 13 millones de votos y cuya mayoría respalda el proceso. Así mismo, las últimas elecciones regionales les dieron el triunfo a los partidos de la Unidad Nacional, que son los que apoyan a Santos. El otro punto polémico es que los colombianos podrán pronunciarse a favor o en contra del acuerdo en su totalidad pero no sobre cada uno de sus elementos. Esta última alternativa es impracticable. Por un lado, cuesta imaginarse a los colombianos ante las urnas analizando a conciencia un documento farragoso, denso y difícil de entender. Por otra parte, como el acuerdo tiene elementos populares y otros muy impopulares pero inevitables como el de las penas sin cárcel y la participación en política de los guerrilleros, es posible que estos últimos no sean aprobados. El voto por el acuerdo en conjunto obliga al elector a promediar lo que le gusta con lo que no le gusta y de ahí sale un SÍ o un NO más equilibrado. Teniendo en cuenta los anteriores elementos la refrendación popular requería cierto manejo. A pesar de que no era necesaria, Santos al ofrecerla se encartó con una promesa difícil de incumplir. Como la opinión pública está polarizada, la aprobación no estaba asegurada de antemano. Ante ese riesgo solo tenía dos alternativas: correrse de su ofrecimiento ya que era más una opción que de una obligación, o buscar un mecanismo a prueba de accidentes. El presidente optó por lo segundo. Diseñar plebiscitos en función de las necesidades del momento no es totalmente ortodoxo y tiene implicaciones. La teoría de que este tipo de plebiscito solo se usará una vez por la causa de la paz suena bien, pero no es una garantía hacia el futuro. Se podría volver a cambiar la ley estatutaria, o la Constitución, para otros fines. Eso requiere un proceso largo y de amplias mayorías en el Congreso –como las tiene Santos ahora– y de una posterior revisión de la Corte Constitucional. Pero se puede estar creando el precedente de un mecanismo de refrendación popular de bolsillo que eventualmente podría utilizarse para causas menos nobles que la terminación de una guerra de 50 años. En todo caso, a pesar de los riesgos, recurrir a este plebiscito puede acabar siendo menos grave que un rechazo del acuerdo de paz una vez este haya sido firmado por la guerrilla y el gobierno. Para comenzar, se perderían más de tres años no solo de un esfuerzo monumental sino de una oportunidad histórica única. En este proceso han participado, además de la guerrilla y el gobierno, la sociedad civil, los militares, la Iglesia, las ONG, la ONU, el gobierno de Estados Unidos y, en general, el resto de la comunidad internacional. Sería muy difícil, por no decir imposible, volver a llegar a ese punto. Por otra parte, a estas alturas una derrota en la refrendación popular sería un salto al vacío. Volver a la guerra después de que los combatientes llegaran a un acuerdo no tiene ningún sentido. ¿Qué haría una guerrilla dispuesta a desmovilizarse si se le cierran las puertas a la reintegración a la vida civil que pactó con el gobierno? Si dejar las armas ya no es una opción, tienen que buscar qué hacer con ellas. Y de ahí no puede salir nada bueno. Así como existe la posibilidad de que aunque se firme la paz un sector de las Farc no respete los acuerdos y se dedique a la delincuencia común, es peor pensar que si el proceso se hunde no solo un sector sino toda la organización guerrillera permanezca en armas. Lo más probable es que el gobierno Santos logre la aprobación de la reforma, para una sola vez, de los requisitos del plebiscito, antes de terminar la actual legislatura, y que la corte haga la revisión en el primer trimestre de 2016. Entonces el presidente, con la firma de los ministros, podría convocar el plebiscito y el Congreso contaría con un mes de plazo para pronunciarse. Es probable que todo esto ocurra. Pero aun así, queda otro escollo. En el acuerdo general con las Farc, que fija las reglas de juego de la Mesa, el asunto de la refrendación fue incorporado en el último punto de la agenda de diálogos. En otras palabras, la modalidad de la refrendación tiene que salir de la Mesa y, aunque la negociación sobre este punto no se ha iniciado, las Farc han dejado en claro que prefieren la Constituyente y que rechazan fórmulas impuestas unilateralmente en aspectos que forman parte de la agenda. Así las cosas, se necesitaría que Humberto de la Calle y su equipo convenzan a Iván Márquez y el suyo de que la combinación de Comisión Legislativa Especial –otro proyecto que avanza en el Congreso– y plebiscito es para ellos una garantía tan sólida, para el cumplimiento de los acuerdos, como la Constituyente. De otra manera, el célebre plebiscito se convertiría en letra muerta, como el marco para la paz y la ley –aprobada por el Congreso– que habría permitido realizar un referendo el pasado 25 de octubre. Las Farc rechazaron ambas por ser unilaterales. Como todos los procesos de paz, el de La Habana es imperfecto y por lo tanto está sujeto a críticas legítimas. Una negociación de esta naturaleza implica concesiones de parte y parte que dejan algunos insatisfechos. Pero a todas luces eso es mucho menos grave que un país en guerra. Un plebiscito, si se gana, puede ser el empujón final del proceso de paz, pero si se pierde podría convertirse en un muro infranqueable. Es mejor el empujón.