A finales de marzo los árboles temblaban agitados por el viento, mientras que los pájaros empezaban a cantar desde temprano en la mañana. Los niños los escucharon, quizá, por primera vez en la ciudad. Todo permanecía en un silencio duro como el cemento. La pandemia, con sus calles vacías y el encierro obligado, nos enfrentó con una cara feroz: la nuestra. Y empezaron a decir algunos que seríamos mejores, que la crisis nos cambiaría. Nada cambió y solo vivimos un pequeño apocalipsis que no termina, que no se acabará el 31 de diciembre; quizá apenas estamos atravesando sus puertas. Ha caído fuego sobre nuestras vidas y el humo no nos deja ver las cenizas.
Al principio todo parecía tan lejano: apareció en China una nueva gripe aviar o porcina, nada nuevo, pero todo fue tan rápido, y los contagios llegaron a Europa y los cruceros navegaban de puerto en puerto porque nadie se atrevía a recibir viajeros en sus ciudades; algunos incluso transportaron durante semanas a sus propios enfermos sin la atención médica necesaria, un puñado murió en altamar. Aquí, lo veíamos en noticias, asépticos, y nos dimos el lujo de despedir amores y amigos en aeropuertos, de visitar familiares, de seguir tan tranquilos; sin embargo, eso que parecía lejano corrió en avión y llegó, y empezó el encierro como nunca antes lo vimos.
En las ventanas de las casas y de los apartamentos se vio el desespero: gente haciendo ejercicio delante de televisores enormes, estirando en posiciones de yoga, regando matas –las matas se multiplicaron de casa en casa–, escuchando predicadores y curas, asistiendo a reuniones virtuales –luego aparecerían luces detrás de las pantallas–, viendo Netflix hasta el agotamiento. Y esto, hablando de los más acomodados, porque en los estratos más bajos, de casas pequeñas y muy habitadas, nada podía contener el encierro, y en las calles aparecieron en gritos de desesperación vendedores de aguacates, juegos de mesa, tapabocas y alcoholes; también se escucharon las voces de los desesperados que pedían algo de comer y no morir de hambre. Así, tan sutilmente, la pandemia ahondó las diferencias sociales y nos mostró que el fin del mundo también arrincona con más ferocidad a los desposeídos.
Y en esos primeros días, aunque en las calles ya había desespero por buscar alimentos, y familias enteras aguantaban hambre, había un aire de positivismo nueva era un tanto insoportable. Era casi un poco tierno. Gente de las redes sociales, publicistas y hasta algún filósofo llegó a decir que nos encontraríamos mejores, que saldríamos entendiendo que el planeta necesitaba un respiro, que nos amaríamos más y seríamos tan tolerantes, y todo se convirtió en un cliché enorme. Pero algo de sensatez se escuchó. En mayo, cuando el encierro ya pesaba como una catedral, el escritor francés Michel Houellebecq escribió una carta en la que, entre otras cosas, dijo: “En primer lugar, no creo ni por medio segundo en afirmaciones como ‘nada volverá a ser lo mismo’. Al contrario, todo seguirá siendo exactamente igual. De hecho, el curso de esta epidemia es notablemente normal. Occidente no es para la eternidad, por derecho divino, la zona más rica y desarrollada del mundo; se acabó, todo eso, desde hace tiempo, no es una primicia”.
Como si fuera una novedad, todos nos encontrábamos ante la incertidumbre del mañana. Las calles vacías y las noticias que reportaban un fin del mundo parecido a The Walking Dead le dieron al futuro la forma que verdaderamente tiene, y por eso cada día pensábamos en lo mismo: ¿qué noticias se escucharán mañana? ¿Habrá una nueva mutación del virus? ¿Pasaremos de un puñado de muertos a miles y nadie podrá contenerlo? No sabíamos si despertaríamos algún día. Todo amenazaba con convertirse en ese mundo del fin que describe Cormac McCarthy en La carretera, en el que un hombre y su hijo recorren un desierto en busca de civilización. Pero hoy todo hasta parece un chiste con los centros comerciales repletos y las tiendas de esquina con las mesas llenas; ahora sabemos que el miedo no dura para siempre cuando el mal no nos toca a nosotros.
Las noches empezaron a ser largas y espantosas. Hacía un calor agobiante, que como un jarabe se pegaba de las sábanas. A veces, adolescentes desesperados de su encierro obligatorio –el placer de un adolescente es el encierro, siempre y cuando sea voluntario– gritaban por las calles para encontrar la respuesta solo del eco. Y las noticias no hablaban de otra cosa: de muertos y de que el virus pervivía como un milagro en todo lo que tocábamos, en todo lo que oliéramos, y entonces el otro comenzó a ser más que nunca el enemigo o, por lo menos, su transmisor. No queríamos proteger al prójimo, queríamos protegernos a nosotros mismos. Hoy, cuando más de un millón y medio de personas han muerto en el mundo por lo que podría ser un virus anodino –no el ébola, no el sida–, revelamos que nuestro temor durante meses no fue el encierro, sino ver nuestra propia cara en la soledad, por eso todos estamos desbocados, a la calle, sin importar que otros puedan morir. La pandemia no nos hizo mejores, nos reveló.
Pero en Colombia las cosas eran peores. Mientras en Italia morían 900 personas cada día, aquí morían pocos por la pandemia y tantos otros asesinados. Indepaz reporta 83 masacres en 59 municipios. En la ciudad estaba el temor a morir con los pulmones cerrados de neumonía, los empresarios temían a la bancarrota, en los pueblos temían que algún ejército entrara asesinando. Muchos no le temen a la enfermedad y su aire malo, sino a los hombres dotados de violencia que pueden entrar a cualquier casa y arrebatarlo todo, y más que la vida, lo que la dota, lo que la llena: la honra, el sentido de bienestar. Porque los hombres –estos hombres contra los que no somos más que la oportunidad de despojo– pueden torturar, violar, trasgredir, borronear la cara sin nada más que actos, como sucedió en Samaniego, Nariño, cuando hombres de camuflado dispararon a ocho muchachos indefensos.
Lo de Colombia es otro capítulo, uno inédito. La pandemia nos encerró, nos prohibió el contacto. Pero aquí no; aquí la maldad campeó como siempre. Los analistas del conflicto no supieron explicar cómo este año 2020, cuando todo estaba tan paralizado, en el país las masacres volvían como hace diez años. No hay explicación. Ah, pero no todo quedó ahí, porque ante tanta muerte alguien dijo –eso sí, con su tapabocas bien puesto– que no eran masacres sino “muertes colectivas”, y volvió a tener razón el escritor Fernando Vallejo, que ya dijo que en Colombia el problema no es matar, sino que se diga.
Así que en Colombia se vive un mal doble: por un lado están los asesinatos de líderes, de indígenas, las masacres, el desplazamiento forzado de las comunidades más pobres de Chocó y Nariño; y, por otro, casi 40.000 muertes por coronavirus –como si de un tajo se hubiera muerto el aforo de un estadio de fútbol–, millones de desempleados, niños cansados de la educación virtual y un desconocido panorama de enfermedades mentales que algunos creen que será peor que el mismo coronavirus. Y aunque la vacuna ya se negoció con laboratorios internacionales y comenzará a aplicarse en Colombia en 2021, aún todo es incierto, una vez más.