Un golpeteo intenso sacudía el salón de cuarto grado de la escuela Anexa de la Normal en Zipaquirá, Cundinamarca. Niños de 9 a 11 años les pegaban con sus puños cerrados a los pupitres de madera; al compás de la percusión, coreaban: “¡Gustavo, Gustavo!”. Todos clamaban al niño tímido de gafas que se sentaba en la primera fila, frente al tablero verde en el que los alumnos de último año practicaban como profesores de matemáticas, enseñando con tiza operaciones de números fraccionarios.

Eran dos los jóvenes que estaban en apuros; los niños manifestaban no entender la lección. “Se enredaban con nada, en cambio, Gustavo Petro que tenía nuestra misma edad nos explicaba de manera simple”, cuenta Camilo Loaiza, su compañero de clase en 1969.

Gustavo era el único que permanecía en silencio, con su codo apoyado sobre la mesa y dejando caer el mentón en su mano. En esa posición esperaba la voz de enojo del profesor titular de turno, quien después de explicarles a los alumnos que debían darles una oportunidad a los practicantes, terminaba la polémica diciendo: “Gustavo, arregle ese problema”.

Los compañeros entrevistados coinciden en decir que Gustavo era respetuoso con la autoridad; solo hasta que recibía la orden del docente rompía el silencio y empezaba con la explicación. Aunque quizás él desde el inicio ya sabía cuál iba a ser el final de la revuelta, pues ha dicho públicamente que en muchas ocasiones corrigió a los profesores o les salió un paso adelante, gracias a sus destrezas con la lectura. Lo que pocos sabían era que el niño brillante del salón, años atrás, en lugar de tenerle gusto al estudio, le tenía miedo.

Gustavo Petro

Petro relata en su libro Una vida, muchas vidas que cuando estuvo en Bogotá fue al Colegio San Felipe Neri, ubicado en el barrio Los Alcázares, donde se sintió incómodo por la violencia con la que una profesora, a la que no identifica ―pero describe como autoritaria―, impartía el conocimiento. De no ser por un accidente de tránsito que lo dejó con la clavícula lesionada tras ser arrollado por un Plymouth 64, su mamá, Clara Urrego, no lo hubiera trasladado de centro educativo.

Llegó al Colegio Gimnasio Canadiense, donde entendió que no es cierto que la letra con sangre entra. “El afecto me salvó”, dice en su libro, convencido de que fue el buen trato el que le facilitó aprender a leer en la cartilla Nacho. Desde esa época su gusto por la lectura no paró.

Petro, después de las lecciones de matemáticas, salía a descanso a sentarse bajo los árboles del patio, junto con otros cuatro compañeros. El plan era leer, bajo la adrenalina de sentir que la historia que los tenía fascinados era prohibida. Se trataba del diario del Ché Guevara. El mismo que le encontraron al líder guerrillero en la mochila el día de su captura y en el que describe el esfuerzo que hizo para lanzar una rebelión en contra del gobierno militar de Bolivia. Algunos de los profesores de los niños los descubrieron y vetaron el libro en el colegio. Gustavo, en lugar de obedecer, buscó una hoja de periódico y envolvió la carátula. Mientras los preadolescentes veían aparentemente los avisos publicitarios de la prensa, escuchaban con detenimiento cómo Gustavo interpretaba cada línea.

“Le decíamos: cuente qué pasó el día 13 o cómo murió la mula”, recuerda entre risas Camilo Loaiza, quien compartió colegio con él solo hasta quinto de primaria, tiempo suficiente para que naciera una amistad que cinco décadas después aún se mantiene.

Sus amigos recuerdan que los zapatos de Petro eran de cuero, mientras que los de la mayoría de sus compañeros eran alpargatas. Y el niño de la época pasaba horas pensando cómo minimizar las diferencias sociales.

Don Gustavo Petro Sierra recuerda con orgullo que cada año su hijo recibía medallas que premiaban su buen desempeño académico. “Siempre fue un estudiante brillante”, y se jacta de que ese talento se lo heredó a él, quien le enseñó que en los libros encuentra la puerta que lo lleva a donde quiera ir.

Gustavo Petro se caracterizó por ser brillante en el colegio.

El líder político del Pacto Histórico asegura ser un amante de la geografía, tanto así que en época de colegio uno de sus pasatiempos favoritos era calcar mapas a color y con un buen libro iba a conocer la historia social, económica y política de cualquier país.

En La Salle, o Liceo Nacional de Varones ―como se llamaba antes―, siempre inculcaron el gusto por las letras, pues 30 años atrás de que Gustavo Petro pasara por esas aulas había estado Gabriel García Márquez, quien con el tiempo se convirtió en Nobel de Literatura. El colegio cambió de sede, y la estructura colonial en la que vieron clases se convirtió en el Centro Cultural casa del nobel García Márquez.

Pero la historia de los estudiantes se mudó con ellos. En la nueva edificación, en el primer piso al fondo, justo frente a la escalera del lateral izquierdo, está el mosaico de graduación del año 1976; en realidad, el marco en madera con letras de metal está deteriorado, falta uno que otro número y se completa la palabra por deducción. Se alcanza a identificar en la segunda fila que la antepenúltima foto es de Gustavo Francisco Petro. Tenía 16 años para ese entonces y ya empezaba a hacer historia por sus ideas revolucionarias. Cuando estaba aproximadamente en noveno grado, sus amigos más cercanos refieren que Petro creó el periódico que llamó El estudiante piensa, y junto con un amigo caricaturista publicaban artículos que hablaban de la necesidad de que los alumnos en Zipaquirá tuvieran espacios deportivos o la posibilidad de tomar leche con bocadillo de onces.

El periódico era repartido en varios colegios. Camilo Loaiza, quien siguió estudiando en la Normal, se reunía con Petro y otros jóvenes en un club de cultura que crearon, supuestamente para hacer análisis literario y teatro. Pero realmente era el espacio perfecto para tratar los temas del periódico y entregar los ejemplares que camuflaban para dar a escondidas a los estudiantes.

“Una vez entró un profesor y dijo: ‘el que tenga uno de esos, queda sancionado’, y yo tenía como diez escondidos debajo de mi saco y del pantalón”, describe aún con susto. Una de las pocas quejas que recibieron los padres del hoy presidente fue cuando los llamó el rector para decirles que su hijo estaba apoyando una especie de huelga con los estudiantes. Don Gustavo lo llamó a rendir cuentas. El entonces adolescente le dijo que no podía decirles no a sus compañeros que lo habían buscado para pedirle ayuda, pues muchos estaban perdiendo el año de manera injustificada. “Frente a eso, yo no podía decirle que desistiera”, recuerda Petro Sierra, hoy con 87 años.

Petro tenía la nota más bajita en Física. Se destacó en en Metodología, con una nota de 100, y en Análisis Matemático, con 90.

El padre Salvador Medina fue su profesor de Filosofía y asegura que, para esa ocasión, los curas realizaron reuniones para hablar del comportamiento de Gustavo, pero llegaron a la conclusión de que era un joven como ningún otro académicamente.

Mauricio Bustamante, compañero de estudio de los últimos años de la secundaria de Petro, rescata de él que su sentido social lo llevaba a ser analista y metódico. Aunque poco hablaba, cuando lo hacía, era contundente.

SEMANA tuvo acceso al archivo de calificaciones. Mientras otros estudiantes tenían su nota más alta en 70 sobre 100, Petro tenía la más bajita (Física) en 71. Su fuerte no fue tampoco Educación Física (72) ni Religión y Moral (73), pero en Metodología su calificación fue de 100 y en Análisis Matemático, 90. Se graduó con honores. En la casa le compraron un traje de paño para la ceremonia; de ahí arrancó sus estudios en Economía y una carrera tan extensa que hoy lo tiene en la puerta de la Casa de Nariño como presidente de la República.